lunes, 29 de diciembre de 2014



Manuel "El Atinado"

y

Juan "El Floro"


Se pidió otra cerveza y continúo mirando la tele con sus grandes ojos de vaca triste. En ese momento entraba yo por la puerta, después de haber estado observándolo un buen tiempo desde la vidriera del bar. El día era el típico de invierno limeño. El cielo, de un gris tan triste, que bajo esta escala de grises no debieran morar más que depresivos y solitarios como yo. Ni una sola persona sana debería estar obligada a pasar un invierno en Lima. Más ahora, cuando todo el plan del gobierno ha quedado al descubierto e, incluso, él mismo gobierno ha reconocido la existencia de una ciudad paralela, enterrada bajo la mugre y el asfalto de esta ciudad. Es una ciudad diseñada con el objeto de que siempre brille el sol en ella. Es una ciudad para la gente que goza de salud mental. El único problema es que, según parece, cuando todas las obras estaban a punto de culminarse, compraron la empresa tres multinacionales chilenas, con lo que se resolvió finalmente el conflicto derivado de la Guerra del Pacífico. Una Lima para los peruanos, otra para los chilenos, ni se tocan, ni se miran, ni se ven. Unos son felices y otros no, pero eso ¿a quién chucha le importa?

La mayoría de los limeños nos hemos acostumbrado a la tristeza. A coger el metropolitano atestado, a mugir, como ganado cercado que somos, mientras se cierran, con esfuerzo, a nuestras espaldas las puertas. A correr por la Javier Prado, poco después de que la segunda combi a la que te trepaste, te deje en medio de la carretera, sorteando el tráfico endiablado. Como ciervo recién nacido, con tus patitas temblorosas, mientras los carros se pitan para adelantar, y se embisten para imponer su lugar encima del alquitrán, del que no logras separarte hasta que tomas la decisión de todos los días, y piensas "hoy decido vivir" "veamos si lo logro".

Lo observo mientras termino mi cigarro. Me detengo en sus grandes ojeras verdosas, como bolsas de té pasado por los años. En su pelo canoso, abundante, aunque también atravesado por dos buenas entradas, y en su piel blanquiñosa. En Perú, como buenos hijos de la colonia que somos, como buenos amantes del neocolonialismo después, no decimos blanco sin sumarle una carga negativa, es la única forma que tenemos de resarcirnos de tantos años de dominación. Le sumamos el "ñoso/a" a la palabra, y ahí no más, nuestra conciencia queda tranquila. Somos los Pizarros de la nueva era, el lenguaje lo es todo. ¿Qué fue antes, la idea o la palabra que la nombra? Supongo que la idea, pero sin la palabra que la nombra, ¡qué poco importaría esa idea!

Ya no hay indios a los que dominar, ahora sólo quedan palabras y expresiones que transformar en chistes racistas.

Atraparemos al emperador de los chistes, lo encerraremos en una habitación, y después cercenaremos su cuerpo. Enterraremos cada parte del mismo en un lugar distinto. Esta vez no será para que no se vuelvan a reunir, si no para que cada una fructifique, y cree sus propios chistes. Para que salgan de la tierra a borbotones como papa madura, por todos los lugares del país; chistes de cholos sucios, chistes de zambos sonsos, chistes de negros pingones y estúpidos, chistes de blancos cojudos...

El lenguaje es el nuevo colonizador, ya no es necesaria la República de indios, y la República de españoles, sólo bromea acerca del cholo, con eso será suficiente para que él mismo se humille, bromeándole a otro cholo ligeramente más cholo que él.

Pizarro se baja de su caballo y lo observa. Sin duda esos son sus ojos, esa es su piel blanca. Ese es su pelo medio crespo, cortado chiquito, esas son sus manos que siempre recordaré suaves, pese a los miles de ganchos que propinó, y pese a los miles de ganchos que encajó. Esa es su nariz abatida tantas veces. Llevo cerca de treinta años sin ver al gran "Juan El Posero", el puño más contundente de cuantos haya conocido Perú.

Acabo mi cigarro como una exhalación y abro la puerta. Llevo dentro mi corazón replicante, desde el primer momento en que lo volví a ver, del otro lado de la vitrina.

¿Cómo es esto del amor, no? Tanta gente ha malgastado tanto tiempo describiéndolo, escarbando en sus entrañas, desenredando la madeja, para explicarse, para intentar entender esa huevada. Y sin embargo, es tan jodidamente simple: el amor no pasa. Pueden venir cientos de científicos, a explicarme el tiempo de vida de la sustancia segregada por el hipotálamo, por la hipófisis, o por la chucha de su madre. Pueden decirme que el efecto dura tres años, y yo no dejaré de reírme de la concha de las madres de los científicos, que calcularon lo incalculable, y que todavía llaman a ese pastrulo, ciencia. Cuando la única verdad, cuando la más obvia de las verdades, es que el amor, cuando ha sido amor, no pasa.

Pueden terminar los amores de conveniencia, los amores por soledad, los amores por aburrimiento, lujuria, enfermedad…pero no el amor por el amor. No el amor que yo sentía por Juan El Posero, el mismo que sigo sintiendo ahora, treinta años después, cuando veo esa figura en otro tiempo atlética, ahora arrugada sobre el taburete.

Juan el posero se percata de que me dirijo hacía el, con mis piernas trémulas, y me lanza una mirada de lo más triste. También en su mirada hay reconocimiento, y una ternura infinita, quizá una mínima

esperanza. No me hace falta estudiar un compendio sobre las funciones del hipotálamo, para saber que él siente la misma mierda que yo. Me pongo a su lado en la barra, y le digo "Juan". No ha habido besos de por medio, entonces tampoco nos besábamos nunca en público. Nadie iba a entender en esa Lima de los ochenta, una relación entre dos boxeadores. Tampoco ahora la entendería nadie.

Su mirada de vaca acuosa me perfora los iris mientras dice:

-Hola, qué bueno verte después de tanto tiempo. ¿Quieres tomar algo?

Miro su mano, está bebiendo una Pilsen de botella pero servida en vaso. También por eso lo llamaban el posero, siempre se adelantó a su fama en los gestos, en la actitud, en ese afán por mostrarse civilizado, en el ambiente embrutecido de sparrings mal olientes, y meaderos llenos de lepra y orines.

-Quiero otra como la tuya.

No transcurre ni medio minuto, cuando tengo por fin mi chela. Digo por fin, porque en ese tiempo nadie ha dicho nada. A mí no me incomoda el silencio en absoluto, es más, me encanta el silencio. Pero con él me pasaba todo el tiempo hablando hace treinta años, por eso es raro, y triste, dejar un minuto en silencio. En aquella época, todos queríamos ser como Marcelo Quiñones, el peso medio ganador del título sudamericano en el Coliseo Amauta. Recuerdo ese día, yo tenía trece años, cuando prendí la tele del salón de la vieja casona familiar de Breña. Mi padre, y mi tío, tan forofos del boxeo, como yo, habían comprado cientos de chelas con las que nutrir nuestras laringes durante el combate. Todo el mundo quería que ganara el negrito Mauricio. Los brasileños nos tenían cogidos por las bolas en futbol, imposible zafarse de tantas derrotas en el campo de hierba, pero lo que no se hacía allá, podía hacerse sobre un ring, y Mauricio lo hizo esa noche increíble del 76.

El mesero se me queda mirando un largo rato mientras me extiende la cerveza.

-¿Manuel el Atinado? Me pregunta.
-El mismo (contesto con unas ansias locas de que desaparezca de ahí). De que desaparezca todo el mundo. Sólo quiero estar a solas con mi floro, con mi florero hermoso, todavía más mío después de todo este tiempo, después de reconocerme en él pese a los años. ¿Hay una prueba de amor más absoluta? Como dice Buena Vista Club Social: veinte años no son nada, y veinte más diez tampoco.



Me llamaban "El Atinado" porque siempre tuve esta lenguota de trapo, que se escapa de la boca, y de los cánones, y de las convecciones sociales y, aunque no quiere, siempre termina botando mierda, o

simplemente verdades en todas, y cada una de las declaraciones públicas donde intervenga. Y así fue como (pocas horas antes de enfrentarme a Mauro Mina "El bombardero de Chincha") cuando, el comentarista deportivo me preguntó qué pensaba de mi rival el negro Mina, le contesté que no había necesidad de llamarlo negro. Que con decirme el apellido, y dado, además, que sólo tenía un rival esa noche, podía perfectamente comprender a quién se refería. El comentarista me contestó entre risas – Bueno compadre ya sabe cómo nos llamamos por acá. A lo que yo le contesté- Sí, bueno, ya sabía que Perú es un país racista. Desde entonces empecé a ser "El Atinado", y todavía según parece, no me lo quito.



-Sí, es "El Atinado" el mejor peso medio de la historia del boxeo peruano, le contesta Juan.

-Después de ti, dice el mesero, separándose por fin de nuestro lado. Pucha eso es verdad, siempre estuve por detrás de él. A unos centímetros, pero siempre por detrás. No así en la cama, y con eso, aunque nadie lo supo nunca, con eso me basta.

-¿Qué ha sido de tu vida? Me pregunta – Oí que te habías casado, que tienes hasta chibolos.

- No son tan chibolos, están los dos cursando la preparatoria. Fueron mellizos, pe, mi esperma estaba bien cargado.

-Sí, lo recuerdo. No hay forma de olvidarlo.

Mi corazón se voltea, mis mejillas arden con esa declaración, que, por otra parte, ni falta hacía. ¡Pero qué bonito oírlo! ¡Pero qué mágico y bello oírlo! Mi impulso es tocarlo, mi impulso es abrazarlo en medio de esa cantina atestada de bigotes, y panzas cerveceras. Mi impulso es tomarle de la mano, pero ni modo.

Me río y le digo – Pucha ya sabía que me dirías eso. Desde el mismo momento en que dije la palabra esperma, supe cual iba a ser tu respuesta. Juan el Floro se ríe también. Ya lo hemos dicho todo, ahora sí puede imponerse el silencio. Ahora podemos enmudecernos todos. La misma ciudad atravesada por cientos de carros a esta hora, puede engullirse a sí misma, y volverse papilla entre los jugos gástricos de la urbe. Puede silenciarse también esta salsa remota que suena desde alguna esquina del local.
Fue él el que me dijo, hace treinta años: hasta acá nomás. Y yo le obedecí, porque no me quedaba otra, porque era inútil, de cualquier forma, explicarle que no teníamos por qué vivir así, si en verdad sí teníamos por qué vivir así. Es bonito el amor idílico, pero, a partir de cierta edad, es pesado como el plomo que chorrea del cielo de esta ciudad, y es trágico también como su noche que se parte contra la



costa de Lima, que se desangra contra el malecón de Chorrillos, de Miraflores, de Barranco, de Magdalena.

Yo siempre había estado por detrás de él, así que acepté nomás caballero. Me casé nomás caballero, crié dos hijos preciosos, y bien pilas, bien resabiditos ellos. Y les enseñé recortes de periódico de mis años dorados, y viejas fotos ajadas, donde salía mi marido de verdad, floreando con sus poses de estrella glam del boxeo, cuando todavía no era nadie. Y después, también fotos de él floreando cuando se convirtió en el paradigma del boxeo peruano. Lindo, mi Juan y sus poses, siempre con los brazos en alto, sosteniendo un cinturón imaginario. Ese que no se ganaría hasta diez años después. Decía que eso le servía para enfocarse, para dirigirse hacia su única aspiración. Alucinarse ese cinturón entre sus manos, para después poseerlo.

-¿Y tú? ¿Qué ha sido de ti? En todo este tiempo no me llegó ningún chisme sobre tu vida. Creo que tampoco quería oírlos.

- Nada, después de retirarme fui mozo de almacén. Después de eso, armé un puesto de pescado en Chorrillos, después liquidé el negocio, y me compré una casa en Cieneguilla. Y al cabo de un tiempo, la vendí también. Demasiada tranquilidad, demasiado espacio para mis pensamientos. Nunca me casé, sí tuve muchos amantes, todos hombres. Todavía no sé cómo ninguno de ellos ha contado chismes contra mí. Todavía no me explico eso.

- Yo sí lo entiendo, no hay quien no se enamore de ti.

-Justo por eso debieron haberme cagado.

Pedimos dos rondas más, después tres rondas más. Hablamos de nuestro tema favorito, del combate de Mauricio Quiñones que le dio el título sudamericano cuando derribó al brasileño Luis Fabre. No han pasado treinta años, han pasado apenas unas horas. Estoy saliendo de entrenar en el gimnasio de Artemio, en la primera cuadra de Surco, tengo veintisiete años. Mis piernas musculosas patean el suelo, con el único propósito de encontrarse con mi florín a la hora acordada.

Mi florito me va a recibir hermoso con sus veintinueve años bien cuadrados, bien lustrosos, bien tiernos también en las noches, y en las mañanas en las que nos amanecemos abrazados, trepadas nuestras piernas en el cuerpo del otro. El floro me abraza, y no me dice ya fue, me dice: quédate a dormir. Me dice: podemos comprar algo para la cena.


Currículum Literario

Año 2012, gano el primer premio del XXXI Concurso Literario para jóvenes que convoca el Ayuntamiento de Albacete.

Año 2010, publico un poema en una Antología Popular de Poesía de la Provincia de Albacete.

Año 2009, publico dos poemas en el número 7 de la revista digital "Impracabeza".

domingo, 21 de diciembre de 2014

El hombre que no entendía a Paul Klee




Describir a esta persona era un juego de malabarismo, porque sus facciones parecían cambiar constantemente; tan pronto sus labios eran rojizos, delgados, un poco picudos, como cinco minutos después, gruesos y más bien rosados. Con su mirada ocurría un tanto de lo mismo; sobre sus pómulos crisantemos, después de la cumbre y la bahía, el precipicio que desembocaba en dos huequitos  hundidos, en sus pupilas varadas solo a veces, porque otras, vivos y centelleantes los ojos parecían escarpársele del rostro…

-¡Espera, espera! ¿Qué es esto? ¿El hombre que no entendía a Paul Klee? ¿Paul Klee el pintor? ¿Por qué vas a hablar de Paul Klee el pintor?

-Bueno, es una especie de metáfora que se me ocurrió esta mañana puede que entre sueños, si no desde luego, solo unos segundos después de despertarme. En fin, el caso es que esa frase se dibujó en mi mente, así de manera instantánea, como si fuera una especie de revelación, no sé si me entiendes… Por un momento me pareció que el hombre, llamémoslo X, no entendía a Gustav Klimt, pero pensé… Klimt.. no, no puede ser Klimt sino Klee, que no se pronuncia con i sino con e.

-Ah creo que ya sé por dónde vas, este es un pobre intento de escribir un cuento con una metáfora, ¿no? Digamos que lo que quieres, por medio de la historia de este personaje, cuyas facciones supuestamente cambian contraviniendo las leyes de lo posible, es hablar por ejemplo… uhmm no sé.. ¿de lo que pasó ayer? Pero no quieres decirlo directamente, ¿no? No quieres que la gente identifique  a las personas reales detrás de esta historia, principalmente a ti y a  él.  Puede que ni siquiera se trate  de eso, puede que incluso te de igual que la gente conozca tus sentimientos, tus intimidades expuestas a escarnio público, ¡cómo si no lo hubieras hecho antes!

-Bueno sí… tiene algo que ver con lo que dices, pero no es esa por completo la razón, igual Barranco es muy pequeño y ya todos conocen la historia. No hay mucho que ocultar en el distrito más pequeño de Lima.  Más bien, quería utilizar esta metáfora para el evitar el yoismo, el incesante yoismo que asfixia mi escritura. Entonces esa frase se derramó sobre mi almohada  y me dije “ya Paul Klee”, y la historia iba a girar en torno a un hombre, como he dicho antes llamémoslo X. Y este hombre tenía una particularidad, bien marcada aunque poco observable porque, a no ser que se encontrara de frente con un cuadro de Klee, no era tangible su defecto. Ni siquiera tengo claro cuál iba a ser esta particularidad del sujeto protagonista de la historia; la idea abstracta era que, en un museo cualquiera, en el que estuviera expuesta la obra colectiva de varios pintores, al pasar frente a los cuadros de Klee, X no podría verlos, es decir su retina no mandaría las imágenes de Klee al cerebro de X.  

-Ah ya, ahora creo que entiendo algo (en realidad no, en realidad no entiendo nada) pero igual estoy ansioso por descubrir por qué no podía ver los cuadros del suizo en particular, y sí por ejemplo los de Kandiski, amigo cercano del pintor. Bueno y por supuesto también estoy a la expectativa de ese simbolismo qué habrás tenido que forzar al máximo para enlazar la historia de ustedes dos, con la de X incapaz de ver a Klee. También me dirás seguro, que X no alcanza a ver la obra de Klee, porque la obra de Klee le dice demasiado, más, mucho más que la obra de otros autores, y es, esa efervescencia de sentimientos resucitados, la que le provoca un miedo  irracional en X, porque siempre se tiene más miedo a ese monstruo dormido dentro de nosotros mismos, que ha ese otro que representa el mundo exterior. Y seguramente dirás también que es este miedo termina derivando en la incapacidad de ver la obra del autor que exacerba sus sentimientos. ¡Ah! ¡ya sé por dónde vas! ¿Esa es tu genial metáfora?

-Parece que sabes incluso más que yo sobre aquello que quería escribir, y que ya no escribiré, dilapidada como está mi voluntad por culpa de tus ironías. Pero dime una cosa antes de terminar con todo esto, ¿quién diablos se supone que eres tú? Porque no cabe duda de que yo soy la voz del autor, la voz del escritor planteándose el proceso de creación, pero ¿tú? ¿quién serías tú? ¿una segunda personalidad malvada creada por mi inconsciente con la misión de acabar con mi pulsión hacía la  literatura predecible? Y ¿Eres parte de mi mismo, o has llegado de fuera? ¿Debo imaginarte como una especie de duende irlandés colgado de mi hombro mientras silba estas palabras en mi oído?

-¿Un duende irlandés colgado de tu hombro silbando palabras en tu oído? ¿es que no puedes dejar de hacer metáforas ridículas?

miércoles, 17 de diciembre de 2014

-¿Recuerdas ese libro de Douglas Coupland, “Generación X”? Sí, sí lo has leído, no pongas esa cara, yo te lo dejé. Los protagonistas del libro eran tres jóvenes norteamericanos nacidos en el transcurso de la guerra de Kosovo. El libro hablaba básicamente de la apatía que produce una vida rudimentaria, un horario de oficina, la familia modelo norteamericana, las relaciones de pareja, el sistema capitalista, la sociedad de consumo etc. Al final de la novela, uno de estos jóvenes decide dejarlo todo y se va a vivir a México, a San Felipe en la frontera con Estados Unidos. Desde que leí ese libro siempre he imaginado San Felipe como el único lugar de la tierra dónde podríamos ser lo que en concreto somos, lejos, muy lejos de todas las mascaras que usamos. Allí me gustaría ir, aunque ahora San Felipe es una especie de Resort enorme, uno de los principales destinos turísticos de México, algo así como Valparaíso en Chile. ¿Qué te puedo decir? No hay nada verdaderamente original en mis pensamientos. Todo es absurdamente romántico, platónico, idealista. Con toda probabilidad terminaría odiando a los viejos norteamericanos retirados que no miran el atardecer sino el Sunset mientras beben sus martinis y pasean sus narices impostadas y sus labios inflamados como ascuas, al tiempo que hablan con sus sobrinos y nietos fingiendo ese soniquete infantil que adopta la gente cuando habla con niños, que personalmente no soporto, y creo que ni los mismos niños soportan en realidad. ¿Qué niño quiere que le hables como niño? Un niño lo que anhela es que los adultos le hablen como adultos que son. Es como si de repente un vegetal se pusiera a cantar la Traviatta. Ya los vegetales no cantan, podrías decir, pero tampoco los adultos hablamos como niños poseídos con ciertas dosis de retraso mental. El caso es que hace falta un San Felipe, un lugar al que huir mentalmente de esta vida desapasionada que nos apelmaza, como moscas rutilantes que gastan sus días en golpearse una y otra vez contra el cristal de la ventana.
El día de su cumpleaños improvisé un regalo. En la pastelería que quedaba cerca de la casa vendían muñecos de goma dulce de esos que decoran las tartas. El muñeco que elegí era rosado, comestible, de unos cinco centímetros y representaba un perro. Por entonces todavía vivíamos en la primera casa. No recuerdo bien la forma en que le di el muñeco, creo que lo dejé encima de la mesa de madera grande alrededor de la cual comíamos en la cocina, entre esos azulejos con naranjas dibujas que decoraban las paredes. O puede que no fuera así de fría, puede que se lo diera en la mano. Sí recuerdo muy bien cómo lloró cuando vio el estúpido perro de goma. Lloró de manera incontenible durante minutos como si un afluente cansado saliera de sus ojos. Y nosotros seguíamos comiendo y él seguía llorando. Me sentía culpable, ¿para qué le habré dado ese estúpido muñeco? Ahora no puede dejar de llorar y nadie dice nada. Nadie intenta consolarlo, ni consolarme, todos comen en silencio mirando fijamente su plato

viernes, 12 de diciembre de 2014

Rumores de embarazo



Todo empezó de la manera más casual. Acababa de terminar una clase, y faltaban unos minutos para dar comienzo a la siguiente. Suelo aprovechar ese tiempo para mirar con honda melancolía la larga fila de aulas de enfrente, pues al carecer de campus la universidad, todo lo que puedes contemplar es una sucesión de aulas, que ni el sol más  cegador, como el de ese día, puede ocultar. Fue en ese momento cuando oí el rumor que ya corría como hilo de agua que ha olvidado su afluente, por lo que era imposible, a esas alturas, saber quién había hecho circular la infamia.

-Sí, sí la miss está embarazada ¿qué no lo sabías?
-¿Sí? No parece, ¿cómo sabes?

Apenas pude entender esas dos frases casi mudas que brotaron de las comisuras de sus labios adolescentes como confesión a párroco, mientras con ceñudo empeño intentaban no dirigir abiertamente su mirada hacía mí. En un principio, lo primero que pensé fue, que obviamente deberían estar refiriéndose a otra “miss”, a una cuya barriga sobresaliera, o a cualquier miss en general dada al embarazo, porque a mí, en mis casi dos años de docencia no se me conocía ninguno. Pero en el fondo sabía que no, sabía que se referían a mí, porque una sabe cuándo se refieren a ella de manera solapada en una reunión social, porque a los treinta y un años cumplidos una ya ha sido objeto de la rumoreología.

Mi actitud, como la de cualquier persona medianamente racional, fue la de la indiferencia, hice como sí no hubiera oído nada, y continúe con mis clases. Sin embargo, poco a poco esas palabras fueron tomando forma en mi pensamiento. En primer lugar reparé en algo que antes ni siquiera se me había ocurrido; con la docencia había pasado a ser una “figura pública”. Así como en mis años de estudiante universitaria ese profesor había participado en las FARC, o esa otra había recibido la cátedra por chupársela a un anciano, o aquel otro tenía un tumor con más de diez kilos de bilis en el estomago. De modo que, a mi maletín, a mis alumnos y a mis horarios lectivos, había de sumarle un tumor, una mamada, activismo en la selva colombiana, y a todo ello además un embarazo.

También me quedé pensando en la segunda parte del chisme, porque un chisme suele estar bastante más elaborado. Suele tener una ubicación espacial, temporal y un contexto definido. Sólo por curiosidad quería saber a quién atribuían la paternidad de mi bebé (yo sí sabía quién sería el padre lógicamente, ¿pero cómo habrían de saberlo ellos?). El día era excesivamente caluroso y había elegido muy mal mi atuendo; un jersey grueso de lana, un pantalón vaquero ajustado, unas zapatillas de alpinista cerradas hasta el tobillo y el sol limeño cuya radiación estudios recientes dicen que es una de las más altas de la tierra.  Figúrense entonces cuán pesado era mi estado de ánimo, intentando deslizarme hasta el metropolitano con un maletín cargado de trabajos de las mismas personas que aseguraban que dentro de mi vientre había una vida germinando. Sentía la imperiosa necesidad de tirarme al suelo y fingir ser una oruga, cuyo cuerpo invertebrado, tomara impulso desde sus patas delanteras para atraer a las traseras en lento movimiento ondulante, sin embargo pude resistir ese impulso y caminar de forma bípeda hasta la misma puerta del metropolitano. Para cuando llegué allá me sentía totalmente extenuada, más incluso de lo normal.

A la entrada del paradero se amontonaban decenas de personas, que olvidando el civilismo, se empujaban unas a otras luchando por  introducirse en un vagón atestado. Cuando por fin pasó un vagón que, sin estar ni mucho menos vacío, cabría esperar de él que todavía contuviera un mínimo de oxígeno,  me introduje en él, mientras pensaba que, de ser ciertos los rumores, podría apelar a mi embarazo para ocupar uno de los asientos rojos, reservados para ancianos, mujeres embarazadas e inválidos. Pese a las habladurías que apuntaban lo contrario, al no estar dentro de ninguna de esas tres categorías, me quedé de pie, pendiendo de la barra superior, totalmente necesaria a juzgar por los frenazos a que de tanto en tanto, nos sometía el conductor del metropolitano. Fue en una de esas bruscas paradas cuando comencé a notar un peso y un ardor exacerbado en mis tobillos, como si una capa de grasa sanguinolenta los envolviera. Inconscientemente procedí a tocarlos para saber qué era aquel cuerpo desconocido que de repente me hacía imposible continuar en pie. Pero en lugar de un cuerpo ajeno descubrí a mis propios tobillos, eso sí mucho más hinchados, probablemente su tamaño se había duplicado, quizá incluso triplicado. No podía creerlo, ¿cómo era posible que hubiera operado este cambio en ellos en el transcurso de unas pocas horas? Hasta hace nada mis tobillos eran perfectamente normales, o al menos, eran los mismos tobillos que acostumbraba a ver día tras día, desde la salida del sol hasta el ocaso. 
Tras una de esas muchas sacudidas, el autobús se detuvo y subieron veinte personas más agotando ese oxígeno que había calculado escaso a la hora de decidirme por entrar en el vagón. Estas personas, además de acabar con el oxigeno disponible, traían sus propios aromas, no del todo agradables, más bien desagradables. Tanto así que, sin percibirlo, había empezado a brotar una nausea desde la boca de mi estomago que, arrastrando con ella el olor de los nuevos pasajeros y el crudo de las calles limeñas, estuvo a punto de salir arrojada a la superficie.  Finalmente pude contener el vomito al tiempo que una joven, visiblemente avergonzada me cedía su asiento con actitud de disculpas. Qué amable, debe ser una chica sensible, de esas que se dan cuenta de las personas que a su alrededor lo están pasando mal, pensé e intenté dirigir mi mirada hacía ella, para ver sí en sus rasgos se describía este tipo de inteligencia emocional, pero para entonces ya estaba sentaba en el asiento que me acababan de ceder, y la repentina visión de mi abultada barriga sietemesina reclamaba toda mi atención.





   

  La sangre se confunde detrás de los focos, ya no es roja, ya no es sangre. Las balas se equivocan al salir de las armas, ya no es ca...