Yo lo
quería mucho a Mick Albastro, porque el bueno de Mick tenía una forma muy
particular de pedir amor y al mismo tiempo rechazar amor. La última mañana que
me levanté en su cama me regaló ese mismo ritual, por otra parte para mí ¡tan
sobremanera conocido! El sol entraba con su pausado suspiro por la ventana
iluminando el cuarto que llevaba meses
sin ver. En aquella ocasión me pareció más amplio, más aséptico, más
vacío frente a lo que en otro tiempo se materializara en mi mente como una
angosta cueva, casi un refugio. Fue con ese rayo de sol que pude ver iluminado,
en medio de la penumbra, el torso de Mick, que antes había besado e incluso
mordido. Su torso de peso medio retorciéndose bajo una delgada sabana,
convulsionàndose al uso felino en dirección hacia mì que lo esperaba desnuda.
Pero Mick siempre tuvo esa forma de dar y de quitar que hacía que, a la postre,
todas las mujeres quedaran enganchadas, a la expectativa de esa soñada vez en
que el bueno de Mick relajara sus defensas y dejara de bloquear los golpes. Por
supuesto, ni todas las esperanzas de las féminas juntas podían cambiar la
realidad; ese juego de piernas velocísimo que había desconcertado al mismísimo
Sugar Ray, dos años antes de que a Sugar le sacara el ancho a Mano de Piedra
Durand. Yo lo vi desde mi vieja Panasonic,
vi las piernas de Mick, cuando Mick era solo el sueño blanco de toda una
juventud que, como decía Muhammad Alí, falto de toda modestia, antes de él no
estaba acostumbrada a ver a gente a guapa sobre el ring. Y es que, como Alí también Mick era guapo,
además de velocísimo. Por eso, mientras
tendía su cuerpo hasta alcanzar el mío,
por el camino iba inventando una huìda. En esta ocasión se deshizo su abrazo en
el recuerdo de su ex novia a la cual
había visto pocas horas antes, y ese fue en resumidas cuentas el último
acercamiento-alejamiento que le conocí a Mick.
Era un
poco complicado intentar entender el porqué de ese distanciamiento que de tanto
en tanto se marcaba sobre el ring. Ese distanciamiento que tomaba cuando,
después de tener totalmente acorralado a su rival contra las cuerdas, contra
todo pronóstico, en lugar de asestar un gancho demoledor, desplegaba sus velas
y volvía a enloquecer a la audiencia, que ansiaba la sangre pero ansiaba
todavía más la espera. Supongo que Mick sabía, como bueno chicano, como buen
espaldamojada que se había sacado la mugre por llegar a los cuadriláteros del
vecino del norte, que una pelea se puede definir con un golpe certero, pero que, justamente, el defecto de esas peleas es que se
acaban, y Mick no quería acabarla nunca. Lejos de todo eso me
gusta recordar a Mick por dos de sus
frases, la primera de ellas una especie de haiku que escribió sin ninguna
pretensión de escribir un haiku, y que
decía algo así como: “hoy he cagado mientras veía a mi gata enfrentar su primer
celo”, y la segunda mucho más breve pero no por ello menos genial: “parezco
Walt Whitman con camisa”.
Un día,
creo que era un viernes, aunque bien podría haber sido un sábado, “Miki piernas
veloces” confesò el porqué de sus huídas.
Ya no era el Mick de los ochentas, ese que me había devuelto mi vieja Panasonic
entre las paredes de la cosona de Breña, de la que ya no quedaba màs que el
terreno sobre el que levantaron un bloque de edificios. Este Mick era una
versión canosa y cuarentona de aquel, aunque de mirada todavía viva, y ya sin las
esperanzas de redención que le habían acompañado en los ochentas. Este otro Mick me confesaba
que buena parte de sus huídas estaban relacionadas con la muerte de su madre,
cuando él era apenas un adolescente
y luchaba por abrirse un hueco en el mundo del boxeo.
Por aquel
entonces en que todo se quebraba para Mick, yo no había cumplido ni diez años y
no sabía nada de èl, puesto que no era famoso todavía, pero parece que todo
ocurrió en Estados Unidos a miles de kilómetros del cuerpo sin vida de su
madre, de la que no alcanzó a despedirse.
Me habría gustado contestarle entonces que a todos nos han roto, bueno
en realidad a todos no sé, pero a mí definitivamente sí, y que de todo ello no
tenía por qué desprenderse la necesidad de sabotear nuestras posibilidades de
dar y recibir amor. Pero recapacité y contuve esas palabras dentro de mi
paladar, en aquel momento bañado en un ruso negro, pues sabía que el solo hecho
de estar enamorada de èl, suponía la certeza de mi auto-sabotaje.