Veo pasar los coches de este
lado del parque de Barranco, las vendedoras de piqueo, y la gente corriendo por
la avenida hipercontaminada, por el humo negro que expulsan estas combis
compradas a Japón, hará un par de décadas. Son las ocho de la mañana, tengo que
coger una combi que diga “Toda Arequipa”. Mi intención es bajarme en Lince,
donde queda, el Colegio de Profesores del Perú. Pregunto a una chica, de pelo
amarrado bajo una diadema, cuál de estos cientos de carros puede ser el
elegido. Ella responde a mi pregunta parando cada carro que pasa y preguntando
directamente al conductor, eso también podía hacerlo yo, pienso, soy europea
pero tengo brazos y boca, más bien le preguntaba en pos de una respuesta más
científica.
Ha parado ya cuatro carros, y
por fin al quinto me subo, voy directa toda Arequipa con mis títulos en la
mochila, llevo una camisa blanca de manga larga, ligeramente transparente, por
lo que me puse otra camiseta blanca de tirantes debajo (En el colegio de
profesores del Perú, piden elegancia para las damas y los caballeros, así dice
la información que busqué en internet). También visto pantalón largo negro,
pitillo y ajustado a la moda europea, sólo después, sabré cuánto bien me ha hecho
elegir esta prenda. A su vez, me he
quitado mis gafarronas de Henry Kissinger para embellecerme, y apelar así a la
clemencia de algún señor si, llegado el caso, fuera necesario. En la combi suena
“El día de mi suerte” de Hector Lavoe, y yo, que todavía no he sufrido el día
que tengo por delante, al ver la combi llena a reventar, y después de
escurrirme, aplastarme y perrearme con unos y con otros, pienso para mi “ay sí
¿cuándo llegará?”
Llegando al Óvalo de Miraflores
consigo sentarme y disfrutar del trayecto, la mañana es calurosa pero no tanto,
todavía no me estorba la camisa, y me siento relativamente orgullosa de lo que
estoy haciendo por mí. De este esfuerzo desmedido por trabajar en lo que me
gusta; hace poco menos de tres meses, estaba en España trabajando en una
zapatería día y noche, y soñando con hacer esto, alucinándome el Dorado en
Lima, como otros lo hacían con Colombia. Y, todavía, trabajaba en la zapatería con
suerte y con enchufe, pues llevaba casi un año buscando trabajo sin parar, en
todos sitios, y sin resultados. De tal magnitud es la crisis que sufrimos en
España.
Al colegio de profesores se accede por
una puertita, al lado del Centro Comercial Risso. Por supuesto
cuando llego la puerta está cerrada, son las nueve menos diez de la mañana, y
sé, por lo que he vivido en Perú, que aunque la hora de apertura sea a las
nueve, me quedan por delante, al menos, cuarenta minutos de espera frente a
esta puerta. Dicen que la persona inteligente es aquella que sabe adaptarse a
las nuevas situaciones, yo debo ser jodidamente estúpida, dado que todavía no
he sido capaz de ser impuntual en Perú. Por lo que, si hiciera un gráfico de mi
tiempo, el periodo de espera ganaría con creces al de acción, en esta ciudad de
los Reyes, que por otro lado tiene su encanto, y que todos, en parte, odiamos
tanto como amamos.
He subestimado a los peruanos,
al final sólo espero media hora y subo rauda la escalera que me lleva al tercer
piso, que en realidad es un segundo, no entendí muy bien eso, ¿pero qué más da?
De ahí me despacha una chica competente y simpática, que me indica cómo hacer
mis trámites, tengo que pagar veinte soles nada más, pero he de ir antes a el
Ministerio de Educación, sito a la altura de la cuadra 25 de Javier Prado, para
que me “autentiquen” los títulos. La fotocopia que me alcanza la chica dice
“Presentar copia autenticada del título”. No sabía que existiera el verbo
autenticar, yo hubiera dicho autentificar pero, ahora, el hecho de que el
corrector de Word no subraye la palabra me hace empezar a dudar.
Estoy otra vez en camino en una
nueva combi, y no sé, ni puedo imaginar lo que me espera. Indico al conductor
de la combi, sí por favor, me puede pasar la voz a la altura de la cuadra
veinticinco de Javier Prado. Este me dice que sí por supuesto, pero cuando
llega a la cuadra veinticinco se olvida, y yo que ando mirando, en la veintisiete
pienso: “bueno ya está bien” y se lo digo. Me bajo en la 27, retrocedo dos
cuadras, ya estoy en la 25, cruzo un puente elevado y diviso el Ministerio de
Educación. Es un edificio gris y alto, que simula ser una torre de libros
apilados unos detrás de otros. Cruzo la puerta de entrada, y me encuentro con
una mamasita ricachona, que está sola para toda el área de información. Pocos
minutos después se encuentra respondiendo a mis preguntas azoradas y sudorosas,
pues el calor ya ha empezado a notarse y yo me he vestido como para un entierro
musulmán. Caminando con mi burqa por la Javier Prado, se me ha deshecho un poco
la guapura que tenia ensayada, y cuando la mamasita del mostrador, me dice que
tengo que ir a otra parte a convalidar mi título, se me hincha, al tiempo, la
vena de la frente, pero todavía mantengo la compostura, y digo “ya, está bien”
(después de meses en Perú, intercalo el “ya” con el “vale”, para no renunciarme
del todo). Entonces ella continúa buscándome las cosquillas y me dice “pero no
abren hoy hasta las once”. Son apenas las diez, así que esa noticia me
desagrada. Pero sigo adelante, cabeza en alto, pecho erguido, “acuérdate de la
zapatería y del McDonald´s”.
Salgo a la calle, la buena
noticia es que ese edificio, dónde definitivamente, van a convalidar mis
títulos (ésta sí es la mía, imposible que me manden a otro lado) queda
relativamente cerca, es decir, puedo ir andado. Tanto así, que me planto en la
puerta en escasos diez minutos. ¡Vuelvo a ser una musulmana feliz! Pregunto en
la ventanilla por mi caso en particular, ya sé que no atienden hasta las once,
pero por si acaso, ¿quién sabe? En
ventanilla me dicen que, de las once, han pospuesto la hora hasta las dos. Soy
ese niño que se calló al pozo, tengo la pierna quebrada e ínfimas energías para
gritar llamando a mis papás. Está bien, lo acepto también, más derrotada que
convencida de mis fuerzas. No sé en qué estado volveré, pero conociendo mi
tenacidad, de seguro en tres horas volveré. Me encamino al punto de partida, a
mi casa en Barranco, límite con Chorrillos.
Pero no me bajo cerca de mi
casa, si no a medio camino, cerca del supermercado Metro para cambiar dólares, porque me han dicho que cuesta 88 soles
“autenticar” mi título. Cambio los dólares, hoy el dólar está alto, a dos con
sesenta ¡No es un mal día después de todo! También hago el ingreso de los veinte
soles que cuesta colegiarse. Eso supone empezar la casa por el tejado, porque,
antes, tenía que haber autentificado mi título, pero bueno, lo hago porque
estoy con esperanzas renovadas en mis capacidades. De camino a la casa, con mi
burqa sudado, y mis lentillas que perforan mis ojos (sobre todo la izquierda) y
mis pies que se arrastran por la pista, tropezando con todo y dudando ante todo,
intento salvar la situación con mi lentilla, cierro el ojo y restriego mi puño
contra él, en un vano intento de que se acople a la fuerza. Pero nada de eso
pasa cuando, de repente, oigo un aullido horrible, y caigo en la cuenta de que
mi pie está sobreelevado, al tiempo, que dos pinchazos agarran mi pierna en
forma de tenaza. No sé qué pasa, y no entiendo casi nada, hasta que me doy la
vuelta, y veo tras de mí, a un perro cojeando y aullando. Yo estoy más o menos
en su misma situación, pero en lugar de lamerme como él, me limito a cubrirme
la pierna mordida con la mano.
Entonces, un vagabundo que lo
vio todo me pregunta: ¿Qué pasó? ¿lo
pisaste? A lo que yo, en una evidente regresión a la infancia, respondo: Si, ha sido sin querer. Pero él me ha
mordido. Y el pobre vagabundo continúa: No
pasa nada mamita. Me voy de la escena del crimen ridícula y dolorida,
mientras recuerdo “El perro Rabioso” de Horacio Quiroga. Cuento, en el que
narra en primera persona, los síntomas de un hombre con rabia, sin que él se
percate nunca de la enfermedad que sufre. Así, poco a poco voy acrecentando mi
hipocondríasis, hasta que llego a la casa, me baño, me froto la herida (que es
bien pequeña, como dos puntitos sangrantes que curo con alcohol) y, entonces, después de todo esto, cuento la
escena a mi compañera y a una amiga, las cuales se muestran a favor de
acompañarme a la posta médica para que vean mi caso.
Es, en la posta, donde acontece,
quizá, la parte más surrealista de este relato. Entramos allí las tres,
inconscientes de nosotras, cantando la canción de Shakira “Rabiosa”, y preguntamos en el mostrador, ahí nos dicen que
vayamos a Enfermedades Mentales. Pero lo dicen así de una manera
impersonal, como si estuvieran obnubiladas mirando a Dios. Dicen "vayan Enfermedades
Mentales", y señalan una puerta con la voz perdida y sin mirarnos a
los ojos. Dios las debe tener
encandiladas.
Abrimos esa puerta sin saber que nos adentramos
a otra dimensión. Un hombre nos espera detrás de un escritorio, rodeado por la
estatuilla de una cabeza de cocodrilo con sombrero, y una Inka-Cola
gigante. De frente, junto a él, establece pronto sus reglas, poniéndonos antes
sobreaviso, de que la información que vamos a recibir es crucial, y de que
debemos prestar la mayor atención. Me pregunta en primer lugar qué hago allí, y
yo le digo con una sonrisa de medio lado avergonzada, que estoy allí porque me
mordió un perro. Mi segunda respuesta será: porque
lo pise. Él, no muestra, sin embargo, el más mínimo atisbo de tomar el
asunto a broma, yo tampoco lo tomo a broma en realidad, pero me encanta
suavizar todo con humor.
Acto seguido me dice que va a
hacerme una serie de preguntas, las preguntas eran del tipo: Nombre, dirección,
estado civil, profesión, y es en profesión etc. Y es en profesión, dónde me dice que estupendo
que yo sea profesora porque, justo, están haciendo una campaña para prevenir en
las escuelas la epidemia de la rabia. ¿Epidemia?
¿tanto así? pienso. Entonces pasa algo increíble, me habla de la campaña
para las escuelas, a la vez que me pasa un poster doblado. Cuando despliego el
poster no doy fe de lo que estoy viendo; se trata de una imagen enorme de un
hombre con la mitad de la cara destrozada, con la piel colgando, sin ojo, sin
la mitad de la boca. Una imagen a todas luces aterradora, y debajo de ésta, la
foto de un perro con la boca abierta en actitud amenazante. Estoy observando la
foto con los ojos abiertos como platos, al tiempo que me dice: Ese hombre murió tres horas después. ¡No. puedo creerlo! ¿Piensa enseñar esto a
los niños? O ¿de qué se trata?
Para que ubiquen mejor al
personaje, les diré que debía tener unos cincuenta años, de tez medio oscura,
peluquín moreno, y lentes pequeñas, y en la parte superior de uno de los
cristales de las lentes, una pequeña pegatina con el número catorce impreso. Pienso
que puede ser el precio de las mismas, catorce soles que nadie se ocupó de
despegar de la lente.
Sigue hablándome de la amenaza
que supone la rabia para la sociedad, cuando, intento desviarlo hacía cosas más
concretas del talente de: ¿Usted cree que
moriré? y ¿Cuánto tiempo me queda? Él, ni corto ni perezoso, me dice: Lo primero que hay que hacer cuando te
muerde un perro, es desinfectar bien la herida, aunque sea con orines. En
mi cabeza no dejo de plantearme si se refiere a mis orines o a los del perro, y
esto hace que una sonrisa cruce mi cara. Ahí es cuando, el inspector de
sanidad, el único, según sus propias palabras, capaz de dar órdenes a los
médicos, me dice: Es un tema serio, no se
ría, y yo le respondo:¡oh si! por supuesto, si no hay agua, lo
mejor es el orín. Incluso lo podrías
beber, continúa él.
Aunque, estoy flipando con esta
persona, no deja de inquietarme la pandemia que anuncia, ahora que de pronto,
siento mi pierna ardiendo y latiendo con fuerza. Así que, intento necia de mi,
que la cosa avance hacía una posible solución a mi problema, y le pregunto qué
debo hacer, si he de ponerme o no la vacuna (antes le había enseñado la
mordedura, pero dudo mucho que la viera). Su respuesta es que la mejor solución
viene a ser vigilar al perro y conocer a su dueño. Sí al cabo de cinco días el
perro continúa con vida, dado que el virus de la rabia (si es que este perro lo
tuviera) habría de matarlo en cinco días, entonces, si el perro sobrevive a
esos cinco días, yo también lo haré.
Día 27 de Abril del año 2013,
son las dos y media de la tarde, han pasado dos horas desde que el perro me
mordió. El perro todavía respira y cojea.
Nuevamente encamino mis pasos al
Ministerio de Educación, sito a la altura de la cuadra 25 de Javier Prado, y no,
hacía la Avenida de la Poesía, San Borja, donde me aplazaron hasta las dos de
la tarde. Voy de frente al Ministerio porque llamé por teléfono y me dijeron
que la mamasita me había tomado el pelo, que ese trámite que quería hacer, se
resolvía en el mismo Ministerio, y que además era gratuito. La mujer que me
indicó como coger la combi de vuelta a mi casa, me ve ahora corriendo de nuevo
por la avenida, con la sutil diferencia, de que he cambiado todo mi vestuario
para no ser tan masoquista, ¡bastante difícil es la vida de por sí! Además
luzco las enormes gafas montura negra, del secretario de Estado de Richard
Nixon.
Estoy
otra vez de frente con esta chica, pero no quiero hacer translucir mi rabia, en ambas acepciones de la palabra, por lo que
intento moderarme. Ella me cuenta que la única solución posible, es la que me dio en la mañana. De modo que le
pregunto a otra persona, que a su vez corrobora lo que ha dicho ella, el único
que me ha mentido, por lo visto, es el del teléfono.
Vuelvo
a la Calle de la Poesía, son las tres y
media de la tarde, el Colegio de
Profesores del Perú cierra a las cinco y media, todavía mantengo la
esperanza de terminar el trámite hoy. La
pierna en la que se dibujan dos colmillitos, me duele un poco. Entro a la
dependencia del Ministerio de Educación, ¡por fin pueden atenderme! El guardia
de seguridad de la puerta se ríe cuando me ve volver por allí, y me desea
suerte, le contesto Dios te oiga. Me
dirijo al “Pabellón D”, tengo noventa soles en el bolsillo, y muchas ganas de
que esto acabe de una vez.
En
el “Pabellón D” pregunto por el señor en cuestión que se ocupa de estos casos,
nadie sabe quién es, aunque se encuentra a unos cuantos biombos al costado.
Todos me miran como si tuviera un mono sentado sobre mi hombro. Parece que
nunca hubieran visto a una española apurada. Por fin, alguien me hace un gesto
con la cabeza que parece indicarme, que el señor se encuentra a mi costado y,
efectivamente, ahí está. Saco mis títulos mientas expongo mi caso. Estoy dispuesta
a pagar ya y terminar rapidito. Pero el señor Rojas tiene, ¿Cómo no? Otra mala
noticia que darme. La última del día, pero la definitiva. Si, él es el
encargado de autentificar mi título, felizmente le puse la Apostilla de la Haya en España, sin embargo, no puede hacer nada de
esto hasta que no haya ido, a la Asamblea
de Rectores de Lima, donde evaluarán la validez del título, previo pago del
montante de mil quinientos soles.
Ahora
sí tengo ganas de llorar. Doblo los papeles con la cabeza agachada, mientras
los introduzco en un canuto de plástico(los guardo siempre ahí para que
no se estropeen). Todo esto lo hago en el más absoluto
silencio. Me siento como la prostituta que después de haber sido montada con
violencia por un hombre horrible, se viste mientras espera sus moneditas.
Pienso
que, quizás, debería pelear un poco más con este hombre. Le pregunto un par de
veces sí, en verdad, es necesario lo de la asamblea. Espero que se ablande,
pero sé que no lo hará, en parte porque está rodeado de otros cuatro hombres y,
en parte porque llevo mis
kissinger-gafas, y la camisa más fresca,
ancha y opaca que encontré en mi armario.
Me
encamino a mi casa. Anochece. Son las seis y media de la tarde, del día 27 de
Abril del año 2013. Por lo menos el perro continúa con vida.