Recuerdo
que estaba caminando por el Mercado de
las Flores, cuando me di cuenta que tenía migajas de pan en los labios,
entonces saqué mi lengua ávida, aunque escéptica, pues hasta hacía unos segundos,
ni sospechaba que pudiera haber un bocadillo a un kilometro de distancia. Y mi
lengua, de derecha a izquierda, recogió al menos tres migajas, y yo que tenía
focalizado ese bulbo de tulipán en esa bolsita hermética cerrada, junto a las
miles de bolsitas que se venden en el Mercado
de las Flores, estaba de repente en
la casa comiendo con él, un pan turco riquísimo (nada que ver con el pan negro
que nunca me gustó, quizá porque yo no tengo ascendencia alemana en mi sangre,
aunque indudablemente, sí judía). El bocadillo era de tortilla francesa, y le
había puesto queso dentro, suele colocar el queso en medio de la tortilla,
cuando ésta está todavía a medio hacer, para que se derrita y se funda con ella.
De
pie delante de mí, con los dos platos en las manos, me dice que es muy tonto
eso de los españoles, el que llamemos francesa a la tortilla, cuando
en el resto del mundo se le llama tortilla nomás, me dice, y yo le contesto
que es porque el resto del mundo no tiene que distinguirla de aquella otra
tortilla: ¡La madre de las tortillas de
mi madre patria! Sé que va a recibir mi comentario vanaglorioso
nacionalista, con una medio sonrisa ladeada, con la mirada caída fija en la
tortilla, y con un por Dios Miri, en forma
de susurro suplicante, pero rotundo. Y sé, que va a estar tan guapo cuando pase
todo eso, que no me lo quiero perder, ¡pero vaya si me lo pierdo!
Ahora
estoy frente a un canal. Conservo el
bocadillo de pan turco en la mano, mientras veo las bicis pendiendo en la
barandilla del canal, sujetas bocabajo, algunas agarradas sólo del manillar,
otras, de los radios, haciéndose hueco unas a otras como en un curioso Tetriss, y calle abajo hileras de bicis
también, y el musgo en las sillerías que rodean las puertas de los edificios, y
en las escaleras delgadas pero largas que llegan hasta los primeros pisos.
Me compadezco de mi misma, mientras miro el
brillo leve del sol reflejándose en el agua, me gustaría haberlo visto diciéndome por Dios Miri, pero la verdad es que sentía que lo estaba viendo
cuando no lo estaba viendo, y no hablo del recuerdo que se construye en la
cabeza, hablo de algo físico. Del mismo modo en que sé cuando voy a enfermar, o cuando algo feo preocupa a mi
madre, o a alguna persona que conozco bien. Del mismo modo intangible, me sabía
viviendo muchas cosas a la vez, una encima de otra, y sabía también que sólo
tenía que quitarme una capa de piel para encontrarme con Steven, y dos para estar en el Mercado de las Flores mirando un bulbo. Mientras asimilaba todas estas cosas mi ansiedad
iba en ascenso, porque si ésta sensación que andaba sufriendo iba a ser duradera,
y por tanto, continuarían así, acumulándose sucesivamente vivencias a más
vivencias, bien podría ser que no hubiera retorno, que nunca pudiera volver a
la vivencia que dejé a medio cuando acabé frente al canal, pues cada capa
añadida, hacía que aquello que viví fuera más y más chiquito, y estuviera a
cada rato más y más profundo, igual
que el
estrato íbero está por debajo del romano, y este por debajo del árabe etc.
Él
sigue hablándome, lo noto perfectamente bien, sus palabras llegan como un rumor,
como el ruido de la calefacción o de un coche arrancando, si el sonido de este
último fuera constante. Ahí están sus
palabras andando por mi piel, las noto circular en línea recta, y también
desplazarse en círculos. Por mi parte, he decidido no responderle porque sé,
que aunque así lo hiciera, no me escucharía a mí, sino a mi versión subterránea,
enterrada debajo de mi misma. De hecho debe estar escuchando cualquiera de mis
estúpidas ocurrencias ahora mismo. No sé lo que estamos diciendo, no lo percibo de manera clara, sólo distingo ese
vaivén constante en la monotonía del murmullo, a veces sobresaltado por mi carcajada
frenética, ¡vaya risotada la mía!, parece la de un malo de película, la verdad
es que me avergüenza bastante ahora que
la oigo desde afuera.
De
repente estoy tumbada en la cama, tengo varios buscadores abiertos, en todos
pone la misma cosa, Rocky Balboa download,
o Rocky VI sub spanish, lo que no me
extraña en absoluto, pues soy una fan declarada de la saga del boxeador,
especialmente de ésta que al parecer estoy buscando, sin hacer con ello ningún
tipo de feo a la increíble Rocky I, y Rocky IV, pero la sexta tiene algo que me
encanta; que todo ha pasado ya para el boxeador y, sin embargo, cuando Rocky se
sienta a mirar la obra de su vida, no
está sólo como todos esos viejitos que cuentan sus hazañas en soledad. Rocky habla
de su pasado por dinero. La gente va al restaurante Adrian´s para amenizar su cena con las historias del boxeador, y eso me hace pensar: ¡ah! ¡Qué maravilla ser Rocky y que la gente me escuche de vieja!
Pero
mientras pienso todo esto, me doy cuenta
de que estoy en la cama con las botas puestas, unas botas que han pateado las
calles mojadas de Ámsterdam, y entonces
me sobrecojo, pues mi mami, durante toda su vida, luchó porque yo recibiera una buena educación,
y me dijo un millón de veces que el
calzado no es para la cama, ni para el sofá, es para la calle y punto, por eso me quedo un rato perpleja mirando mis
botas entre las sabanas blancas. La reflexión y la lentitud con la que fluye mi
pensamiento, no me permiten hacer mucho.
Intento ordenar todo lo vivido para encontrarle sentido a lo que hago, pero
está claro que perdí la voluntad hace tiempo.
Estoy
andando por la calle, no sé si he visto Rocky o no, supongo que no, que busqué
la película para verla después, para cuando él volviera del trabajo, porque yo
ya he visto esa película muchas veces, y seguramente quería disfrutarla con él;
lamentablemente soy de la opinión de que compartir una buena película puede ser
decisivo en esos momentos en que juegas a la pareja en ciernes. Soy un poco
ñoña, esa es la verdad.
Todo
es muy raro, estoy pensando en mis pies y todavía los sitúo en la cama, con botas como
ahora, pero en la cama, y no cruzando el canal para llegar al Molino de la Cerveza. Eso me hace
recordar el capítulo que vi el otro día de Walking
Dead, resulta que a uno de los protagonistas lo muerde un zombie, es una
persona mayor, con hijas a su cargo, que ha sobrevivido a mil cosas, aparte, por
supuesto, de que resultaba absolutamente necesario para asistir en el parto a
la mujer del líder. Entonces, cuando ya la cuenta atrás del parto está en
marcha, un zombie muerde al veterinario. Bien sabido es, que si te muerde un
zombie, pronto la enfermedad se extenderá por todo tu cuerpo y acabarás convirtiéndote en uno de ellos. Es por esto
que el líder del grupo, movido por el cariño o por el fuerte interés que le
unía a la víctima, decide amputar la pierna del herido para ver si puede así
frenar la infección. Bueno, pues dos capítulos después de todo eso, el
veterinario cuenta al líder lo raro que le resulta vivir sin su antiguo miembro.
En este instante, le dice, mi cerebro
está mandado la señal que haría mover los dedos del pie amputado, y según cuenta,
aunque ciertamente no los está moviendo, siente que los está moviendo.
Eso
es justo lo que me pasa a mí ahora mismo, estoy en la cama con las botas, estoy
con un pan turco en el salón, estoy mirando un bulbo de tulipán, y en todas las
acciones involucrada a la vez, aunque
nadie podría físicamente percatarse, a no ser que llegara a percibir algo
primario, una especie de instinto soterrado que le hiciera ver, en mi evidente
desorientación, el problema que sufro mientras camino hacía el Molino.
Allí
está mi amigo Alex, me recibe con una cerveza belga importada, buenísima, nueve
grados de alcohol y un sabor incomparable. No me atrevo a contarle nada de lo
que me pasa, no lo conozco desde hace tanto, y él parece un tipo cabal, ¡tan
responsable! Además, ha medrado mucho a su corta edad, lo cual requiere de un
sentido práctico del que yo siempre carecí, el mismo que hace que no esté
subiéndome por las paredes enloquecida ante tamaño sinsentido, que más bien, al
contrario, esté aquí con mi cerveza, sabiendo, que pronto abandonaré a Alex en
mitad de una discusión, y se quedará la otra yo, más flaca, pues engordo con
cada capa que sumo al punto de partida.
Así es como me siento, más gorda y más vieja
cada vez, no, espera, no más vieja, pero sí más cansada. Y mi vientre, ¡no sé
qué le pasa!, parece que se hincha muchísimo y luego se deshincha muchísimo
también, hasta meterse debajo de mis costillas. Me gustaría explicarle esto a
alguien, pero mis mejores amigos están lejos, además entre ellos, sólo se me
ocurre dos que pudieran tener la sensibilidad necesaria para entender lo que me
sucede. Por ello, me dedico a esperar a
que uno de estos “viajes” me lleve con Steven. Tengo muchas ganas de decirle: ¿quieres tocar mi vientre por debajo de mis
costillas? También de oírle un por
Dios Miri, y rapidito porque no sé con cuánto tiempo cuento.
Alex
me sugirió que pasáramos dentro, y yo obedecí. Allí ordena más cerveza, ya
llevamos como tres, o acabamos de destapar la tercera, y en eso que el pobre sufre
un ataque de tos. Estornuda fuerte cada cinco segundos, no le da tiempo ni a
disculparse cuando ya está estornudando otra vez, y a mí me da risa, y me rio
claro, libre como soy de hacer lo que me plazca. Me rio porque el chiquillo
está sufriendo, no puede articular ni frases, o bueno, quizá sí que pueda
pronunciar frases en el lenguaje de los estornudos, pero no en español. Le pasa al lado una holandesa, rubia, flaca,
alta, bien parecida, y el pobre Alex la fusila a babas, mientras yo no puedo
más, me rio mucho con estos percances que padecemos los seres humanos.
Voy para la casa en el tranvía, ya está
oscuro, sobre las rodillas tengo una caja con cervezas, son siete y van en un
bonito estuche de cartón, son iguales que las que nos tomamos antes, pero éstas
las llevo para compartir, como Rocky. Hace cerca de cuatro horas que no vivo un
viaje, no sé si llamarlo así, “viaje” por la connotación negativa que podría
tener sí se relaciona con el viaje de las drogas, además, tampoco me gusta este
término porque no es fidedigno, yo no me voy a ningún lado, estoy todo el
tiempo en el mismo sitio, pero en distintos niveles.
Ahí
entra, ¡por fin! ¡Qué alegría! Entra
contándome lo mucho que le gustó anoche Rocky
Balboa, ¡qué película tan genial!,
me dice, llevo pensando todo el día en
ella, dice también. Y mi corazón, que necesitaba ese aliento después de todo lo
sucedido, se expande y cruza las costillas, mientras mi vientre contrae una
bocanada de oxigeno crucial, y se sale de las costillas para dejarle sitio al
corazón. Entonces le digo: Te tengo un
regalo, abre el frigorífico. Allí puede ver las siete cervezas desplegadas,
una detrás de otra como en un desfile de modelos, y detrás de la puerta de la
nevera puede ver mi sonrisa, que no
dice, pero quiere decir algo así como: ¡Ah
que buena sorpresa eh!
Destapamos
una de ellas, y jugamos a ese juego que nos gusta tanto, el juego de medirlo
todo parejo, buscando que la línea de flotación de su cerveza esté siempre al
mismo nivel que la mía, ni un milímetro por encima ni uno por debajo, siempre
así parejito, como buenos cristianos, mordiendo la hostia consagrada hasta
hacerla equitativa. Y cuando ya todo está bien distribuido, y los dos le damos
el visto bueno al trabajo, le cuento al fin: Escúchame, me están pasando cosas extrañísimas, ni te imaginas. Toca mi
vientre, mira, mira -mientras me levanto la camiseta-. Bueno ahora ya está más normal, pero antes crecía y crecía, y después
se encogía tanto que se metía por dentro. ¿Por dentro de qué? Me
pregunta, al tiempo que mete media mano dentro de mi pantalón, y yo
le pido a la providencia que me deje quedarme al menos a esto.
Pero
no me quedo, ahora estoy en medio de la
calle Rembrandt. Hay toda una multitud alrededor de mí, mirándome, acabo de
darme cuenta; tengo como una legaña muy
grande en el ojo, y es sumamente pegajosa, sólo puedo mover la mano derecha que
levanto para tocarme la legaña, está calentita. Le pregunto a una mujer qué me pasa,
pero le pregunto mal, me percato después de formular la pregunta; la hice en
castellano. Por suerte la mujer es española, o está con ella algún español que
le traduce, no lo sé. Me dice que me ha atropellado un tranvía, cuando iba por
ahí andando. Me hace gracia porque él me alertó sobre eso, lo recuerdo muy bien,
fue en mi primer día en Ámsterdam: La
verdad que me da miedo que estés aquí, con todas esas bicis y tranvías, que te
pueden atropellar, y yo pensé: ¡míralo
que gracioso, se ríe de la provinciana! Pero es verdad, tal como predijo, me ha atropellado un tranvía.
Así
que estoy ahí, tirada en medio de una de las vías públicas más famosas de
Ámsterdam, tocándome mi legaña caliente, mientras la gente corre y da alaridos
alrededor de mí, y entonces, en ese
preciso momento mi cerebro se activa, y pienso:
¡Ah! ¡Ya veo! ¡Todos esos saltos
en el tiempo eran sólo parte de esa opinión tan recurrente y generalizada, la
que mantiene que justo cuando vas a
morir, ves pasar tu vida por delante de los ojos! Pero, yo no he visto
pasar mi vida, sólo he visto mi vida reciente en Ámsterdam. Estoy segura de
esto, porque en todo momento han sido las calles de Ámsterdam las que me
rodeaban, y en todo momento había gente perteneciente a esta ciudad cerca de
mí.
Aunque
bien mirado puede ser, igual, no acertaron al cien por cien al decir que ves
pasar toda la vida por delante de tus ojos, no es justo pedirle tanta exactitud
a los moribundos que relataron su experiencia, es compresible que erraran, al
fin y al cabo se estaban muriendo.
Empiezo
a convencerme por fin de que me muero, cuando, justo, rechazo la posibilidad porque
estoy con mi madre en la cocina, envuelta en esos azulejos ochenteros que
teníamos en el antiguo piso, esos con el marco naranja, y cacerolas naranjas,
tan naranjas que incluso las propias naranjas aparecen dibujadas en ellos.
Tengo
cuatro añitos, y sostengo mi cara mofletuda, en la que siempre asomaron dos
hoyuelos. La sostengo entre las manos, pasmada en el discurrir de la máquina de
coser, y mi mami que me mira con cariño, todavía no lleva gafas para ver de
cerca, y luce una melena gruesa a la
altura de los hombros de pelo rizado y castaño. Lo que no sé, es como puede
ver en lo que trabaja con esa sombra que le proyecta el flexo, pues la luz tropieza con su melena, y refleja una enorme sombra en el disfraz que cose.
Es un disfraz de gallina, rojo, con pantaloncitos rojos y camisa roja también.
Lleva un pompón en el culo, y miles de plumitas rojas de papel maché, que mi
mami recortó durante horas, y luego cosió con esmerada paciencia al traje.
Está
guapísima mi mami, ¡qué mujer tan guapa!