Recogí la
nieve que quedaba sobre sus mejillas. No podía dar crédito a la imagen de su
rostro níveo profundamente enrojecido a causa de la congelación. Nadie me había
hablado nunca de la paz de los muertos, por lo que pensé que, posiblemente no
se podía generalizar al común de los cadáveres esa sensación de honda
tranquilidad que me devolvía la expresión inanimada de mi amigo. “¿A quién se
le ocurre celebrar un funeral en el día más
frio del año?” convenían algunas de las plañideras contratadas para hacerle el
sequito al cuerpo, quienes negras y alineadas, como procesión de hormigas,
trocaron el silencio en un absoluto desorden de gritos y alaridos al tiempo que
llegaban junto al féretro. Sus labios rojizos, infantiles y picudos me
recordaron mucho a los de Macaulay Culkin en “Home Alone”. Desde el mismo
momento en que pasó por mi mente esa analogía me sentí miserablemente frívola
por el hecho de estar comparando los labios sin vida de mi amigo con algo tan
banal como los labios de un actor de Hollywood, por lo que resolví la necesidad
de buscar metáforas más elevadas, para que, quién sea que escuchase mis
pensamientos, no me tuviera por una mujer mundana. Vinieron a mi cabeza
entonces imágenes de volcanes regurgitando lava, atardeceres frente al mar, y
la arena rojiza del desierto. Ninguna de estas imágenes pudo, sin embargo,
silenciar el evocador recuerdo del actor estadounidense