lunes, 17 de febrero de 2014

El torso perfecto



Tienes un torso perfecto

Es lo que pienso mientras corres de aquí para allá con tu cámara de fotos
Para terminar tomándome una instantánea en la que me abrocho el sujetador
Te parece una buena idea aunque la foto está al trasluz y no se ve prácticamente nada
Debes haber pensado que había que inmortalizar el momento
Yo pienso lo mismo por eso me detengo en
tu torso iluminado por la luz que filtra la ventana

 Las mujeres tienen la misma seguridad que tengo yo
Con respecto a tu torso
y te esperan en los bares
Y se aparecen una y otra vez
Como por casualidad
Y luego se molestan y te sacan del facebook

Te entiendo perfectamente
Es más, ni siquiera debería escribir ni publicar este poema
Porque mi torso nada desmerece
y mis hombres se podrían molestar

domingo, 9 de febrero de 2014


 Me parece que una buena descripción de mi situación empezaría por relatar a grandes rasgos cuál es mi estado anímico. Podría empezar con un ahora mismo siento o ahora mismo estoy pero prefiero transcribir la conversación que mantiene  mi cerebro: Odio que la gente hable con los gatos, en general odio a la gente que habla con animales pero mucho más odio a la gente que habla con  gatos. Mi vecina hace eso todo el tiempo, habla y habla con su gato en un idioma ininteligible, sé que es francesa porque mi amigo me lo ha dicho, pero desde luego no se expresa en lengua franca con el gato, con el que habla en un dialecto parecido al japonés. La oigo orinar y la oigo hablar con el gato todo el tiempo en japonés, y por lo que escucho puedo deducir que la francesa suele saludar al gato, decirle una frase incompresible y de ahí mear. Suele mear, como muchas mujeres, en dos tiempos, un chorro que nace y se interrumpe, un segundo chorro que precede al primero, después se  sucede el sonido de la cadena del wáter. El gato debe estar esperándola en el umbral de la puerta del cuarto de baño, o quizá tenga su cajita de excrementos ahí.  He visitado varias casas que tenían la cajita de excrementos  felinos en el suelo del cuarto de baño junto al retrete de los humanos, por lo cual no me parecería demasiado extraño que la francesa y el gato orinaran a la vez mientras la primera habla  nipón y el gato apenas maúlla. Bien pensando sólo sé que es un gato porque mi amigo me comentó que la francesa tiene gatos,  de modo que cabe la posibilidad de que ni exista el gato, ni mi vecina sea francesa, cosa que a su vez,  tendría sentido  ya que para mí, como para mucha gente, resultaría más lógico que mi vecina fuera efectivamente japonesa, y no que adoptara ese idioma para hablar con un gato que quizá ni exista, pues me baso únicamente en un comentario de mi amigo, y las palabras son lo que son, pero no son hechos comprobables.

Desde las diez de la mañana que llegué a mi casa no he oído otro cosa que a la francesa meando, la cadena del wáter, y el supuesto japonés que sale en forma de maullido agudo con el propósito tal vez de suplir el silencio felino. De todas formas estoy feliz de escuchar a mi vecina psicópata o no, todo depende del crédito que dé a las palabras de mi amigo, estoy feliz de escucharla porque eso significa que estoy sola  y que lo que pasó esa noche ha quedado atrás hasta nuevo aviso, por lo menos. Eso significa que como siempre me tengo a mí, y al rumor de la gente que odio y que habla con gatos para almidonar la soledad, que yo ahuyento también gracias a ese aullido japonés inclemente. Pero la otra noche en ese bar no estaba sola, al menos no de esta manera, dicen que siempre estamos solos y creo que tienen razón en eso porque uno sólo puede contar con uno mismo en la medida en que la gente tiende a morirse o a abandonarte cuando menos lo esperas, así que en esencia estamos pretéritamente solos, aunque estemos acompañados en determinados momentos. La otra noche era una de esas noches en las que una está acompañada en soledad. En la mesa que localicé desde el umbral de la puerta estaba mi amigo, con el que había mantenido relaciones que ya no mantengo, un colega gordito de él, con el pelo largo y alborotado, cuya voz se parecía mucho a la de alguien con quien he mantenido relaciones también pero que ya no mantengo, y por eso el gordito me cayó bien desde el principio y me dio cierta ternura y puede que ganas de abrazarlo, y puede que, en algún momento de la noche, incluso lo abrazara. Al lado de ellos, estaba un poeta local al que tardé mucho en reconocer pero que acabé reconociendo por mí misma, cosa de la que al final me sentí orgullosa pues desde hace años mantengo una lucha férrea con mi memoria que no es nada visual, o es visual selectiva y sólo recuerda las cosas que tienen forma de palabras; nunca una película, una cara o el lugar donde puse las llaves, nunca el emplazamiento del sitio  por el que pasé mil veces, pero siempre en todos los casos, ese libro o ese poema que leí.   El caso es que cuando pienso en mi odio hacia la gente que habla con los gatos me imagino a tantos celebres escritores que amo, los cuales a su vez amaban a los gatos; ahí están los maduros Bukowski,  Cortazar y Burroughs acariciando con sus plateados cabellos los cabellos plateados de sus gatos, colocando cuenquitos de leche sobre las baldosas de sus cocinas mientras susurran a sus felinos, no en japonés pero sí en porteño con dejo francés y en inglés norteamericano.

Le vi salir de la noche con sus ideas desordenadas, le vi hablar con esa vieja y pensé: este está tan loco que se va con la vieja coquera. La verdad que  no sabía que estaba en coca porque yo no consumo esa droga y, por lo demás,  soy bien inocente en lo que a sus efectos se refiere, lo que muchos señalarían como efecto de la droga, yo con mi falso titulo de psicóloga argentina, lo atribuyo a la soledad atorrante que intentan compensar ciertas personas en la noche  del fin de semana dando rienda suelta a su verborrea. Y así fue como analicé a la mujer de sesenta años, vestida con una blusa ajustada que sacaba a relucir la total ausencia de curvas que componía su menopáusica anatomía, y me dije mirando esa falda plisada “ahí adentro hay un páramo seco” mientras su lengua gravitaba de un lado a otro de la boca sin que yo pudiera identificar ese como un efecto de la cocaína. También pensé que su actitud podía ser un intento desesperado por ponerme celosa, a mí, que en ese momento acaparaba la atención de cinco hombres, hacía los que no sentía ningún tipo de atracción más que por el gordito y  únicamente por esa asimilación nostálgica que su voz me devolvía de otros tiempos. Quise esperarte pero me habías negado en el pasado tantas veces, que supongo que, debido sobre todo a ello la cagué, y no te esperé sino todo lo contrario, bajo la tupida luz de las negaciones que me dirigías, tantas veces como judas negó a Jesús Cristo. Ahora otra vez vuelvo a cagarla al tiempo que lo separo de la señora cocainómana, y digo: “vámonos ya”.

  La sangre se confunde detrás de los focos, ya no es roja, ya no es sangre. Las balas se equivocan al salir de las armas, ya no es ca...