El doctor Spivak o viaje al sur
Le dijeron que tenía que tomar el último tren en dirección al sur. Sin
mayor explicación al respecto. El sur se dibujaba en su mente como un concepto
mágico, inoperante para los valores concretos y científicos del pensamiento
occidental. Como una caída al vacío desde una brecha abierta en la tierra, un
paso en falso, un escollo y un túnel subterráneo que progresivamente, al compás
del descenso, va borrando todo aquello que fuiste. En el otro extremo de la
tierra, unos seres ocres con un desconocido lenguaje articulado le irían
enseñando, de manera desinteresada, la mejor forma de adaptarse a esa nueva
civilización de la que ya, bajo ningún concepto, podría escapar. Mientras
piensa todo esto se da cuenta de lo mucho que le influyeron esas lecturas
tempranas de Julio Verne, y es así como, al tiempo que termina de evocar esta
realidad, se abre paso a grandes zancadas entre los andenes, y consigue
introducirse en el vagón del último tren en servicio en esa noche de verano, en
esa ciudad de provincias llena de insectos y farolas que ofrecen una
iluminación insuficiente.
Agosto es una estación perfecta, piensa. La energía que desprende la luna
circula por el cielo despejado en grandes olas migratorias. La energía se anuda
en sus extremidades, se introduce en sus ojos e infunde cierta predisposición a
la ensoñación consciente, despertando, en última instancia, un deseo desaforado
por vivir situaciones profundamente intensas en las noches veraniegas del
agosto español. Y al pensar en cosas profundamente intensas le llega un
recuerdo tan veraz del pubis de María, o al menos eso piensa él, que
prácticamente le parece estar oliendo su sexo. Aparta esa visión avasalladora
de su cabeza, haciendo un esfuerzo, por otro lado inútil, por contener la
erección que empieza a apuntalar el tejido de paño de su pantalón, obligándose
a recordar que está camino al sur y, como dijimos antes, el sur es un descenso
y una caída libre hacia las antípodas donde no existe María, ni su sexo; donde
existe el presente, puede que también el futuro, pero de ninguna manera el
pasado.
Seis horas después despertará en una estación también de provincias, en el
mismo país y en una mañana también de agosto, con la única diferencia de que el
clima será ligeramente más cálido y pegajoso por la cercanía del mar, y de que
la chicharra compondrá intermitentes melodías para dar la bienvenida a todos
aquellos que, en tráfico mudo a altas horas de la madrugada, abandonan o toman
sus trenes. Se preguntará entonces si sentirán todos esos rostros pálidos y
ojerosos la misma plenitud que él ante el cantar de la chicharra, la misma
emoción por la calidez y la humedad evocadora de este vientre palpitante que recuerda
a tantas noches de verano de su niñez. Después de pensar un rato acerca de
esto, terminará convenciéndose de que si tuviera que elegir, quizá preferiría
ser el único capaz de sentir con esa intensidad. Al pensar en esos términos se
lamenta, pues concluye que ha de existir cierta relación entre su soledad y su
egocentrismo. Obviamente de manera inconsciente, esa sensibilidad que
únicamente a sí mismo se atribuye, constituye el muro que lo separa del resto
de humanos, con los que entabla, en todo caso, relaciones superfluas. ¿No sería
mejor – se cuestiona a sí mismo – que
todos pudieran sentir igual que tú? Podrías abrazarlos a todos y formar un solo
cuerpo, la humanidad entera podría abrazarse en un solo cuerpo sin necesidad de
la intervención de religiones impostadas y alienantes. De cualquier forma, ya
es tarde para este tipo de cavilaciones pues a sus cuarenta años no cree que
tenga capacidad de cambiar.
Su cuerpo alto y delgado proyecta una sombra similar a la de las farolas,
insuficientemente iluminadas también en esta otra ciudad de provincias. Algunos
ejércitos de barrenderos arrastran sus útiles por el medio de la carretera, que
dentro de unos minutos estará repleta de coches en la hora punta para ir a
trabajar. Pero ahora no hay ningún coche, y la imagen de los barrenderos
caminando a sus anchas en la jungla donde siempre gana el acero contra la piel,
le hace sentirse triunfante, un humano superior como lo son los barrenderos;
humanos elegidos para revertir el orden de las cosas. Camina por el centro de
la carretera como ellos, arrastrando una maleta de color gris.
El cuerpo de María tendido sobre las sábanas azules, con toda la luz del
mundo acentuando su solemne blancura. Podría haberse acurrucado a su lado
mientras repasaba con los dedos el contorno de su pubis, eso era lo que quería
hacer, quería decirle: “tienes un coño muy bonito.” Quería besarla y quedarse a
su lado, abrazando ese cuerpo que, a sus treinta años, no había perdido su
firmeza y juventud. Esa noche estuvo lloviendo sin parar. Era curioso oír la
lluvia caer porque cada estallido de agua contra el asfalto sonaba a una
promesa de renovación; quizás podía cambiar, quizá podía quedarse con ella. Así
como la lluvia limpia el asfalto, podía su sonido remoto lavar los brazos de él
suspendidos sobre el pecho de ella. Luego cada una de esas promesas de epifanía
le parecieron similares al discurso de tantos escritores sentimentaloides, que
se obligó a dejar de pensar, dedicándose a observar el rostro ella en penumbra. Lo mejor era aceptar
el encargo, lo más prudente era hacer ese viaje al sur.
La madrugada había dado paso a una mañana soleada, y a tal punto calurosa,
que las chicharras parecían confundidas en su canto, y en lugar de seguir esa
melodía rítmica y acompasada con la que recibieron al extranjero, ahora se
desgañitaban bajo el abrasante sol de agosto. Decidió hacer el trayecto a pie,
arrastrando la maleta de dos ruedas porque en teoría la dirección de la
consulta del doctor Spivak quedaba cerca, y hubiera sido así, en efecto, de
haber contado con un buen sentido de la orientación, cosa de la que siempre
careció, y por la que ya ni siquiera se culpaba, simplemente aceptaba que el
recorrido que una persona normal hacía en una hora al él, invariablemente,
debería tomarle dos.
El portal estaba abierto pues la señora de la limpieza había colocado el
cubo de la fregona en la puerta para evitar que esta se cerrara. El olor a
limpia suelos invadía toda la recepción. El viejo Spivak era un judío-polaco
que desde hace más de dos décadas se había coronado como toda una eminencia en
la lucha contra el cáncer. Si no era conocido por la comunidad científica en la
misma proporción que merecía, se debía a que, en primer lugar, para recibir su
tratamiento debías ser también judío y, en segundo lugar, a que desde hace años
venía denunciando los intentos y logros de la industria farmacéutica por
destruir cualquier tipo de tratamiento verdaderamente eficaz en la lucha contra
el cáncer.
Duerme debajo de esta
lluvia milagrosa que ha estado cayendo durante toda la noche, y cuando me
separo él, al segundo me busca, extiende su brazo o su pierna, y me roza aunque
sea ligeramente, para que no me olvide de que está ahí, durmiendo a mi lado.
Siempre me ha parecido muy tierna su forma de dormir, aunque muchas veces me
siento estúpida al pensar de esta manera, ya que no hace falta ser demasiado
inteligente para darse cuenta de que ese sentimiento de ternura corresponde al
instinto maternal que sufrimos las mujeres. Y digo sufrimos porque
instantáneamente cualquier persona o animal inconsciente, que ronque o no, pero
cuyo pecho se infle y se desinfle a intervalos a nuestro lado, nos parece
tierna. Debe ser porque el género femenino ha custodiado el sueño de tantos bebés
desde tiempos inmemoriales que ese oficio, que antes era únicamente cultural,
ha debido quedar marcado en nuestra frecuencia genética. Quisiera decirle que
no hace falta que se vaya, que ya he entendido todo, que estoy dispuesta a
permanecer a su lado por más duro que esto vaya a resultar. De hecho no veo
otra forma de hacer las cosas, aunque sé que existen miles de alternativas. Una
de ellas es dejar simplemente que se vaya a conocer a ese doctor judío, ¿quién
sabe si tiene las respuestas? Sé que es muy peligroso permanecer a su lado, sin
embargo en momentos como este, en que me extiende su mano suave y caliente, lo
único que quiero es que no se vaya.
Poco antes de entrar al ascensor, una voz misteriosa le alcanza por la
espalda y le dice que sí quiere ver a Spivak, tiene que acudir al parque que
hay frente a la estación de trenes. No puede ser, desandar lo andado bajo este
sol ¿cómo puede un judío ser tan cruel? También podría ocurrir que Spivak no
existiese, que lo haya inventado todo debido al aturdimiento que provoca la
medicación. Valga la pena decir que él ni siquiera es judío, ¿cómo convencer
entonces al anciano de que acepte someterlo a tratamiento? Aparte de su gran
nariz, ninguna otra prueba puede aportar de un judaísmo insostenible, pues al
respecto ha leído sólo el antiguo testamento y contados libros de Philip Roth.
Olvidó mencionarle esa cuestión a María, o quizá lo hizo adrede para que ella
no le disuadiera de tomar ese tren. María y su culo blanquísimo, María y sus
pezones rosados ¿Qué pensaría María si supiera que el doctor Spivak utiliza a
conejos humanoides para inocularles las células cancerígenas que una vez
manipuladas contrarrestan la enfermedad?
Seguramente María no querría saber acerca de los conejos humanoides, ni de nada
por el estilo. Ella es una chica de provincias que, aunque culta, tiene el
campo de la espiritualidad bastante limitado. Una noche le preguntó dónde creía
que iban las cosas que sentimos tras nuestra muerte, y María, restregándose los
ojos con los puños cerrados, no necesitó oír la pregunta dos veces para
contestar: van a los libros, a los poemas, a los cuadros, a las películas, a
las canciones…
Spivak sentado sobre el banco del parque, cuyo baño de pintura verdosa ha
empezado a descascarillarse dando paso a la madera, ofrece la instantánea de un
anciano decimonónico, con su traje negro, y ese sombrero cubriéndole el cráneo
despejado. Entre las manos sostiene un bastón con el que hace pequeños hoyos en
el suelo presionando la arena en movimientos circulares. Lo ha reconocido al
instante, pues aparece igualito en la contraportada de todos sus libros; negro
el sombrero y el traje, bastón en mano, verdoso el banco, puede que incluso el
parque de las fotos sea este mismo parque. Puede también que en este mismo
momento la imagen que alcanza a procesar nuestro protagonista se esté
imprimiendo en la contraportada de una centena de libros, que pasarán
desapercibidos para la mayoría, teniendo en cuenta el desprestigio internacional
con el que se trata al judío. Pero todo eso a Spivak no parece importarle un
comino enfrascado como está, en la azarosa labor de agujerear la tierra que
rodea sus mocasines.
- “Señor Spivak...es un honor conocerle. Quería decirle que valoro
totalmente su trabajo y que le agradezco sinceram…” Aquí es interrumpido por el
anciano que traza líneas horizontales y verticales alrededor de los círculos
que había impreso en el suelo.
- “¿Le apetece a usted jugar a las damas?”
- “Oh, sería un placer jugar a las damas
con usted. Pero la verdad es que no me he traído las fichas”, dice mientras
registra los bolsillos de sus pantalones que antaño habían estado inflamados
por un erección cuyo recuerdo impulsó María.
- “Parece mentira que conteste usted eso”, le responde el anciano. “A estas
alturas de su enfermedad ¿qué puede importarle tener fichas o no tenerlas para
jugar a las damas? Juegue nada más”.
- “Sí…en eso puede que tenga razón…por otra parte quería confesarle una
cosa…supongo que será un inconveniente…yo no soy judío, ni apruebo lo que el
gobierno israelí hace en territorio palestino…yo he leído el antiguo
testamento, y he leído a Philip…”
- “Ah qué interesante, y ¿ha leído usted también a su hermano Joseph?”
- “Pe…pero me consta que Joseph y Philip, aunque son los dos novelistas
norteamericanos, y tienen el mismo apellido… me consta que no son hermanos”.
- “Ah qué interesante”, responde Spivak, quien se muestra cada vez más
entusiasmado por la conversación y gesticula grandemente.
- “Déjeme decirle una cosa”, continúa el anciano que ahora presenta un
parecido asombroso con William Burroughs. “Déjeme decirle”, y aquí se
interrumpe quizá para incentivar la curiosidad de su oyente, “déjeme decirle
que Henry Ford triunfó mucho con los coches, pero más triunfó su hermano Roque
con los quesos”.
- “Señor Spivak, una última cuestión, ¿por qué utiliza usted conejos
humanoides para sus experimentos?”
- “Ah por fin se atreve usted a preguntar lo que tantas ganas tenía de
preguntar; bueno si he de serle franco esa noche que pasé con María (quien es,
por cierto, una autentica heroína en la cama) estuvo todo el tiempo
convenciéndome al respecto de la utilización de estos roedores humanoides, yo
no diría tanto así conejos, dejémoslo en roedores. Sabe usted, en pos de ser
fieles a la verdad…”
- “Ah ya, comprendo... ¡Entonces ella está de acuerdo en lo de los
roedores! No me atreví a contarle sobre ellos ayer, aunque pasé la noche a su
lado, mientras ella dormía, y yo la veía tan blanca, y delicada, y caía la
lluvia afuera, sin que esta metáfora fuera suficiente para contrarrestar mis
ganas de abandonarla”.
- “Entiendo, entiendo, en cualquier caso, la idea de los roedores fue de
ella, la misma idea de su viaje al sur fue de ella, y quién sabe si usted y yo
no somos también parte de su imaginación ahora que, tumbada en la cama, con la
computadora sobre las piernas, nos insufla vida a usted y a mí. Puede que
incluso haya utilizado los sentimientos que usted, o su alter ego, consiguieron
despertarle para crear esta historia. O puede que usted esté divagando por
culpa de la medicación. De cualquier forma, nuestros sentimientos no se mueren
con nuestros cuerpos, continúa Spivak, ni han de morir jamás; pueden quedarse
aquí en estas páginas, en estas palabras, pueden permanecer aquí
indefinidamente.
- “Ah entonces María tenía razón”.
- “Todo apunta”, dice Spivak regurgitando un escupitajo con el típico
sonido que hacen los viejos al regurgitar, “que, a la luz de la metódica
lectura que he hecho de la obra de María, todo indica que usted no morirá jamás”.