Cuando te fuiste, quedé
mirando toda la casa. Habían cambiado algunas cosas imperceptibles y etéreas como
el modo en que el sol refleja sus sombras en los rincones, o la manera en que
el gato hace silbar sus bigotes cuando te encuentras cerca. ¿Qué puedo decir?
Guerra avisada no mata a nadie, por lo que llevo todo el día recogiendo muertos
y no victimas. Muertos por enfermedades cardiovasculares, muertos por cáncer a
la médula, muertos por enfermedades contagiosas, aunque también los hay del
tipo de los que murieron tranquilamente, en sus camas, en el albor de su vejez.
A ellos también los recojo, los cargo a la espalda, a veces de dos en dos, a
veces de tres en tres. Hay un verso precioso de Borges que dice: “sí he de
estar solo, ya estoy solo”, justamente en eso estaba pensando, mientras él me
decía que lo ocurrido no podía volver a ocurrir, al tiempo que me introducía
dos dedos en la vagina. Si he de estar sola ya estoy sola pensé y su mano
desapareció, y su pelo cano, y su mirada, así como las ilusiones que me había
formado durante las tres últimas semanas, justificadas o no, desaparecieron
también.
Hay una puesta de sol
hermosa en la frontera, cuando miras los Estados Unidos del lado de San Felipe,
el paisaje parece disolverse al fondo, ahí donde la carretera se confunde con
el cielo, y, donde, al cabo de unos minutos el gris que todo lo envolvía
empieza a supurar naranjas. A veces sucede que una de esas enormes aves
carroñeras del desierto cruza volando el cielo, y proyecta su silueta sobre los
cables de la luz, es, en ese momento en que te ves obligado a hacer un enorme
esfuerzo por no imaginarte dentro de una película.
Recuerdo que tenía
aparcado el coche en el kilometro siete mexicano, y que estaba totalmente absorta
en las risas de los niños, que corrían
con y sin zapatos, atropellando a los cansados coches mexicanos. Entonces
alguien quiso decirme algo que no entendí, y me detuve un momento a pensar en
sus rasgos, en su frente doblada hacía dentro, como si tuviera un surco
cruzando el lado frontal del cráneo. En su mandíbula prácticamente inexistente,
en sus pómulos sobresalientes y en sus
labios blanquecinos y delgados. Era un hombre enjuto, que se extrañó mucho
cuando le dije que volviera a repetirme lo que acababa de decir. Tal fue su
cara de extrañeza que, incluso, llegué a pensar que yo misma había inventado el
hecho de que ese hombre se hubiera dirigido a mí. Retrocedió algunos pasos, que renovaron la
necesidad de que diera pronta respuesta a mi pregunta, pues pensé que ese señor
era capaz de salir corriendo, sin el mínimo aviso y sin develar aquello que me
había preguntado. En realidad no sé si se trataba de una pregunta pues prácticamente
no había entendido nada, pero es curioso como asumimos que habría de ser
pregunta dado que una persona que se acerca a un perfecto desconocido, la gran
mayoría de las veces, lo hace por medio de una pregunta. Fue en ese momento en que
su rostro se contrajo en lo que me pareció, una de las sonrisas más tensas que
había visto en la vida, acompañada, además, de un temblor en el labio superior
casi imperceptible para el ojo humano, pero
observable, por quién busca respuestas y no obtiene a cambio más que silencio
y una especie de tic nervioso. –Me gustaría que me acompañaras al otro lado del
acantilado, me dijo y señaló con su mirada opaca la dirección hacía donde
quería que camináramos.
Por supuesto le dije
que sí, porque en esa época andaba buscando pistas o claves de vida, y
absurdamente pensaba que los desconocidos eran los delegados de las respuestas
existenciales más básicas: ¿por qué estoy aquí? ¿cuál es mi cometido? Así que
lo seguí por un largo sendero, en el que nos adentramos perdiendo de vista
la carretera. El sol caía con toda su
luminosa venganza sobre nuestros hombros, obligando, bajo su peso, a doblar
nuestros cuerpos. Esa luz fosforescente
ardiendo en las pupilas, y la tierra del color de la ceniza donde mis pasos
dejaban su impronta, me recordaban que la vida en muy pocas ocasiones se trata
de simplemente estar, y que en la inmensa mayoría de los casos nos veíamos obligados
a una lucha férrea, como la de ahora. Fue, cuando ya había aceptado el sudor
que chorreaba mi frente y quedaba encallado en mis cejas, que llegamos al lado
del acantilado que me quería mostrar. Obviamente mi acompañante no dijo nada en
todo el trayecto, únicamente, cuando llegamos, señaló en una dirección y dijo: “Allá
está”. Esta vez pude entenderlo sin ningún tipo de problema.
Las playas desérticas
producen un sonido distinto que el de las playas con palmeras, o que el de las
playas con montañas. Aquí el viento corta contra el cielo o contra el mar, pero
contra ninguna otra cosa, por lo tanto solo hay dos grandes sonidos; el del
viento azotando el mar, y el del viento golpeando
la tierra, y ambos se suceden de forma rítmica,
aunque puede que también violenta.
En medio de la arena de
la playa, e intermitentemente bañado por
el mar, había un enorme palacio óseo, franqueado por aves carroñeras que, en lo
que imagino un esfuerzo descomunal,
habían dejado ese enorme cadáver de ballena totalmente desprovisto de
carne. En él me introduje sin pensarlo dos veces, pues quería estar en el
centro de esa enormidad que más parecía los cimientos de una casa, que un cadáver,
y me puse a pensar entonces en mis habitaciones, en cómo mis órganos tenían su
sustento óseo, y que de todo ello algún día no quedarán más que cenizas. Me tumbé entonces con la mejilla pegada sobre
la arena y el otro oído libre para escuchar las olas del mar, y me sentí el relevo
de ese ser majestuoso que había muerto, y pensé, después, que a mi muerte alguien
descansaría sobre mis
huesos.