domingo, 8 de marzo de 2015

Todo el mundo quiere a Mick Alabrastro






Yo lo quería mucho a Mick Albastro, porque el bueno de Mick tenía una forma muy particular de pedir amor y al mismo tiempo rechazar amor. La última mañana que me levanté en su cama me regaló ese mismo ritual, por otra parte para mí ¡tan sobremanera conocido! El sol entraba con su pausado suspiro por la ventana iluminando el cuarto que llevaba meses  sin ver. En aquella ocasión me pareció más amplio, más aséptico, más vacío frente a lo que en otro tiempo se materializara en mi mente como una angosta cueva, casi un refugio. Fue con ese rayo de sol que pude ver iluminado, en medio de la penumbra, el torso de Mick, que antes había besado e incluso mordido. Su torso de peso medio retorciéndose bajo una delgada sabana, convulsionàndose al uso felino en dirección hacia mì que lo esperaba desnuda. Pero Mick siempre tuvo esa forma de dar y de quitar que hacía que, a la postre, todas las mujeres quedaran enganchadas, a la expectativa de esa soñada vez en que el bueno de Mick relajara sus defensas y dejara de bloquear los golpes. Por supuesto, ni todas las esperanzas de las féminas juntas podían cambiar la realidad; ese juego de piernas velocísimo que había desconcertado al mismísimo Sugar Ray, dos años antes de que a Sugar le sacara el ancho a Mano de Piedra Durand. Yo lo vi desde mi vieja Panasonic,  vi las piernas de Mick, cuando Mick era solo el sueño blanco de toda una juventud que, como decía Muhammad Alí, falto de toda modestia, antes de él no estaba acostumbrada a ver a gente a guapa sobre el ring.  Y es que, como Alí también Mick era guapo, además de  velocísimo. Por eso, mientras tendía su cuerpo hasta alcanzar  el mío, por el camino iba inventando una huìda. En esta ocasión se deshizo su abrazo en el recuerdo de su ex novia  a la cual había visto pocas horas antes, y ese fue en resumidas cuentas el último acercamiento-alejamiento que le conocí a Mick.


Era un poco complicado intentar entender el porqué de ese distanciamiento que de tanto en tanto se marcaba sobre el ring. Ese distanciamiento que tomaba cuando, después de tener totalmente acorralado a su rival contra las cuerdas, contra todo pronóstico, en lugar de asestar un gancho demoledor, desplegaba sus velas y volvía a enloquecer a la audiencia, que ansiaba la sangre pero ansiaba todavía más la espera. Supongo que Mick sabía, como bueno chicano, como buen espaldamojada que se había sacado la mugre por llegar a los cuadriláteros del vecino del norte, que una pelea se puede definir con un golpe certero, pero que, justamente, el defecto de esas peleas es que se acaban, y Mick no quería acabarla nunca.  Lejos de todo eso me gusta recordar a Mick por  dos de sus frases, la primera de ellas una especie de haiku que escribió sin ninguna pretensión de escribir un haiku,  y que decía algo así como: “hoy he cagado mientras veía a mi gata enfrentar su primer celo”, y la segunda mucho más breve pero no por ello menos genial: “parezco Walt Whitman con camisa”.

 
Un día, creo que era un viernes, aunque bien podría haber sido un sábado, “Miki piernas veloces” confesò  el porqué de sus huídas. Ya no era el Mick de los ochentas, ese que me había devuelto mi vieja Panasonic entre las paredes de la cosona de Breña, de la que ya no quedaba màs que el terreno sobre el que levantaron un bloque de edificios. Este Mick era una versión canosa y cuarentona de aquel, aunque de mirada todavía viva, y ya sin las esperanzas de redención que le habían acompañado en los ochentas. Este otro Mick me confesaba que buena parte de sus huídas estaban relacionadas con la muerte de su madre, cuando él era apenas un adolescente  y luchaba por abrirse un hueco en el mundo del boxeo. 

Por aquel entonces en que todo se quebraba para Mick, yo no había cumplido ni diez años y no sabía nada de èl, puesto que no era famoso todavía, pero parece que todo ocurrió en Estados Unidos a miles de kilómetros del cuerpo sin vida de su madre, de la que no alcanzó a despedirse.  Me habría gustado contestarle entonces que a todos nos han roto, bueno en realidad a todos no sé, pero a mí definitivamente sí, y que de todo ello no tenía por qué desprenderse la necesidad de sabotear nuestras posibilidades de dar y recibir amor. Pero recapacité y contuve esas palabras dentro de mi paladar, en aquel momento bañado en un ruso negro, pues sabía que el solo hecho de estar enamorada de èl,  suponía la certeza de mi auto-sabotaje.
 

  La sangre se confunde detrás de los focos, ya no es roja, ya no es sangre. Las balas se equivocan al salir de las armas, ya no es ca...