martes, 28 de mayo de 2013

huaino triste


Se subió en la combi aproximadamente, a las doce y media de la mañana

Aunque el tiempo había empeorado mucho en los últimos días,

Esa mañana hacía un poco de calor.

En lo primero que me fijé, fue en su jersey

Demasiado grueso para este clima.

Después, en el brazo que se sujetaba,  extendido

A la barra de arriba de la combi,

Dejando ver  tremendo agujero en la parte de la axila.

 
Entró dando un espectáculo de lo más triste,

A sus ochenta años, sus rasgos andinos, su pelo blanco

Los huequitos de sus dientes, la flacidez de su piel

Su balanceo de una parte a otra del vagón,

Hasta que consiguió asirse a un extremo.

Entonces, sacó su violincito del bolso zurcido,  ladeado sobre su pecho,

Al más puro estilo juvenil.

 
Y ahí mismo, en medio de esa combi endiablada que volaba,

Haciendo a ese anciano trastabillar cada tres por dos,

Ahí mismo, se puso a cantar y a tocar un huaino.

El huaino hablaba de lo que suelen hablar: de la sierra lejana, del desamor…


Después de terminar, con una voz que apenas le salía de la garganta,

Y Con la mirada avergonzada, depositada siempre en el suelo,

Nos ofreció unos caramelos a veinte céntimos la unidad.

 
Cuando pasó a mi lado pude ver con más claridad sus orejas de abuelo:

Gorditas, peludas y maleables

Le di un sol, porque no tenía más, y creo que fuí la que más le dio,

De todas maneras, de haberle dado cien soles,

No habría cambiado su situación,
 

Ni la peregrina idea de que la vida es una mierda.





lunes, 27 de mayo de 2013


Veo los hombres pasar,

Como veo pasar los años y los días.

Ayer vinieron dos, pero no me quedé con ninguno en la noche,

Pude haber dicho: "no se quedó ninguno en la noche"

Pero no tengo porqué hacerme la víctima,

Soy yo la que no me quedo.

Sudor piel sudor piel

Horas tardes mañanas

Todo se limita a eso.

Estoy esperando ese soplo vital

Un amigo, hablando del tema me dijo: “espera sentadita”,

Y eso es básicamente lo que hago

lunes, 20 de mayo de 2013

Domingo en el Centro de Lima


Una sustancia horrible derretía los edificios más importantes, como el Congreso o el Palacio de gobierno, pero también los más insignificantes como esa tabernita comandada por una niña de origen serrano, de apenas ocho años, que en su realidad infantil, con toda probabilidad, reparará las mesas rotas y las sillas cojas de su establecimiento con goma de mascar.
Seguían estando allí las cosas divertidas del centro como esas librerías infinitas con libros usados, con libros de hojas amarillas, con libros piratas, formando trincheras a ambos lados de la puerta de acceso y, aunque continuaban siendo libros fascinantes,  como ese que recoge cuatro novelas escritas en la Rusia leninista, acerca de la mejor fórmula de secar el pescado, sin embargo, conforme se perdía tu rastro entre esas extensas calles de libros, no hacía falta ser demasiado avispado para caer en la cuenta, de que no estabas en tu trinchera, si no en  la trinchera enemiga. El vaho y la humedad que exhalaban los libros, hubieran acrecentado mi desorientación de haber llevado gafas, como acostumbro, por suerte, dado que cada vez están más torcidas, decidí ponerme lentes de contacto en esta ocasión. Pero el bramido de los cadáveres de libros seguía ahí, a ambos lados mis tobillos, a ambos lados mis piernas, rozando el virus del ébola, rozando la sarna de los perros devoradores de entrañas de páginas y lomos de cuero.
Continúo con mi paso vacilante, cada vez más rendido ante la inminencia de la muerte, cuando me topo con el cadáver del Libro Rojo de Mao, tremendo esqueleto a las orillas de un lago, cuyas aguas infectadas por todo tipo de bacterias, intentó beber la palabra asiática del comunismo ,obviamente, en una última y suplicante lucha por la vida. Cuando todo es muerte, ya no hay mucho que hacer salvo esperar a la muerte, pienso, pero entonces la voz de la dependienta me brinda ese auxilio que uno no espera, y que tantas veces cae en forma de reclamo: ¿Ya viste un libro?- Si no vas a comprar mejor vete, porque tenía todo ordenadito.
De repente veo la luz, salir de aquí es posible, o eso me dice al menos esta mujer resentida. De todas maneras no he hecho otra cosa que molestar a los muertos y eso, en cualquier religión, es un pecado imperdonable.

En la calle ya no están los vendedores de pizarras que había hace dos semanas, la última vez que vine al centro. Esos ambulantes que van por ahí con al menos cien pizarras colgadas al cuerpo, unas diminutas, microscópicas, donde no hay rotulador que pinte ahí, y otras enormes del tamaño del hotel Sheraton que tengo a mi espalda. Ya no están tampoco los vendedores de algodones dulces, ni de loterías, tampoco los vendedores de lupas con ese ojo enorme que les encanta mostrar a través del vidrio.

Ya no queda nada de la algarabía de hace dos semanas. Sólo el silencio, sólo esta empalagosa nostalgia del presente (de por sí es absurdo extrañar el presente, si está ahí, si todavía está siendo, lo único que habría que hacer es dejarlo ir, aunque sea a tientas, o a gatas) pero yo no, yo  extraño el ahora bajo la patina gris del cielo panza de burro del Centro de Lima. En este domingo empalagoso y demencial que me lame de pies a cabeza con su lengua pestilente. Me hago finalmente un amuleto en forma de collar con dientes de ardilla, y me subo al metropolitano atestado, después de espantar la idea de quedarme a dormir en un portal.

miércoles, 1 de mayo de 2013

Recuerdo, Barcelona era una ciudad inhóspita, casi todo el tiempo acontecía una descarga frugal de meteoritos, las calles eran un atolladero de muertos, y yo por aquel entonces, dormía en una cama con los pies fríos y el pecho candente. Fue en el verano de 2009 en Albacete, el único que saltó por encima del pasado, y me tendió sus dedos amarillentos. La gente que no sabía andar caminaba con las manos y la punta de los pies, formando su cuerpo un arco bellísimamente torpe. Olía a jazmines y a humedad en esas noches, cuatro años atrás. Barcelona seguía estando ahí con su solida distancia. Ese año en las fiestas de gracia corrimos por las avenidas empedradas al ritmo de la muchedumbre y los timbales. Si alguien te pide cobijo dile que en la casa de mi padre hay muchas habitaciones, pero en la casa de mi padre no había ninguna habitación, todas estaban ocupadas por su densa tristeza y también por su locura. Ni siquiera yo tenía, ni tuve nunca, una habitación en su casa. Hace un tiempo  recordé, hablando con mi amigo, que ocho años atrás dormimos en la calle, creo que dormí sobre su hombro, era verano, olía a frituras, y a algodón dulce. Solo espero que no sea nada, porque nada se pospone después de la muerte.  En su azotea los carros pasan sobre la noche  meditando lánguidamente su próximo destino, mientras dos hombres orinan en una farola, es posible que incluso lleguen a salpicarse en algún rubro del destino, aunque nada sucede al mismo tiempo, si no con la lejanía propia de las cosas pasadas. Lima huele a mar ahora, y a esos mejillones que limpiaba en la pileta de mi casa unos meses atrás. Separó mis glúteos con tres dedos y me dijo que estaba recordando, mi culo estaba ahí, pero no estaba ahí. Es como esa catarata  acuosa que azulea el iris de los ancianos, que no les permite mirar para afuera, y miran siempre adentro, hacía donde queda todo aquello que fueron. Frente a la catedral de Murcia, la cruz de piedra nos observa. Encaminó sus pasos hacía nuestro bar, y lo llamó así con su consabida ironía.

  La sangre se confunde detrás de los focos, ya no es roja, ya no es sangre. Las balas se equivocan al salir de las armas, ya no es ca...