miércoles, 14 de septiembre de 2016

El desguace


Lo peor del Alprazolam es la resaca que deja: los ojos pesan, las pestañas pesan, la cabeza rota de un lado a otro como si sobre los hombros llevaras una gigantesca sandia. De modo que casi todo lo que te propones al despertar es menos interesante que seguir durmiendo. Ese era mi estado cuando  llamó a la casa por primera vez. Señora tiene que hacerse  cargo  de esta situación. Los parpados sellados  uno sobre otro. La voz  del otro lado expectante: ¿Qué situación?,  ¿con quién hablo? Las palabras han salido apenas a la superficie. Señora por Dios, deje de hacerse. Soy el mecánico de la calle Platerías. Oiga no sé qué pueda estar pasando entre usted y su marido, y no es de mi incumbencia. ¿Qué marido? Pregunto entre atónita y alagada. Nunca me creí capaz de tener un marido, de construir una de esas relaciones de adultos. Por Dios señora, el tono de desesperanza de la voz masculina empieza  a  ceder ante la irritación.  ¿Sabe qué? El coche lleva aquí más de seis meses, si ninguno de los dos viene por él, mañana mismo lo llevo al desguace.  Lo siguiente fue el golpe seco del auricular del teléfono.
Me senté en la silla de la cocina junto al bol  de cereales y  el café que acababa de preparar justo antes de la llamada. Una cucharada y soy la vaca que rumia  con los carrillos llenos, y no la joven de la publicidad que come sus Corn Flakes  con el sol matutino cayéndole sobre la melena. ¿El mecánico de la calle Platerías?, ¿en la calle Platerías hay algún mecánico? Dudo mucho que haya un mecánico en esa calle ya que es una de las más  pijas de la ciudad. Las tiendas del lugar suelen vender cosméticos  de  marca, ropa de diseño, comida gourmet, aunque también es posible encontrar allí uno que otro establecimiento de loterías, supongo que por el dicho ese de que “el dinero llama al dinero”.
Engullo los  cereales, es hora de hacer mi ronda de currículums. Antes solía discriminar aquellos establecimientos que no tenían nada que ver con mi formación, eso ocurrió durante los primeros tres meses. Ahora al  azar, haciendo caso omiso al cartel del negocio, dejo currículum tras currículum. No son necesarias muchas cosas  para una labor como la mía, solo un buen calzado y disponer de una voluntad de hierro que no se deje amedrentar ante expresiones como: “este es un negocio familiar, entre nosotros nos damos abasto” o “Déjalo ahí aunque no creo que haya ninguna vacante”.  Igual dejas el currículum y lo acompañas con una enorme sonrisa y con un “por si acaso”. Ya sabía que sería así  cuando tomé la decisión de regresarme de Perú y a lo hecho pecho y todas esas cosas. Sabía que sería así porque hace cuatro años tomé la misma decisión pero a la  inversa con la finalidad de huir de los currículums y la desesperanza.

Caminando por la calle Juan Carlos Primero puedo sentir el aroma de la primavera, el romero y el azahar, lo que anima un poco mi ingrata labor. Mañana llevarán el coche al desguace  pienso una y otra vez. ¿Qué tipo de coche será? Es una pena que lleven los coches al desguace. “Mañana llevaré el coche al desguace”, esa frase me hace pensar en un libro de Lem, “El  regreso de las estrellas”  o algo así se llamaba, dónde planteaba una sociedad futurista en la que los robots habían sustituido a los humanos en muchos tipos de labores. En un pasaje de la novela Lem relataba cómo, en el cementerio de los robots que habían quedado anticuados, podían oírse  las suplicas  patéticas y desesperadas de algunos de ellos prometiendo actualizar sus sistemas operativos o responder con mayor prestancia ante las exigencias de sus respectivos cargos.  Finalmente sus voces quedaban acalladas  por las de la apisonadora que terminaba demoliendo sus circuitos y  convirtiéndolos en chatarra. ¿Sucederá eso con mi supuesto coche? ¿Estará ahora mismo suplicándonos socorro a mí y a mi marido? La idea me parece tan absurda que empiezo a reírme para mí y no dejo de hacerlo hasta que he entregado todos los currículums desde Juan Carlos Primero hasta Santo Domingo, lugar en el que nace una placita  que hay en el centro de la ciudad, muy cerca de la Universidad de letras dónde estudié hace ya más de diez años. La plaza está coronada por un ficus inmenso, y alrededor del mismo aparecen salpicados aquí y allá bancos de madera techados para que ninguna de las ramas del árbol descalabre a la gente que se encuentre sentada en ellos. En el centro, una estatua en bronce que recrea un grupo de  personas cogidas de  la mano, entre ellas adultos y niños, y rodeando todo esto un Burger King y varias heladerías con mesas en el exterior. 
Muy cerca de Santo Domingo está la calle Platerías. Decido ir allí solamente para cerciorarme de que, tal como intuyo, no hay ningún taller mecánico allí.  Cruzo la plaza rápidamente y en mi velocidad consigo distinguir el cartel de un animal desaparecido pegado sobre una de  las últimas farolas que rodean la plaza. Siempre miro los carteles de animales  desaparecidos por si pudiera prestar, casualmente, algún tipo de ayuda a las personas sufrientes, pero sobre todo para sentirme compasiva con el dolor ajeno. Este cartel llama poderosamente mi atención. Es una foto a todo color de un gato, y el gato se parece muchísimo al mío, bueno a la mía. De hecho hasta la foto me es familiar, creo  que yo le he tomado en otro tiempo una foto parecida a mi gata. No puedo creerlo, ¿cuántas posibilidades hay? ¡La gata también se llama Buffy! Es blanca y tiene manchas amarillas alrededor de las orejas. Incluso el mensaje trasluce mi estilo: “He perdido a mi gata Buffy. Buffy era muy importante para mí. Sé que es casi imposible encontrar un gato desaparecido porque casi todos los gatos son iguales, y  porque son por naturaleza esquivos, por eso he impreso la foto a color. Por favor miren con atención a los gatos, y sin ven una gata blanca con orejas amarillas, llamen a mi móvil que es este: 980xxxxxxx” ¡Ese es mi número de teléfono! ¡Pero yo no he escrito, ni he impreso, ni he pegado ese cartel!  Al menos no recuerdo haberlo hecho. 

La sensación de vacío se apodera de mí. Rechazo completamente el plan que tenía y doy media vuelta como una exhalación. Si no encuentro a Buffy en mi casa no sabré que pensar. Subo las escaleras de los cinco pisos, el corazón se agita dentro de mi pecho venciendo completamente la resistencia que le imponía el ansiolítico de anoche. Abro la puerta. Buffy no sale a recibirme como tantas veces. La llamo con la desesperación del ahogado. ¡Buff, Buffy, Buuuuuffy! Empiezo a buscar por toda la casa, pero interrumpo todo para contestar al teléfono cuya réplica desesperante había ignorado, pero que a estas alturas me doy cuenta, no debería hacerlo porque igual se trata de alguien con información acerca de mi gata desaparecida. Señora – es una voz conocida pero no acierto a ubicar de quién- Señora siento anunciarle que he procedido a llamar a la grúa. Ya que ni usted ni su marido se personan en el taller…DISCULPE SEÑOR, PERO YO NO TENGO NI MARIDO, NI COCHE, NI CARNET DE CONDUCIR. Grito totalmente descontrolada. Ya ya, lo que usted diga, me contesta una voz claudicante del otro lado. Le mandaré la factura con un notario a la dirección que su marido me dio: calle La Flota 365, 5° D. ¡Mierda! ¡Esa es mi jodida dirección! ¡Seeeeeeeñor! Seeee- esa es mi di…Por favor, espere. Cancele esa orden por favor. Cancele la grúa. I.. iré a ver qué es lo que está pasando... todo esto yo… yo no lo entiendo señor. Pe, pe pero estaré allí  en media hora. Está bien entonces llegará antes que el servicio grúa, me contesta secamente y cuelga sin despedirse. 
Salgo de mi casa corriendo igual que entré, aunque antes de cerrar la puerta me cercioro, como siempre, de que la gata no haya seguido mis pasos, de que no se escape. Camino por la calle Platerías y a mi paso veo los negocios que esperaba ver: la estatua de un gato negro que recibe a los clientes de un establecimiento de loterías, perfumerías que anuncian Carolina Herrera, varias boutiques de ropa de firmas italianas. Ni rastro de un taller mecánico. 
En un desesperado intento  por seguir los pasos de la irracionalidad que me han llevado hasta allí, pregunto a un señor entrado en años, que se me ocurre, es el público objetivo de un supuesto taller mecánico. Para mi sorpresa el taller  existe. Es el taller del Lucho, a solo dos calles a la izquierda de donde me encuentro, giras a la izquierda y otra vez a la izquierda me dice, pero debe estar a punto de cerrar, ese siempre descansa a medio día. Esa última advertencia vuelve mis pasos más ansiosos. Aunque existiera ese taller dudo mucho que pudiera encontrarlo con este ritmo  frenético, pero ahí está, tras el último giro a la izquierda  una persiana a medio bajar y un letrero: Reparación automotriz Lucho e hijos. Las lágrimas salen de mis ojos como fluido inconsciente. Me agacho para pasar por debajo de la puerta, entro con las mejillas llenas de lágrimas. Dentro la oscuridad se fragmenta hacía un triste hilo de luz que se proyecta tras una puerta detrás del mostrador. Grito desde mi lado del mostrador: Señor Lucho soy yo. Vine a buscar  el coche. La oscuridad va cediendo más y más con la luz que el movimiento de la puerta lanza sobre ella. 
¡Ah! ¡Milagro! ¡Es usted! Pensé que a los dos se los había tragado la tierra. Tiene los ojos pequeños, ojerosos, demasiado juntos, tan juntos que la mirada dura con la que me recibe pareciera provenir de un solo ángulo. Debe tener más de sesenta años, debe estar próximo a la jubilación. Me imagino que es el típico padre de familia que los  domingos en la mañana ve toros en la tele  y por la noche los partidos de Racing con sus hijos. Eso me da cierta tranquilidad. También el hecho de observar como sus fracciones se han ido relajando ante mis lágrimas hasta adoptar un rictus de conmiseración. Para serle franco, me dice, nunca llamé a la grúa, por favor no llore, entiendo que en estos tiempos de crisis… uno no sabe cómo pagar sus cuentas… ¡sí lo sabré yo! Pero eso no les da derecho a mentir, eso no les da derecho a tratar a Lucho como si fuera un tonto o un loco. El coche está ahí detrás por si quiere verlo. Totalmente reparado, el freno de mano funciona perfectamente, tal como le dije a su marido, era un arreglo menor. ¡Son solo cincuenta euros por el amor de Dios! Yo no digo nada, solo sorbo mis mocos y agacho la cabeza con vergüenza. 
Me dirijo hacía la parte trasera del establecimiento, adentrándome en la misma habitación por la que lucho salió. Hay un solo coche estacionado allí, así que ese debe ser mi auto. Reconozco  que hubiera elegido ese color para un auto. La puerta del conductor está abierta, me grita Lucho desde la otra habitación. Subo al coche. Mi corazón da otro vuelco. Todo lo que hay en su interior habla de él. El cojín azul con dibujos infantiles que le regalé cuándo fuimos a comprar a ese supermercado hará dos años. El compilado que hay en la unidad de CD, sus gustos, los trazos de su escritura sobre CD. El cojín bañado con pelos de Buffy, y la  soledad más que patente en este coche que nadie se va a ocupar de desguazar.

  La sangre se confunde detrás de los focos, ya no es roja, ya no es sangre. Las balas se equivocan al salir de las armas, ya no es ca...