domingo, 29 de junio de 2014

De cadáveres




Cuando te fuiste, quedé mirando toda la casa. Habían cambiado algunas cosas imperceptibles y etéreas como el modo en que el sol refleja sus sombras en los rincones, o la manera en que el gato hace silbar sus bigotes cuando te encuentras cerca. ¿Qué puedo decir? Guerra avisada no mata a nadie, por lo que llevo todo el día recogiendo muertos y no victimas. Muertos por enfermedades cardiovasculares, muertos por cáncer a la médula, muertos por enfermedades contagiosas, aunque también los hay del tipo de los que murieron tranquilamente, en sus camas, en el albor de su vejez. A ellos también los recojo, los cargo a la espalda, a veces de dos en dos, a veces de tres en tres. Hay un verso precioso de Borges que dice: “sí he de estar solo, ya estoy solo”, justamente en eso estaba pensando, mientras él me decía que lo ocurrido no podía volver a ocurrir, al tiempo que me introducía dos dedos en la vagina. Si he de estar sola ya estoy sola pensé y su mano desapareció, y su pelo cano, y su mirada, así como las ilusiones que me había formado durante las tres últimas semanas, justificadas o no, desaparecieron también.
Hay una puesta de sol hermosa en la frontera, cuando miras los Estados Unidos del lado de San Felipe, el paisaje parece disolverse al fondo, ahí donde la carretera se confunde con el cielo, y, donde, al cabo de unos minutos el gris que todo lo envolvía empieza a supurar naranjas. A veces sucede que una de esas enormes aves carroñeras del desierto cruza volando el cielo, y proyecta su silueta sobre los cables de la luz, es, en ese momento en que te ves obligado a hacer un enorme esfuerzo por no imaginarte dentro de una película.
Recuerdo que tenía aparcado el coche en el kilometro siete mexicano, y que estaba totalmente absorta en  las risas de los niños, que corrían con y sin zapatos, atropellando a los cansados coches mexicanos. Entonces alguien quiso decirme algo que no entendí, y me detuve un momento a pensar en sus rasgos, en su frente doblada hacía dentro, como si tuviera un surco cruzando el lado frontal del cráneo. En su mandíbula prácticamente inexistente, en sus pómulos sobresalientes  y en sus labios blanquecinos y delgados. Era un hombre enjuto, que se extrañó mucho cuando le dije que volviera a repetirme lo que acababa de decir. Tal fue su cara de extrañeza que, incluso, llegué a pensar que yo misma había inventado el hecho de que ese hombre se hubiera dirigido a mí.  Retrocedió algunos pasos, que renovaron la necesidad de que diera pronta respuesta a mi pregunta, pues pensé que ese señor era capaz de salir corriendo, sin el mínimo aviso y sin develar aquello que me había preguntado. En realidad no sé si se trataba de una pregunta pues prácticamente no había entendido nada, pero es curioso como asumimos que habría de ser pregunta dado que una persona que se acerca a un perfecto desconocido, la gran mayoría de las veces, lo hace por medio de una pregunta. Fue en ese momento en que su rostro se contrajo en lo que me pareció, una de las sonrisas más tensas que había visto en la vida, acompañada, además, de un temblor en el labio superior casi imperceptible para el ojo humano, pero  observable, por quién busca respuestas y no obtiene a cambio más que silencio y una especie de tic nervioso. –Me gustaría que me acompañaras al otro lado del acantilado, me dijo y señaló con su mirada opaca la dirección hacía donde quería que camináramos.
Por supuesto le dije que sí, porque en esa época andaba buscando pistas o claves de vida, y absurdamente pensaba que los desconocidos eran los delegados de las respuestas existenciales más básicas: ¿por qué estoy aquí? ¿cuál es mi cometido? Así que lo seguí por un largo sendero, en el que nos adentramos perdiendo de vista la carretera.  El sol caía con toda su luminosa venganza sobre nuestros hombros, obligando, bajo su peso, a doblar nuestros cuerpos.  Esa luz fosforescente ardiendo en las pupilas, y la tierra del color de la ceniza donde mis pasos dejaban su impronta, me recordaban que la vida en muy pocas ocasiones se trata de simplemente estar, y que en la inmensa mayoría de los casos nos veíamos obligados a una lucha férrea, como la de ahora. Fue, cuando ya había aceptado el sudor que chorreaba mi frente y quedaba encallado en mis cejas, que llegamos al lado del acantilado que me quería mostrar. Obviamente mi acompañante no dijo nada en todo el trayecto, únicamente, cuando llegamos, señaló en una dirección y dijo: “Allá está”. Esta vez pude entenderlo sin ningún tipo de problema.
Las playas desérticas producen un sonido distinto que el de las playas con palmeras, o que el de las playas con montañas. Aquí el viento corta contra el cielo o contra el mar, pero contra ninguna otra cosa, por lo tanto solo hay dos grandes sonidos; el del viento azotando  el mar, y el del viento golpeando  la tierra, y ambos se suceden de forma rítmica, aunque puede que también violenta.
En medio de la arena de la playa,  e intermitentemente bañado por el mar, había un enorme palacio óseo, franqueado por aves carroñeras que, en lo que imagino un esfuerzo descomunal,  habían dejado ese enorme cadáver de ballena totalmente desprovisto de carne. En él me introduje sin pensarlo dos veces, pues quería estar en el centro de esa enormidad que más parecía los cimientos de una casa, que un cadáver, y me puse a pensar entonces en mis habitaciones, en cómo mis órganos tenían su sustento óseo, y que de todo ello algún día no quedarán más que cenizas.  Me tumbé entonces con la mejilla pegada sobre la arena y el otro oído libre para escuchar las olas del mar, y me sentí el relevo de ese ser majestuoso que había muerto, y pensé, después, que a mi muerte alguien descansaría sobre mis huesos.

domingo, 8 de junio de 2014


El poema se abre sobre ti

 

Y se anuda en tu centro                      yo sé que necesitas el vacío

Así  como anoche                                    la distancia prudente

Mis piernas                                                     que piensas

Mis brazos                                                       necesario ese vacio

Mi cabello                                                        y te asusta

Mi ternura                                                     cuando es tu cuerpo

Sobre tu cuerpo se abrieron      el que queda en medio

             

miércoles, 4 de junio de 2014


Ven a ver mi sombra

Me dibuja solamente a 

¿no lo ves?

Ya no huele a la cómoda cerrada de todos estos años

Ahora  huele a humedad

Y a hierba recién cortada

Huele a un niño con las manos llenas de tierra

Cuyo cabello se platea bajo la luz del sol

Y a sus mejillas que reciben las gotas

Del agua que arrastra la corriente

     Del agua que arrastra la corriente

        Del agua que arrastra la corriente

              Del agua que arrastra la corriente

             Del agua que arrastra la corriente

           Del agua que arrastra la corriente

Mi sombra tan esbelta ahora

Tan liviana

A veces incluso me precede y te proyecta

En toda su ternura recién nacida

Puede que la niegues

Y que en su inocencia observe distraída

el agua que arrastra la corriente

domingo, 1 de junio de 2014



Creo que lo que me dijo es que no tenía ganas de quedarse en la fiesta. Aunque no estoy segura,  y no podría estar segura de ninguna manera porque desde hace unos meses sufro estas amnesias temporales.  No consigo recordar cerca de la mitad de la noche,  aunque me acuerdo perfectamente cuando le dije, con la más pretenciosa de las declaraciones, que para mí lo más importante era escribir. Creo que en ese momento me miró, y me dijo algo así como que yo le daba mucha envidia pues  sabía que quería hacer con mi vida, porque tenía un propósito, y al cabo de un rato terminó por confesarme que él no tenía ningún objetivo más que el de ser un nómada. Una persona errante. Es un objetivo como otro cualquiera creo que le dije, aunque lo que estaba pensando es que a mí no me importaría nada acompañarlo en su vagar por el mundo. El problema es que no sabía a qué tipo de nomadismo se refería, podría ser el relativo a la ubicación espacial, o ir más lejos que eso, y a un nivel ontológico, podría estar diciendo que no busca comprometerse sentimentalmente. Opté entonces por pensar que con lo de “nómada” se refería a la segunda opción    pues mis pensamientos no son tan positivos, aunque ese era un domingo luminoso, uno de los mejores domingos de mi vida. El tiempo  pasaba extremadamente lento como si las horas fueran las manos temblorosas de un anciano llevándose un tenedor a la boca.
 No sé si existirá algún tipo de relación entre mis amnesias y la quietud del tiempo, solo sé que se detenía en cada cuadra para sacar una mandarina de la bolsa, pelarla lentamente con sus manos fuertes, y, después, en un acto de paroxismo llevarse uno  a uno los gajos a la boca. Después de eso lo que pasó no está tan claro. Varias personas quedaron encalladas en la correa de la perra, y una señora,  incluso me devolvió la correa, que yo pensaba en mi mano todo el tiempo.

  La sangre se confunde detrás de los focos, ya no es roja, ya no es sangre. Las balas se equivocan al salir de las armas, ya no es ca...