viernes, 26 de abril de 2013

El dia que me mordió un perro/ El día en el que no conseguí colegiarme




Veo pasar los coches de este lado del parque de Barranco, las vendedoras de piqueo, y la gente corriendo por la avenida hipercontaminada, por el humo negro que expulsan estas combis compradas a Japón, hará un par de décadas. Son las ocho de la mañana, tengo que coger una combi que diga “Toda Arequipa”. Mi intención es bajarme en Lince, donde queda, el Colegio de Profesores del Perú. Pregunto a una chica, de pelo amarrado bajo una diadema, cuál de estos cientos de carros puede ser el elegido. Ella responde a mi pregunta parando cada carro que pasa y preguntando directamente al conductor, eso también podía hacerlo yo, pienso, soy europea pero tengo brazos y boca, más bien le preguntaba en pos de una respuesta más científica.

Ha parado ya cuatro carros, y por fin al quinto me subo, voy directa toda Arequipa con mis títulos en la mochila, llevo una camisa blanca de manga larga, ligeramente transparente, por lo que me puse otra camiseta blanca de tirantes debajo (En el colegio de profesores del Perú, piden elegancia para las damas y los caballeros, así dice la información que busqué en internet). También visto pantalón largo negro, pitillo y ajustado a la moda europea, sólo después, sabré cuánto bien me ha hecho elegir esta prenda. A su vez,  me he quitado mis gafarronas de Henry Kissinger para embellecerme, y apelar así a la clemencia de algún señor si, llegado el caso, fuera necesario. En la combi suena “El día de mi suerte” de Hector Lavoe, y yo, que todavía no he sufrido el día que tengo por delante, al ver la combi llena a reventar, y después de escurrirme, aplastarme y perrearme con unos y con otros, pienso para mi “ay sí ¿cuándo llegará?”

Llegando al Óvalo de Miraflores consigo sentarme y disfrutar del trayecto, la mañana es calurosa pero no tanto, todavía no me estorba la camisa, y me siento relativamente orgullosa de lo que estoy haciendo por mí. De este esfuerzo desmedido por trabajar en lo que me gusta; hace poco menos de tres meses, estaba en España trabajando en una zapatería día y noche, y soñando con hacer esto, alucinándome el Dorado en Lima, como otros lo hacían con Colombia. Y, todavía, trabajaba en la zapatería con suerte y con enchufe, pues llevaba casi un año buscando trabajo sin parar, en todos sitios, y sin resultados. De tal magnitud es la crisis que sufrimos en España.

Al colegio de profesores se accede por una puertita, al lado del Centro Comercial Risso. Por supuesto cuando llego la puerta está cerrada, son las nueve menos diez de la mañana, y sé, por lo que he vivido en Perú, que aunque la hora de apertura sea a las nueve, me quedan por delante, al menos, cuarenta minutos de espera frente a esta puerta. Dicen que la persona inteligente es aquella que sabe adaptarse a las nuevas situaciones, yo debo ser jodidamente estúpida, dado que todavía no he sido capaz de ser impuntual en Perú. Por lo que, si hiciera un gráfico de mi tiempo, el periodo de espera ganaría con creces al de acción, en esta ciudad de los Reyes, que por otro lado tiene su encanto, y que todos, en parte, odiamos tanto como amamos.

He subestimado a los peruanos, al final sólo espero media hora y subo rauda la escalera que me lleva al tercer piso, que en realidad es un segundo, no entendí muy bien eso, ¿pero qué más da? De ahí me despacha una chica competente y simpática, que me indica cómo hacer mis trámites, tengo que pagar veinte soles nada más, pero he de ir antes a el Ministerio de Educación, sito a la altura de la cuadra 25 de Javier Prado, para que me “autentiquen” los títulos. La fotocopia que me alcanza la chica dice “Presentar copia autenticada del título”. No sabía que existiera el verbo autenticar, yo hubiera dicho autentificar pero, ahora, el hecho de que el corrector de Word no subraye la palabra me hace empezar a dudar.

Estoy otra vez en camino en una nueva combi, y no sé, ni puedo imaginar lo que me espera. Indico al conductor de la combi, sí por favor, me puede pasar la voz a la altura de la cuadra veinticinco de Javier Prado. Este me dice que sí por supuesto, pero cuando llega a la cuadra veinticinco se olvida, y yo que ando mirando, en la veintisiete pienso: “bueno ya está bien” y se lo digo. Me bajo en la 27, retrocedo dos cuadras, ya estoy en la 25, cruzo un puente elevado y diviso el Ministerio de Educación. Es un edificio gris y alto, que simula ser una torre de libros apilados unos detrás de otros. Cruzo la puerta de entrada, y me encuentro con una mamasita ricachona, que está sola para toda el área de información. Pocos minutos después se encuentra respondiendo a mis preguntas azoradas y sudorosas, pues el calor ya ha empezado a notarse y yo me he vestido como para un entierro musulmán. Caminando con mi burqa por la Javier Prado, se me ha deshecho un poco la guapura que tenia ensayada, y cuando la mamasita del mostrador, me dice que tengo que ir a otra parte a convalidar mi título, se me hincha, al tiempo, la vena de la frente, pero todavía mantengo la compostura, y digo “ya, está bien” (después de meses en Perú, intercalo el “ya” con el “vale”, para no renunciarme del todo). Entonces ella continúa buscándome las cosquillas y me dice “pero no abren hoy hasta las once”. Son apenas las diez, así que esa noticia me desagrada. Pero sigo adelante, cabeza en alto, pecho erguido, “acuérdate de la zapatería y del McDonald´s”.

Salgo a la calle, la buena noticia es que ese edificio, dónde definitivamente, van a convalidar mis títulos (ésta sí es la mía, imposible que me manden a otro lado) queda relativamente cerca, es decir, puedo ir andado. Tanto así, que me planto en la puerta en escasos diez minutos. ¡Vuelvo a ser una musulmana feliz! Pregunto en la ventanilla por mi caso en particular, ya sé que no atienden hasta las once, pero por si acaso, ¿quién sabe? En ventanilla me dicen que, de las once, han pospuesto la hora hasta las dos. Soy ese niño que se calló al pozo, tengo la pierna quebrada e ínfimas energías para gritar llamando a mis papás. Está bien, lo acepto también, más derrotada que convencida de mis fuerzas. No sé en qué estado volveré, pero conociendo mi tenacidad, de seguro en tres horas volveré. Me encamino al punto de partida, a mi casa en Barranco, límite con Chorrillos.

Pero no me bajo cerca de mi casa, si no a medio camino, cerca del supermercado Metro para cambiar dólares, porque me han dicho que cuesta 88 soles “autenticar” mi título. Cambio los dólares, hoy el dólar está alto, a dos con sesenta ¡No es un mal día después de todo! También hago el ingreso de los veinte soles que cuesta colegiarse. Eso supone empezar la casa por el tejado, porque, antes, tenía que haber autentificado mi título, pero bueno, lo hago porque estoy con esperanzas renovadas en mis capacidades. De camino a la casa, con mi burqa sudado, y mis lentillas que perforan mis ojos (sobre todo la izquierda) y mis pies que se arrastran por la pista, tropezando con todo y dudando ante todo, intento salvar la situación con mi lentilla, cierro el ojo y restriego mi puño contra él, en un vano intento de que se acople a la fuerza. Pero nada de eso pasa cuando, de repente, oigo un aullido horrible, y caigo en la cuenta de que mi pie está sobreelevado, al tiempo, que dos pinchazos agarran mi pierna en forma de tenaza. No sé qué pasa, y no entiendo casi nada, hasta que me doy la vuelta, y veo tras de mí, a un perro cojeando y aullando. Yo estoy más o menos en su misma situación, pero en lugar de lamerme como él, me limito a cubrirme la pierna mordida con la mano.

Entonces, un vagabundo que lo vio todo me pregunta: ¿Qué pasó? ¿lo pisaste? A lo que yo, en una evidente regresión a la infancia, respondo: Si, ha sido sin querer. Pero él me ha mordido. Y el pobre vagabundo continúa: No pasa nada mamita. Me voy de la escena del crimen ridícula y dolorida, mientras recuerdo “El perro Rabioso” de Horacio Quiroga. Cuento, en el que narra en primera persona, los síntomas de un hombre con rabia, sin que él se percate nunca de la enfermedad que sufre. Así, poco a poco voy acrecentando mi hipocondríasis, hasta que llego a la casa, me baño, me froto la herida (que es bien pequeña, como dos puntitos sangrantes que curo con alcohol) y,  entonces, después de todo esto, cuento la escena a mi compañera y a una amiga, las cuales se muestran a favor de acompañarme a la posta médica para que vean mi caso.

Es, en la posta, donde acontece, quizá, la parte más surrealista de este relato. Entramos allí las tres, inconscientes de nosotras, cantando la canción de Shakira “Rabiosa”, y preguntamos en el mostrador, ahí nos dicen que vayamos a Enfermedades Mentales. Pero lo dicen así de una manera impersonal, como si estuvieran obnubiladas mirando a Dios. Dicen "vayan Enfermedades Mentales", y señalan una puerta con la voz perdida y sin mirarnos a los ojos.  Dios las debe tener encandiladas.

 Abrimos esa puerta sin saber que nos adentramos a otra dimensión. Un hombre nos espera detrás de un escritorio, rodeado por la estatuilla de una cabeza de cocodrilo con sombrero, y una Inka-Cola gigante. De frente, junto a él, establece pronto sus reglas, poniéndonos antes sobreaviso, de que la información que vamos a recibir es crucial, y de que debemos prestar la mayor atención. Me pregunta en primer lugar qué hago allí, y yo le digo con una sonrisa de medio lado avergonzada, que estoy allí porque me mordió un perro. Mi segunda respuesta será: porque lo pise. Él, no muestra, sin embargo, el más mínimo atisbo de tomar el asunto a broma, yo tampoco lo tomo a broma en realidad, pero me encanta suavizar todo con humor.

Acto seguido me dice que va a hacerme una serie de preguntas, las preguntas eran del tipo: Nombre, dirección, estado civil, profesión, y es en profesión etc.  Y es en profesión, dónde me dice que estupendo que yo sea profesora porque, justo, están haciendo una campaña para prevenir en las escuelas la epidemia de la rabia. ¿Epidemia? ¿tanto así? pienso. Entonces pasa algo increíble, me habla de la campaña para las escuelas, a la vez que me pasa un poster doblado. Cuando despliego el poster no doy fe de lo que estoy viendo; se trata de una imagen enorme de un hombre con la mitad de la cara destrozada, con la piel colgando, sin ojo, sin la mitad de la boca. Una imagen a todas luces aterradora, y debajo de ésta, la foto de un perro con la boca abierta en actitud amenazante. Estoy observando la foto con los ojos abiertos como platos, al tiempo que me dice: Ese hombre murió tres horas después. ¡No. puedo creerlo! ¿Piensa enseñar esto a los niños? O ¿de qué se trata?

Para que ubiquen mejor al personaje, les diré que debía tener unos cincuenta años, de tez medio oscura, peluquín moreno, y lentes pequeñas, y en la parte superior de uno de los cristales de las lentes, una pequeña pegatina con el número catorce impreso. Pienso que puede ser el precio de las mismas, catorce soles que nadie se ocupó de despegar de la lente.

Sigue hablándome de la amenaza que supone la rabia para la sociedad, cuando, intento desviarlo hacía cosas más concretas del talente de: ¿Usted cree que moriré? y ¿Cuánto tiempo me queda? Él, ni corto ni perezoso, me dice: Lo primero que hay que hacer cuando te muerde un perro, es desinfectar bien la herida, aunque sea con orines. En mi cabeza no dejo de plantearme si se refiere a mis orines o a los del perro, y esto hace que una sonrisa cruce mi cara. Ahí es cuando, el inspector de sanidad, el único, según sus propias palabras, capaz de dar órdenes a los médicos, me dice: Es un tema serio, no se ría,  y yo le respondo:¡oh si! por supuesto, si no hay agua, lo mejor es el orín. Incluso lo podrías beber, continúa él.

Aunque, estoy flipando con esta persona, no deja de inquietarme la pandemia que anuncia, ahora que de pronto, siento mi pierna ardiendo y latiendo con fuerza. Así que, intento necia de mi, que la cosa avance hacía una posible solución a mi problema, y le pregunto qué debo hacer, si he de ponerme o no la vacuna (antes le había enseñado la mordedura, pero dudo mucho que la viera). Su respuesta es que la mejor solución viene a ser vigilar al perro y conocer a su dueño. Sí al cabo de cinco días el perro continúa con vida, dado que el virus de la rabia (si es que este perro lo tuviera) habría de matarlo en cinco días, entonces, si el perro sobrevive a esos cinco días, yo también lo haré.


Día 27 de Abril del año 2013, son las dos y media de la tarde, han pasado dos horas desde que el perro me mordió. El perro todavía respira y cojea.

Nuevamente encamino mis pasos al Ministerio de Educación, sito a la altura de la cuadra 25 de Javier Prado, y no, hacía la Avenida de la Poesía, San Borja, donde me aplazaron hasta las dos de la tarde. Voy de frente al Ministerio porque llamé por teléfono y me dijeron que la mamasita me había tomado el pelo, que ese trámite que quería hacer, se resolvía en el mismo Ministerio, y que además era gratuito. La mujer que me indicó como coger la combi de vuelta a mi casa, me ve ahora corriendo de nuevo por la avenida, con la sutil diferencia, de que he cambiado todo mi vestuario para no ser tan masoquista, ¡bastante difícil es la vida de por sí! Además luzco las enormes gafas montura negra, del secretario de Estado de Richard Nixon.

Estoy otra vez de frente con esta chica, pero no quiero hacer translucir mi rabia,  en ambas acepciones de la palabra, por lo que intento moderarme. Ella me cuenta que la única solución posible,  es la que me dio en la mañana. De modo que le pregunto a otra persona, que a su vez corrobora lo que ha dicho ella, el único que me ha mentido, por lo visto, es el del teléfono.

Vuelvo a la Calle de la Poesía, son las  tres y media de la tarde, el Colegio de Profesores del Perú cierra a las cinco y media, todavía mantengo la esperanza de terminar el trámite hoy.  La pierna en la que se dibujan dos colmillitos, me duele un poco. Entro a la dependencia del Ministerio de Educación, ¡por fin pueden atenderme! El guardia de seguridad de la puerta se ríe cuando me ve volver por allí, y me desea suerte, le contesto Dios te oiga. Me dirijo al “Pabellón D”, tengo noventa soles en el bolsillo, y muchas ganas de que esto acabe de una vez.

En el “Pabellón D” pregunto por el señor en cuestión que se ocupa de estos casos, nadie sabe quién es, aunque se encuentra a unos cuantos biombos al costado. Todos me miran como si tuviera un mono sentado sobre mi hombro. Parece que nunca hubieran visto a una española apurada. Por fin, alguien me hace un gesto con la cabeza que parece indicarme, que el señor se encuentra a mi costado y, efectivamente, ahí está. Saco mis títulos mientas expongo mi caso. Estoy dispuesta a pagar ya y terminar rapidito. Pero el señor Rojas tiene, ¿Cómo no? Otra mala noticia que darme. La última del día, pero la definitiva. Si, él es el encargado de autentificar mi título, felizmente le puse la Apostilla de la Haya en España, sin embargo, no puede hacer nada de esto hasta que no haya ido, a la Asamblea de Rectores de Lima, donde evaluarán la validez del título, previo pago del montante de mil quinientos soles.
Ahora sí tengo ganas de llorar. Doblo los papeles con la cabeza agachada, mientras los introduzco en un canuto de plástico(los guardo siempre ahí para que no se estropeen). Todo esto lo hago en el más absoluto silencio. Me siento como la prostituta que después de haber sido montada con violencia por un hombre horrible, se viste mientras espera sus moneditas.
Pienso que, quizás, debería pelear un poco más con este hombre. Le pregunto un par de veces sí, en verdad, es necesario lo de la asamblea. Espero que se ablande, pero sé que no lo hará, en parte porque está rodeado de otros cuatro hombres y,  en parte porque llevo mis kissinger-gafas, y  la camisa más fresca, ancha y opaca que encontré en mi armario.
Me encamino a mi casa. Anochece. Son las seis y media de la tarde, del día 27 de Abril del año 2013. Por lo menos el perro continúa con vida.

miércoles, 17 de abril de 2013

Mi hermana es un zombie


Estoy en Murcia preparando la cena, ahora que mi hermana se ha ido no sé dónde, y me ha dejado por fin ayudar en algo. Estamos cocinando tacos, en este momento doy vueltas a la cebolla, y a la pechuga de pollo en la sartén, removiendo siempre en forma circular. Entonces la oigo acercarse arrastrando una pierna a lo largo del pasillo de nuestro antiguo piso. Ya sé lo que viene a continuación, la adrenalina asciende a lo largo de mi cuerpo que se convierte, en segundos, en pura ciudadela defensiva. Ahí viene, arrastrando la pierna y emitiendo sonidos roncos de ultratumba, esa hermana que hace las veces de muerto viviente, con la más veraz de las interpretaciones. Tanto, que a veces he pensando en matarla en plena catarsis para que no se coma mis intestinos.

 Yo sé que ella es feliz haciendo el zombie, pero me pongo demasiado nerviosa cuando hace esto, siempre pienso “ y si un día fuera de verdad” y “¿Cómo podría saber si es verdad o no , si siempre anda con la misma broma?” Me acuerdo siempre  del cuento del lobo y las ovejas, cuando mi hermana me somete a estas situaciones de riesgo. Ya cruza la puerta con la cara deforme en una mueca desorbitada, la boca abierta, torcida, inhumana, la pierna derecha cuelga a lo largo del suelo de modo que, si este fuera de arena, dejaría un hondo surco a su paso. Cinco segundos antes me había estado preparando para su dramatización, había sacado la sartén del fuego previniendo que, con toda probabilidad, no iba a estar ahí  para vigilar el pollo y la cebolla. También agarré, de camino al otro lado de la mesa de la cocina, otra sartén, ésta vacía, para golpearle en la cabeza si es que la cosa se pone fea de verdad. Si es que esta vez, es la vez.

Mi cuñado ni se inmuta, sigue sentado de espaldas a la puerta por donde ha de entrar el zombie, hablando de su proyecto de doctorado, o de Depeche Mode. Le hago unos gestos nerviosos, para que se levante y se ponga a salvo, pero él como quién oye llover, continúa con su chachara, levantando el tono en análoga relación a la proximidad del zombie, cuyos alaridos empiezan a envolver la habitación en que nos encontramos.  

Desde este lado de la  mesa de la cocina tengo casi todas conmigo para escapar, en primer lugar porque mi cuñado sería,  por posición y actitud, el primero en morir. Que conste que a mí no me gusta la idea de que mi cuñado muera, le he cogido mucho cariño, es buena gente, pero obviamente, por pura inconsciencia e imprudencia, merece morir.

Luego está la mesa, me encuentro justo en el otro extremo de la mesa, de forma paralela a donde se situará mi hermana, o lo que quede de ella.  En esta posición será fácil jugar con ella al juego de la silla o al corre que te pillo, si es que tengo la suerte de que mi hermana se haya transformado en un zombie clásico, a lo Romero, si es el infectado de “28 días después”, arrasará con la mesa, o la saltará en medio segundo devorando después mis órganos con total impunidad. Sólo Dios sabe en qué versión cinematográfica se pueda reencarnar mi hermana. Por el momento, es fan de Romero en todas sus actuaciones, pero a la hora de la hora nadie sabe. 

¡Ajá, ahí está! Primero una mano agarra el marco de la puerta haciendo de palanca de impulso para el resto del cuerpo, luego la otra ¡maldita sea! el siguiente actor en aparecer es la cabeza mordedora. Y por fin, ¡He la ahí! Tiene movimientos más bruscos de lo acostumbrado, además esa camisa blanca que lleva puesta le da un aire ciertamente romántico y  la asemeja a un personaje de “Cemetery Man”.

 El nuevo disco de Depeche Mode es una maravilla, tienes que oírlo. ¿Te pongo una canción? Venga te la voy a poner, ¡no sabes la suerte que tienes Miriam de que yo te enseñe cosas tan buenas! Mientras pienso: ¡Inconsciente, inconsciente, inconsciente!

 El riquísimo olor de la cebolla frita y la carne sazonada, la nueva canción de Depeche, mi mirada de pánico y mi respiración acelerada. ¿Qué vas a hacer cuñado? ¿Cómo vas a poner música en  tu iphone cuando seas un amasijo de carne entre las mandíbulas de mi hermana? ¿Qué voy a hacer yo sin vosotros? ¿Quién se va a comer esos tacos?

En el transcurso de este relato he ido a comprar una cerveza porque ¡echo tanto tanto de menos a mi hermana! ¡Y ha sido tan evocadora esta narración de mis recuerdos de ella!, que no he tenido más remedio que bajar a la calle y encaminarme hacía el minimarket, con una bolsa que contiene dos botellas de chela vacías (aquí, en Perú, si llevas la botella te descuentan un sol) Así que llevo dos soles de vidrio, unos pantalones Nike y  mucha nostalgia porque, de hecho, hace demasiado tiempo que no veo a mi hermana.

Jonás por fin se ha percatado, ya no habla de Depeche ni de nada, en frente de él,  gimoteo sin parar. En un aullido sordo, consumo mis lágrimas que se mezclan con el sudor helado que resbala de mi frente.  Estoy congelada, ¡qué inocente fui al pensar que esta mesa podría servirme para algo! Tengo ganas de abrazarla, y a la vez, en mi foro interno, me imagino salvando a Jonás, aunque sé que eso significaría terminar de matarla, desaparecerla de una vez.  Este es con diferencia es el peor día de mi vida. Mi cuñado que la quiere como yo, debe estar planteándose  todas estas opciones en su cerebro porque, incapaz de realizar cualquier movimiento, únicamente mira de reojo a ese ser de piel carcomida que se encuentra a solo unos centímetros de él. Entonces se me ocurre chillar: “Chiva ¿qué haces?” llamando desesperadamente a ese ínfimo espectro de humanidad que pueda quedar todavía en ella. Pero nadie me responde.

jueves, 4 de abril de 2013

Mes en Lima


He pasado un mes viviendo en una habitación alquilada. La habitación era amplia, medio luminosa, con un colchón tirado en el suelo y un closet, como llaman por aquí al armario estos hijos de la colonización española y la neocolonización nortamericana. En el armario guardaba vasos de plástico que limpiaba en el cuarto de baño compartido por mí, y cerca de siete personas más, a lo que convendría sumar dos perros llamados Oso y Peluche, que con cierta frecuencia dejaban sus excrementos en medio del cuarto de baño, y con todavía más frecuencia orinaban justo al franquear la puerta del servicio, por lo que sin poder preverlo, te encontrabas con tu zapatilla metida en orines caninos.  Durante todo ese mes, salí muchas veces a la calle sin nada que hacer más que dar vueltas y pensar, y pensar en muchas cosas, la principal y más importante venía a ser "¿pero qué chuchas hago aquí?"  Y así, de esa manera tan absurda, veía como el sol se aparecía por mi ventana a las seis de la mañana y se escondía como a las siete, y pensaba: “vaya en todo este tiempo  no he hablado con nadie” Entonces mi cabeza se volvía más y más pesada, y se mantenía así medio  agachada por el peso del plomo. Con el tiempo me di cuenta que tenía que dejar de esperar cosas, que solamente tenía que estar, que a fuerza de estar todo se iría arreglando, al fin y al cabo el ser humano es un ser social, como la mayoría de los mamíferos, depende de esa anquilosada manía de vivir en sociedad. Puedo ser extraña, sin duda lo soy, pero no dejo por ello de ser humana, la misma genética me ayudaría, solo tenía que esperar.  Me han pasado las cosas que temía que pasaran, pero que de todas maneras tenían que pasar, y también me he reencontrado con los grandes a los que he podido hablar sobre los excrementos de Oso y Peluche, y además con todo lujo de detalles. Así es la vida en Lima, ahora que tengo una casa de verdad, con una compañera de verdad, y veo las palmeras a lo lejos desde mi ventana, y esas grúas que tiñen el paisaje limeño inspiradas en el desarrollismo que atraviesa el país.

  La sangre se confunde detrás de los focos, ya no es roja, ya no es sangre. Las balas se equivocan al salir de las armas, ya no es ca...