Me parece que una buena descripción de mi
situación empezaría por relatar a grandes rasgos cuál es mi estado anímico.
Podría empezar con un ahora mismo siento
o ahora mismo estoy pero prefiero
transcribir la conversación que mantiene mi cerebro: Odio que la gente hable con los
gatos, en general odio a la gente que habla con animales pero mucho más odio a
la gente que habla con gatos. Mi vecina
hace eso todo el tiempo, habla y habla con su gato en un idioma ininteligible,
sé que es francesa porque mi amigo me lo ha dicho, pero desde luego no se
expresa en lengua franca con el gato, con el que habla en un dialecto parecido
al japonés. La oigo orinar y la oigo hablar con el gato todo el tiempo en
japonés, y por lo que escucho puedo deducir que la francesa suele saludar al
gato, decirle una frase incompresible y de ahí mear. Suele mear, como muchas
mujeres, en dos tiempos, un chorro que nace y se interrumpe, un segundo chorro
que precede al primero, después se
sucede el sonido de la cadena del wáter. El gato debe estar esperándola
en el umbral de la puerta del cuarto de baño, o quizá tenga su cajita de
excrementos ahí. He visitado varias
casas que tenían la cajita de excrementos
felinos en el suelo del cuarto de baño junto al retrete de los humanos,
por lo cual no me parecería demasiado extraño que la francesa y el gato
orinaran a la vez mientras la primera habla nipón y el gato apenas maúlla. Bien pensando
sólo sé que es un gato porque mi amigo me comentó que la francesa tiene
gatos, de modo que cabe la posibilidad
de que ni exista el gato, ni mi vecina sea francesa, cosa que a su vez, tendría sentido ya que para mí, como para mucha gente,
resultaría más lógico que mi vecina fuera efectivamente japonesa, y no que
adoptara ese idioma para hablar con un gato que quizá ni exista, pues me baso
únicamente en un comentario de mi amigo, y las palabras son lo que son, pero no
son hechos comprobables.
Desde las diez de la mañana que
llegué a mi casa no he oído otro cosa que a la francesa meando, la cadena del
wáter, y el supuesto japonés que sale en forma de maullido agudo con el
propósito tal vez de suplir el silencio felino. De todas formas estoy feliz de
escuchar a mi vecina psicópata o no, todo depende del crédito que dé a las
palabras de mi amigo, estoy feliz de escucharla porque eso significa que estoy
sola y que lo que pasó esa noche ha
quedado atrás hasta nuevo aviso, por lo menos. Eso significa que como siempre
me tengo a mí, y al rumor de la gente que odio y que habla con gatos para
almidonar la soledad, que yo ahuyento también gracias a ese aullido japonés
inclemente. Pero la otra noche en ese bar no estaba sola, al menos no de esta
manera, dicen que siempre estamos solos y creo que tienen razón en eso porque
uno sólo puede contar con uno mismo en la medida en que la gente tiende a
morirse o a abandonarte cuando menos lo esperas, así que en esencia estamos
pretéritamente solos, aunque estemos acompañados en determinados momentos. La
otra noche era una de esas noches en las que una está acompañada en soledad. En
la mesa que localicé desde el umbral de la puerta estaba mi amigo, con el que
había mantenido relaciones que ya no mantengo, un colega gordito de él, con el
pelo largo y alborotado, cuya voz se parecía mucho a la de alguien con quien he
mantenido relaciones también pero que ya no mantengo, y por eso el gordito me
cayó bien desde el principio y me dio cierta ternura y puede que ganas de
abrazarlo, y puede que, en algún momento de la noche, incluso lo abrazara. Al
lado de ellos, estaba un poeta local al que tardé mucho en reconocer pero que
acabé reconociendo por mí misma, cosa de la que al final me sentí orgullosa
pues desde hace años mantengo una lucha férrea con mi memoria que no es nada
visual, o es visual selectiva y sólo recuerda las cosas que tienen forma de
palabras; nunca una película, una cara o el lugar donde puse las llaves, nunca
el emplazamiento del sitio por el que
pasé mil veces, pero siempre en todos los casos, ese libro o ese poema que
leí. El caso es que cuando pienso en mi odio hacia
la gente que habla con los gatos me imagino a tantos celebres escritores que
amo, los cuales a su vez amaban a los gatos; ahí están los maduros Bukowski, Cortazar y Burroughs acariciando con sus
plateados cabellos los cabellos plateados de sus gatos, colocando cuenquitos de
leche sobre las baldosas de sus cocinas mientras susurran a sus felinos, no en
japonés pero sí en porteño con dejo francés y en inglés norteamericano.
Le vi salir de la noche con sus
ideas desordenadas, le vi hablar con esa vieja y pensé: este está tan loco que
se va con la vieja coquera. La verdad que
no sabía que estaba en coca porque yo no consumo esa droga y, por lo
demás, soy bien inocente en lo que a sus
efectos se refiere, lo que muchos señalarían como efecto de la droga, yo con mi
falso titulo de psicóloga argentina, lo atribuyo a la soledad atorrante que
intentan compensar ciertas personas en la noche
del fin de semana dando rienda suelta a su verborrea. Y así fue como
analicé a la mujer de sesenta años, vestida con una blusa ajustada que sacaba a
relucir la total ausencia de curvas que componía su menopáusica anatomía, y me
dije mirando esa falda plisada “ahí adentro hay un páramo seco” mientras su
lengua gravitaba de un lado a otro de la boca sin que yo pudiera identificar
ese como un efecto de la cocaína. También pensé que su actitud podía ser un
intento desesperado por ponerme celosa, a mí, que en ese momento acaparaba la
atención de cinco hombres, hacía los que no sentía ningún tipo de atracción más
que por el gordito y únicamente por esa
asimilación nostálgica que su voz me devolvía de otros tiempos. Quise esperarte
pero me habías negado en el pasado tantas veces, que supongo que, debido sobre
todo a ello la cagué, y no te esperé sino todo lo contrario, bajo la tupida luz
de las negaciones que me dirigías, tantas veces como judas negó a Jesús Cristo.
Ahora otra vez vuelvo a cagarla al tiempo que lo separo de la señora cocainómana,
y digo: “vámonos ya”.