Se subió en la combi aproximadamente, a las doce y media de
la mañana
Aunque el tiempo había empeorado mucho en los últimos días,
Esa mañana hacía un poco de calor.
En lo primero que me fijé, fue en su jersey
Demasiado grueso para este clima.
Después, en el brazo que
se sujetaba, extendido
A la barra de arriba de la combi,
Dejando ver tremendo agujero en la parte de la axila.
Entró dando un espectáculo de lo
más triste,
A sus ochenta años, sus rasgos andinos,
su pelo blanco
Los huequitos de sus dientes, la
flacidez de su piel
Su balanceo de una parte a otra del
vagón,
Hasta que consiguió asirse a un extremo.
Entonces, sacó su violincito del
bolso zurcido, ladeado sobre su pecho,
Al más puro estilo juvenil.
Y ahí mismo, en medio de esa combi
endiablada que volaba,
Haciendo a ese anciano trastabillar
cada tres por dos,
Ahí mismo, se puso a cantar y a
tocar un huaino.
El huaino hablaba de lo que suelen
hablar: de la sierra lejana, del desamor…
Después de terminar, con una voz que apenas le salía de la garganta,
Y Con la mirada avergonzada, depositada siempre en el suelo,
Nos ofreció unos caramelos a veinte
céntimos la unidad.
Cuando pasó a mi lado pude ver con
más claridad sus orejas de abuelo:
Gorditas, peludas y maleables
Le di un sol, porque no tenía más,
y creo que fuí la que más le dio,
De todas maneras, de haberle dado cien soles,
No habría cambiado su situación,
Ni la peregrina idea de que la vida es una mierda.