domingo, 27 de noviembre de 2016



Sergio es un niño normal, estoy harta de oírte decir siempre la misma cosa. No se golpea la cabeza contra la pared, el que hace eso eres tú. No deberías decir esas cosas sobre él y menos cuando está delante. 

¿Qué no debería?- ¿Tu sabes lo que debería hacer?  Debería coger y  matarme. Debería irme a la mierda ya, así os dejo tranquilos, estaréis mejor sin mí, ¿no?, dice mientras alarga su brazo hacía el cajón donde se encuentran los cuchillos de cocina, ella se cruza en su camino, y bloquea el cajón con su cadera.

Él tiene la cara roja e hinchada y llora tanto como escupe. Te he  dicho que te apartes imbécil, apártate hostia, apártate por favor, dice y dobla su cuerpo para cogerse las rodillas con las manos, al tiempo que su voz muta de la agresión a la súplica.  Soy el malo, ¿no? Yo siempre soy el malo, balbucea entre sollozos. Su mujer se  acerca a su lado y lo agarra del  brazo en un gesto que deduce tanto rabia como cariño.  No entiendo por qué siempre tienes que hacer esto, bebes demasiado. Esto te pasa cuando bebes y… entonces empiezas a hacer gestos, tu mirada se carga de odio…

Él, que hacía tan solo unos segundos parecía haber perdido el combate, de repente se incorpora y vuelve a gritar:  ¿Qué bebo demasiado? ¿Sabes quién bebe demasiado? ¿Eh? La  voz de él ha empezado a desarrollar un soniquete burlón. Tu hermano bebe demasiado. El listo de tu hermano, el sabelotodo de José. Acuérdate en aquella boda cuando se meó encima, de lo boooorracho que iba,  y Miguel y yo lo llevamos a su casa a que se cambiará. ¡Sí, cuando me apestó el coche de orines!

Por favor, por favor, no grites tanto, los niños están durmiendo, dice ella.

domingo, 20 de noviembre de 2016



Estación soviética
El viento nevado arranca tus pétalos
Los trozos de escombros que recuerdan tu fachada
La soledad de la gélida llanura
Las huellas del último científico que anduvo por aquí
Y ese retrato de Lenin pudriéndose en su marco

sábado, 19 de noviembre de 2016


Qué tristes están los niños que marchan en uniforme

Triste la trompeta que los guía a lo largo de la calle

Triste la infancia de sus sombras

Qué solo estabas fumando desnudo en el sillón

como los perros alrededor de los niños

Lamiéndose las patas

En la tarde la pestaña que cuelga de tu mejilla

Ya no es de nadie

domingo, 6 de noviembre de 2016


El doctor Spivak o viaje al sur



Le dijeron que tenía que tomar el último tren en dirección al sur. Sin mayor explicación al respecto. El sur se dibujaba en su mente como un concepto mágico, inoperante para los valores concretos y científicos del pensamiento occidental. Como una caída al vacío desde una brecha abierta en la tierra, un paso en falso, un escollo y un túnel subterráneo que progresivamente, al compás del descenso, va borrando todo aquello que fuiste. En el otro extremo de la tierra, unos seres ocres con un desconocido lenguaje articulado le irían enseñando, de manera desinteresada, la mejor forma de adaptarse a esa nueva civilización de la que ya, bajo ningún concepto, podría escapar. Mientras piensa todo esto se da cuenta de lo mucho que le influyeron esas lecturas tempranas de Julio Verne, y es así como, al tiempo que termina de evocar esta realidad, se abre paso a grandes zancadas entre los andenes, y consigue introducirse en el vagón del último tren en servicio en esa noche de verano, en esa ciudad de provincias llena de insectos y farolas que ofrecen una iluminación insuficiente.



Agosto es una estación perfecta, piensa. La energía que desprende la luna circula por el cielo despejado en grandes olas migratorias. La energía se anuda en sus extremidades, se introduce en sus ojos e infunde cierta predisposición a la ensoñación consciente, despertando, en última instancia, un deseo desaforado por vivir situaciones profundamente intensas en las noches veraniegas del agosto español. Y al pensar en cosas profundamente intensas le llega un recuerdo tan veraz del pubis de María, o al menos eso piensa él, que prácticamente le parece estar oliendo su sexo. Aparta esa visión avasalladora de su cabeza, haciendo un esfuerzo, por otro lado inútil, por contener la erección que empieza a apuntalar el tejido de paño de su pantalón, obligándose a recordar que está camino al sur y, como dijimos antes, el sur es un descenso y una caída libre hacia las antípodas donde no existe María, ni su sexo; donde existe el presente, puede que también el futuro, pero de ninguna manera el pasado.



Seis horas después despertará en una estación también de provincias, en el mismo país y en una mañana también de agosto, con la única diferencia de que el clima será ligeramente más cálido y pegajoso por la cercanía del mar, y de que la chicharra compondrá intermitentes melodías para dar la bienvenida a todos aquellos que, en tráfico mudo a altas horas de la madrugada, abandonan o toman sus trenes. Se preguntará entonces si sentirán todos esos rostros pálidos y ojerosos la misma plenitud que él ante el cantar de la chicharra, la misma emoción por la calidez y la humedad evocadora de este vientre palpitante que recuerda a tantas noches de verano de su niñez. Después de pensar un rato acerca de esto, terminará convenciéndose de que si tuviera que elegir, quizá preferiría ser el único capaz de sentir con esa intensidad. Al pensar en esos términos se lamenta, pues concluye que ha de existir cierta relación entre su soledad y su egocentrismo. Obviamente de manera inconsciente, esa sensibilidad que únicamente a sí mismo se atribuye, constituye el muro que lo separa del resto de humanos, con los que entabla, en todo caso, relaciones superfluas. ¿No sería mejor – se cuestiona a sí mismo –  que todos pudieran sentir igual que tú? Podrías abrazarlos a todos y formar un solo cuerpo, la humanidad entera podría abrazarse en un solo cuerpo sin necesidad de la intervención de religiones impostadas y alienantes. De cualquier forma, ya es tarde para este tipo de cavilaciones pues a sus cuarenta años no cree que tenga capacidad de cambiar.



Su cuerpo alto y delgado proyecta una sombra similar a la de las farolas, insuficientemente iluminadas también en esta otra ciudad de provincias. Algunos ejércitos de barrenderos arrastran sus útiles por el medio de la carretera, que dentro de unos minutos estará repleta de coches en la hora punta para ir a trabajar. Pero ahora no hay ningún coche, y la imagen de los barrenderos caminando a sus anchas en la jungla donde siempre gana el acero contra la piel, le hace sentirse triunfante, un humano superior como lo son los barrenderos; humanos elegidos para revertir el orden de las cosas. Camina por el centro de la carretera como ellos, arrastrando una maleta de color gris.



El cuerpo de María tendido sobre las sábanas azules, con toda la luz del mundo acentuando su solemne blancura. Podría haberse acurrucado a su lado mientras repasaba con los dedos el contorno de su pubis, eso era lo que quería hacer, quería decirle: “tienes un coño muy bonito.” Quería besarla y quedarse a su lado, abrazando ese cuerpo que, a sus treinta años, no había perdido su firmeza y juventud. Esa noche estuvo lloviendo sin parar. Era curioso oír la lluvia caer porque cada estallido de agua contra el asfalto sonaba a una promesa de renovación; quizás podía cambiar, quizá podía quedarse con ella. Así como la lluvia limpia el asfalto, podía su sonido remoto lavar los brazos de él suspendidos sobre el pecho de ella. Luego cada una de esas promesas de epifanía le parecieron similares al discurso de tantos escritores sentimentaloides, que se obligó a dejar de pensar, dedicándose a observar el  rostro ella en penumbra. Lo mejor era aceptar el encargo, lo más prudente era hacer ese viaje al sur.



La madrugada había dado paso a una mañana soleada, y a tal punto calurosa, que las chicharras parecían confundidas en su canto, y en lugar de seguir esa melodía rítmica y acompasada con la que recibieron al extranjero, ahora se desgañitaban bajo el abrasante sol de agosto. Decidió hacer el trayecto a pie, arrastrando la maleta de dos ruedas porque en teoría la dirección de la consulta del doctor Spivak quedaba cerca, y hubiera sido así, en efecto, de haber contado con un buen sentido de la orientación, cosa de la que siempre careció, y por la que ya ni siquiera se culpaba, simplemente aceptaba que el recorrido que una persona normal hacía en una hora al él, invariablemente, debería tomarle dos.

El portal estaba abierto pues la señora de la limpieza había colocado el cubo de la fregona en la puerta para evitar que esta se cerrara. El olor a limpia suelos invadía toda la recepción. El viejo Spivak era un judío-polaco que desde hace más de dos décadas se había coronado como toda una eminencia en la lucha contra el cáncer. Si no era conocido por la comunidad científica en la misma proporción que merecía, se debía a que, en primer lugar, para recibir su tratamiento debías ser también judío y, en segundo lugar, a que desde hace años venía denunciando los intentos y logros de la industria farmacéutica por destruir cualquier tipo de tratamiento verdaderamente eficaz en la lucha contra el cáncer.



Duerme debajo de esta lluvia milagrosa que ha estado cayendo durante toda la noche, y cuando me separo él, al segundo me busca, extiende su brazo o su pierna, y me roza aunque sea ligeramente, para que no me olvide de que está ahí, durmiendo a mi lado. Siempre me ha parecido muy tierna su forma de dormir, aunque muchas veces me siento estúpida al pensar de esta manera, ya que no hace falta ser demasiado inteligente para darse cuenta de que ese sentimiento de ternura corresponde al instinto maternal que sufrimos las mujeres. Y digo sufrimos porque instantáneamente cualquier persona o animal inconsciente, que ronque o no, pero cuyo pecho se infle y se desinfle a intervalos a nuestro lado, nos parece tierna. Debe ser porque el género femenino ha custodiado el sueño de tantos bebés desde tiempos inmemoriales que ese oficio, que antes era únicamente cultural, ha debido quedar marcado en nuestra frecuencia genética. Quisiera decirle que no hace falta que se vaya, que ya he entendido todo, que estoy dispuesta a permanecer a su lado por más duro que esto vaya a resultar. De hecho no veo otra forma de hacer las cosas, aunque sé que existen miles de alternativas. Una de ellas es dejar simplemente que se vaya a conocer a ese doctor judío, ¿quién sabe si tiene las respuestas? Sé que es muy peligroso permanecer a su lado, sin embargo en momentos como este, en que me extiende su mano suave y caliente, lo único que quiero es que no se vaya.



Poco antes de entrar al ascensor, una voz misteriosa le alcanza por la espalda y le dice que sí quiere ver a Spivak, tiene que acudir al parque que hay frente a la estación de trenes. No puede ser, desandar lo andado bajo este sol ¿cómo puede un judío ser tan cruel? También podría ocurrir que Spivak no existiese, que lo haya inventado todo debido al aturdimiento que provoca la medicación. Valga la pena decir que él ni siquiera es judío, ¿cómo convencer entonces al anciano de que acepte someterlo a tratamiento? Aparte de su gran nariz, ninguna otra prueba puede aportar de un judaísmo insostenible, pues al respecto ha leído sólo el antiguo testamento y contados libros de Philip Roth. Olvidó mencionarle esa cuestión a María, o quizá lo hizo adrede para que ella no le disuadiera de tomar ese tren. María y su culo blanquísimo, María y sus pezones rosados ¿Qué pensaría María si supiera que el doctor Spivak utiliza a conejos humanoides para inocularles las células cancerígenas que una vez manipuladas contrarrestan la enfermedad?

Seguramente María no querría saber acerca de los conejos humanoides, ni de nada por el estilo. Ella es una chica de provincias que, aunque culta, tiene el campo de la espiritualidad bastante limitado. Una noche le preguntó dónde creía que iban las cosas que sentimos tras nuestra muerte, y María, restregándose los ojos con los puños cerrados, no necesitó oír la pregunta dos veces para contestar: van a los libros, a los poemas, a los cuadros, a las películas, a las canciones…



Spivak sentado sobre el banco del parque, cuyo baño de pintura verdosa ha empezado a descascarillarse dando paso a la madera, ofrece la instantánea de un anciano decimonónico, con su traje negro, y ese sombrero cubriéndole el cráneo despejado. Entre las manos sostiene un bastón con el que hace pequeños hoyos en el suelo presionando la arena en movimientos circulares. Lo ha reconocido al instante, pues aparece igualito en la contraportada de todos sus libros; negro el sombrero y el traje, bastón en mano, verdoso el banco, puede que incluso el parque de las fotos sea este mismo parque. Puede también que en este mismo momento la imagen que alcanza a procesar nuestro protagonista se esté imprimiendo en la contraportada de una centena de libros, que pasarán desapercibidos para la mayoría, teniendo en cuenta el desprestigio internacional con el que se trata al judío. Pero todo eso a Spivak no parece importarle un comino enfrascado como está, en la azarosa labor de agujerear la tierra que rodea sus mocasines.



- “Señor Spivak...es un honor conocerle. Quería decirle que valoro totalmente su trabajo y que le agradezco sinceram…” Aquí es interrumpido por el anciano que traza líneas horizontales y verticales alrededor de los círculos que había impreso en el suelo.

- “¿Le apetece a usted jugar a las damas?”

- “Oh, sería un placer jugar a las damas con usted. Pero la verdad es que no me he traído las fichas”, dice mientras registra los bolsillos de sus pantalones que antaño habían estado inflamados por un erección cuyo recuerdo impulsó María.


- “Parece mentira que conteste usted eso”, le responde el anciano. “A estas alturas de su enfermedad ¿qué puede importarle tener fichas o no tenerlas para jugar a las damas? Juegue nada más”.

- “Sí…en eso puede que tenga razón…por otra parte quería confesarle una cosa…supongo que será un inconveniente…yo no soy judío, ni apruebo lo que el gobierno israelí hace en territorio palestino…yo he leído el antiguo testamento, y he leído a Philip…”

- “Ah qué interesante, y ¿ha leído usted también a su hermano Joseph?”
- “Pe…pero me consta que Joseph y Philip, aunque son los dos novelistas norteamericanos, y tienen el mismo apellido… me consta que no son hermanos”.

- “Ah qué interesante”, responde Spivak, quien se muestra cada vez más entusiasmado por la conversación y gesticula grandemente.

- “Déjeme decirle una cosa”, continúa el anciano que ahora presenta un parecido asombroso con William Burroughs. “Déjeme decirle”, y aquí se interrumpe quizá para incentivar la curiosidad de su oyente, “déjeme decirle que Henry Ford triunfó mucho con los coches, pero más triunfó su hermano Roque con los quesos”.



- “Señor Spivak, una última cuestión, ¿por qué utiliza usted conejos humanoides para sus experimentos?”



- “Ah por fin se atreve usted a preguntar lo que tantas ganas tenía de preguntar; bueno si he de serle franco esa noche que pasé con María (quien es, por cierto, una autentica heroína en la cama) estuvo todo el tiempo convenciéndome al respecto de la utilización de estos roedores humanoides, yo no diría tanto así conejos, dejémoslo en roedores. Sabe usted, en pos de ser fieles a la verdad…”

- “Ah ya, comprendo... ¡Entonces ella está de acuerdo en lo de los roedores! No me atreví a contarle sobre ellos ayer, aunque pasé la noche a su lado, mientras ella dormía, y yo la veía tan blanca, y delicada, y caía la lluvia afuera, sin que esta metáfora fuera suficiente para contrarrestar mis ganas de abandonarla”.

- “Entiendo, entiendo, en cualquier caso, la idea de los roedores fue de ella, la misma idea de su viaje al sur fue de ella, y quién sabe si usted y yo no somos también parte de su imaginación ahora que, tumbada en la cama, con la computadora sobre las piernas, nos insufla vida a usted y a mí. Puede que incluso haya utilizado los sentimientos que usted, o su alter ego, consiguieron despertarle para crear esta historia. O puede que usted esté divagando por culpa de la medicación. De cualquier forma, nuestros sentimientos no se mueren con nuestros cuerpos, continúa Spivak, ni han de morir jamás; pueden quedarse aquí en estas páginas, en estas palabras, pueden permanecer aquí indefinidamente.



- “Ah entonces María tenía razón”.

- “Todo apunta”, dice Spivak regurgitando un escupitajo con el típico sonido que hacen los viejos al regurgitar, “que, a la luz de la metódica lectura que he hecho de la obra de María, todo indica que usted no morirá jamás”.

  La sangre se confunde detrás de los focos, ya no es roja, ya no es sangre. Las balas se equivocan al salir de las armas, ya no es ca...