Allá,
en el frio desierto de Colorado, John Scalarte, el hombre más duro de ese lado
del hemisferio veía caer el sol entre las ponzoñas mesetas. Éste se había
oscurecido al principio, para después ir dando paso a la luz, mudando progresivamente de los destellos naranjas, al
amarillo más luminoso que terminó desembocando en un blanco plateado y
resplandeciente. Así fue como Scalarte no vio ocultarse el sol ese día, como
tantos otros días, cuando volvía de apear el ganado. Todo lo contrario, su
gesto cedió esa tarde al impulso dubitativo del entrecejo, que en una mueca de
asombro, echó a perder la rigidez y la dureza que había acompañado esas
facciones durante los últimos cuarenta
años. John Scalarte contempló atónito
como volvía a amanecer en el preciso momento en que dejaba caer la soga con la
que doma asiduamente, sujetándolas del cuello, a sus vacas y toros. Se dijo
para sí mismo que debía haber un error, quizá
todo ese atardecer, más la jordana de trabajo, no era más que parte del
sueño del que acababa de despertar para encontrarse con un nuevo día. Sin
embargo no podía negar que estaba de pie en medio de la llanura rojiza que un
día, no tan lejano, Estados Unidos arrebatara a México. No podía negar tampoco
el vivo recuerdo que tenía de su mujer quince horas atrás, en el momento en que
ella le extendía el café humeante, y él terminaba de abotonarse la camisa,
mientras mascaba tabaco y la luz cautelosa del amanecer se abría paso en su
habitación.
Una
vez rechazada la idea de que se trataba de un sueño, como buen hombre de campo, comenzó a pensar en las
implicaciones que podía tener la ausencia de noche para su ganado. En primer
lugar, el celo de las vacas estaba por llegar y, como todo el mundo sabe, este
depende mucho de la influencia de la
luna. Si sus vacas perdían esa oportunidad de aparearse tendrían que esperar
otro año para concebir terneros, la
leche no se renovaría, se agriaría, y por más que él se la extrajera, el resultado nunca sería el mismo. En cuanto a los toros no quería ni pensar qué
sería de ellos. Probablemente acabasen todos locos despeñándose por uno de
estos precipicios que, sin previo aviso, de repente aparecen dibujados en el terreno bajo tus pies. La vigilia tampoco habría de ayudar
mucho a suavizar el carácter de esos toros que no consiguieron aparearse en el
momento en que tenían que hacerlo. Vigilia, porque puede apostar que ni uno
sólo de sus animales estará durmiendo en este momento, ni siquiera el perro
labrador que ahora debe rodear con grandes jadeos y coletazos la cerca de
madera que contiene el ganado, a la espera de que él, como cada mañana, le
lance su mendrugo de pan a modo de saludo.
La
llanura erosionada por donde corrían cientos de bisontes hace algunas décadas,
presentaba el reflejo metálico del sol alzándose sobre el horizonte. Podías
hacer muchas cosas si eras un llanero y estabas solo en kilómetros a la redonda
pero, sobre todo, el tiempo existía allá, en la llanura, para contemplar la naturaleza y pensar. John solía
pensar en los bisontes cuando alzaba la vista y oteaba el horizonte. Todavía le
parecía adivinar su muda carrera haciéndose sonora con el progreso de su
cercanía. Todavía podía recordar con total exactitud la musculatura precisa de
sus patas removiendo la tierra. Era
simplemente precioso ver toda esa vitalidad, toda esa fuerza arrasadora,
cruzando el desierto caluroso por el día y gélido por la noche.
El
correr de los bisontes le recordaba a su infancia a las orillas del lago,
cuando éste no contenía tanta sal, y en
él podían beber tranquilamente antes de retomar la carrera, Dios sabe hacia dónde.
Eso era lo más bonito- se decía John- verlos correr sin rumbo y sin ningún
motivo, todos esos lomos agitándose convulsamente sobre la pradera, todos con
un trotar similar perdiéndose de su vista a la vez. De la cifra estimada de 60
a 100 millones de búfalos (el otro nombre que recibe esta especie), quedaban
apenas unos cientos a finales del siglo diecinueve debido a la caza desaforada que se hizo de
ellos.
Sin
embargo John todavía podía verlos y para él eran tan reales, como aquella vez que, en su tierna infancia,
su padre le enseño a sostener un rifle y a esperar pacientemente tras un grupo
de rocas a que uno de ellos se separase del resto para, entonces, apretar el
gatillo e ir luego junto a la victima abandonada al fin por sus iguales. Jadeante
el venado esperaría la mano infantil de nuestro protagonista que, con
curiosidad y miedo, habría de posarse sobre la herida abierta hasta notarla palpitar
bajo sus huellas dactilares, dejando que la sangre caliente fluya y la recorra hasta
el codo.
Zambo
estaba justo dónde esperaba encontrarlo, dando vueltas de un lado a otro de la
cerca, con vitalidad desmedida, sobre todo para tratarse de un perro que lleva
más de quince horas en actividad. Al verlo aproximarse el labrador ladrará,
coleteará, girará rápidamente alrededor de la figura de su amo, dándole tiempo a que introduzca su mano en el bolsillo,
y saque de él un trozo de pan que se llevará al estómago en dos tiempos;
primero agarrándolo en el aire con los dientes, y después dejándolo caer al interior
de la boca. El perro se contenta con ese pedazo de pan, y John con su llanura,
con la línea de fuego que el sol extiende a lo largo del camino. Las vacas
descansan sobre la sombra que proyecta el techado que construyó junto con David
la semana pasada. David es el hijo del dueño de la hacienda más cercana, por
supuesto como todas las grandes familias de hacendados a este lado del Rio
Colorado, su hacienda ya no se mantiene con lo que ésta produce, sino con el
lucrativo negocio del petróleo que tiempo atrás, llenó la llanura de buscavidas y después de ellos de pozos petrolíferos.
Uno
no sabe en qué momento todo puede cambiar, sólo tiene la certeza de que las
cosas han de cambiar. Puede que nunca más se oculte el sol, así como nunca más
volvieron a aparecer manadas de bisontes, así como su padre no se escondió más
tras unas rocas pendiente del pulso de su hijo. La vida es totalmente
impredecible, tanto así que de la noche a la mañana puede quitarte aquello que
tenías por propio y natural. Puede que, incluso, en determinado momento, no se
dé más el paso de la tarde a la noche.
¿Qué pensará Lisa de todo esto? Sólo ahora que
ha visto a su ganado en estado normal, sin la confusión que pensó, sufriría, sólo
ahora que su labrador engulle un trozo de pan imaginario (pues al no pasar por
casa no había mendrugo de pan en el bolsillo), sólo ahora se acuerda de Lisa,
quien probablemente estará asustada.
Lisa
y su larga melena castaña siempre recogida en un moño a la altura de la nuca.
Lisa y sus manos fuertes acostumbradas a trabajar la tierra. Lisa y su fe ciega
en Dios. Lisa y su incapacidad de tener
hijos. Lisa lo estaba esperando como cada mañana con el café humeante en la
mano. - Buenos días querido. Anoche llegaste tarde, perdona que no te esperase
despierta pero fue un día muy duro y estaba muy cansada. Susan pasó por aquí y
estuvimos recogiendo fondos para la iglesia. Ya sé que me vas a decir que qué
diantres me importa a mi esa iglesia si queda tan lejos que Dios ni nos puede
ver desde allí, pero ya sabes que yo
creo que Dios está en todas partes. Tienes cara de cansado quizá deberías
dormir un poco más. También pasó David por aquí, dice que irá hoy a ver como
quedó el techo que fabricasteis.
El
sol cegador consume poco a poco la piel. La va agrietando, la va plegando sobre
los huesos y la carne. El sol tiene ya tres días seguidos sobre el horizonte,
pero nadie parece darse cuenta de eso, solamente John está sufriendo ese cambio,
solamente él sabe lo que se siente cuando esperas que se aparezca la noche sin
esperanza alguna de que esto vaya a suceder.
Cómo
todos siguen haciendo sus vidas, completamente ajenos al problema, él tampoco
ha cambiado su rutina para adecuarse, así, al ritmo de los demás. No tiene idea
de cuándo duermen, sólo sabe que se irá a trabajar y que volverá del trabajo,
para volverse a ir a trabajar, y que en ese interludio supuestamente habrá
sucedido un día. Sabe que su mujer le dirá: - Pareces cansado, quizá has contraído algún tipo de enfermedad. Pero
también sabe que ella cree que pasó la noche a su lado. De hecho no hay forma
de convencerla de lo contrario. Para ella, para el ganado, para el perro
labrador Zambo, para David el hijo del hacendado y para Susan la beata,
anochece todos los días, y todos los días se
lavan la cara y los dientes, y rezan sus oraciones, y dejan de mover la
cola, y dejan de rumiar la hierba, y se meten en una cama mullida, o se
acuestan sobre el pasto debajo del techo que construyeron David y John, antes
de que todo cambiase para uno de ellos.
Igual
fue cuando murió su padre. La gente seguía haciendo las mismas cosas, inmersos
en sus rutinas y John no podía entender cómo era posible eso. Cómo podían
saludar, comer y dormir, en ese momento en que para él, todo había cambiado.