Manuel "El Atinado"
y
Juan "El Floro"
Se pidió otra cerveza y continúo mirando la tele con sus grandes ojos de vaca triste. En ese momento entraba yo por la puerta, después de haber estado observándolo un buen tiempo desde la vidriera del bar. El día era el típico de invierno limeño. El cielo, de un gris tan triste, que bajo esta escala de grises no debieran morar más que depresivos y solitarios como yo. Ni una sola persona sana debería estar obligada a pasar un invierno en Lima. Más ahora, cuando todo el plan del gobierno ha quedado al descubierto e, incluso, él mismo gobierno ha reconocido la existencia de una ciudad paralela, enterrada bajo la mugre y el asfalto de esta ciudad. Es una ciudad diseñada con el objeto de que siempre brille el sol en ella. Es una ciudad para la gente que goza de salud mental. El único problema es que, según parece, cuando todas las obras estaban a punto de culminarse, compraron la empresa tres multinacionales chilenas, con lo que se resolvió finalmente el conflicto derivado de la Guerra del Pacífico. Una Lima para los peruanos, otra para los chilenos, ni se tocan, ni se miran, ni se ven. Unos son felices y otros no, pero eso ¿a quién chucha le importa?
La mayoría de los limeños nos hemos acostumbrado a la tristeza. A coger el metropolitano atestado, a mugir, como ganado cercado que somos, mientras se cierran, con esfuerzo, a nuestras espaldas las puertas. A correr por la Javier Prado, poco después de que la segunda combi a la que te trepaste, te deje en medio de la carretera, sorteando el tráfico endiablado. Como ciervo recién nacido, con tus patitas temblorosas, mientras los carros se pitan para adelantar, y se embisten para imponer su lugar encima del alquitrán, del que no logras separarte hasta que tomas la decisión de todos los días, y piensas "hoy decido vivir" "veamos si lo logro".
Lo observo mientras termino mi cigarro. Me detengo en sus grandes ojeras verdosas, como bolsas de té pasado por los años. En su pelo canoso, abundante, aunque también atravesado por dos buenas entradas, y en su piel blanquiñosa. En Perú, como buenos hijos de la colonia que somos, como buenos amantes del neocolonialismo después, no decimos blanco sin sumarle una carga negativa, es la única forma que tenemos de resarcirnos de tantos años de dominación. Le sumamos el "ñoso/a" a la palabra, y ahí no más, nuestra conciencia queda tranquila. Somos los Pizarros de la nueva era, el lenguaje lo es todo. ¿Qué fue antes, la idea o la palabra que la nombra? Supongo que la idea, pero sin la palabra que la nombra, ¡qué poco importaría esa idea!
Ya no hay indios a los que dominar, ahora sólo quedan palabras y expresiones que transformar en chistes racistas.
Atraparemos al emperador de los chistes, lo encerraremos en una habitación, y después cercenaremos su cuerpo. Enterraremos cada parte del mismo en un lugar distinto. Esta vez no será para que no se vuelvan a reunir, si no para que cada una fructifique, y cree sus propios chistes. Para que salgan de la tierra a borbotones como papa madura, por todos los lugares del país; chistes de cholos sucios, chistes de zambos sonsos, chistes de negros pingones y estúpidos, chistes de blancos cojudos...
El lenguaje es el nuevo colonizador, ya no es necesaria la República de indios, y la República de españoles, sólo bromea acerca del cholo, con eso será suficiente para que él mismo se humille, bromeándole a otro cholo ligeramente más cholo que él.
Pizarro se baja de su caballo y lo observa. Sin duda esos son sus ojos, esa es su piel blanca. Ese es su pelo medio crespo, cortado chiquito, esas son sus manos que siempre recordaré suaves, pese a los miles de ganchos que propinó, y pese a los miles de ganchos que encajó. Esa es su nariz abatida tantas veces. Llevo cerca de treinta años sin ver al gran "Juan El Posero", el puño más contundente de cuantos haya conocido Perú.
Acabo mi cigarro como una exhalación y abro la puerta. Llevo dentro mi corazón replicante, desde el primer momento en que lo volví a ver, del otro lado de la vitrina.
¿Cómo es esto del amor, no? Tanta gente ha malgastado tanto tiempo describiéndolo, escarbando en sus entrañas, desenredando la madeja, para explicarse, para intentar entender esa huevada. Y sin embargo, es tan jodidamente simple: el amor no pasa. Pueden venir cientos de científicos, a explicarme el tiempo de vida de la sustancia segregada por el hipotálamo, por la hipófisis, o por la chucha de su madre. Pueden decirme que el efecto dura tres años, y yo no dejaré de reírme de la concha de las madres de los científicos, que calcularon lo incalculable, y que todavía llaman a ese pastrulo, ciencia. Cuando la única verdad, cuando la más obvia de las verdades, es que el amor, cuando ha sido amor, no pasa.
Pueden terminar los amores de conveniencia, los amores por soledad, los amores por aburrimiento, lujuria, enfermedad…pero no el amor por el amor. No el amor que yo sentía por Juan El Posero, el mismo que sigo sintiendo ahora, treinta años después, cuando veo esa figura en otro tiempo atlética, ahora arrugada sobre el taburete.
Juan el posero se percata de que me dirijo hacía el, con mis piernas trémulas, y me lanza una mirada de lo más triste. También en su mirada hay reconocimiento, y una ternura infinita, quizá una mínima
esperanza. No me hace falta estudiar un compendio sobre las funciones del hipotálamo, para saber que él siente la misma mierda que yo. Me pongo a su lado en la barra, y le digo "Juan". No ha habido besos de por medio, entonces tampoco nos besábamos nunca en público. Nadie iba a entender en esa Lima de los ochenta, una relación entre dos boxeadores. Tampoco ahora la entendería nadie.
Su mirada de vaca acuosa me perfora los iris mientras dice:
-Hola, qué bueno verte después de tanto tiempo. ¿Quieres tomar algo?
Miro su mano, está bebiendo una Pilsen de botella pero servida en vaso. También por eso lo llamaban el posero, siempre se adelantó a su fama en los gestos, en la actitud, en ese afán por mostrarse civilizado, en el ambiente embrutecido de sparrings mal olientes, y meaderos llenos de lepra y orines.
-Quiero otra como la tuya.
No transcurre ni medio minuto, cuando tengo por fin mi chela. Digo por fin, porque en ese tiempo nadie ha dicho nada. A mí no me incomoda el silencio en absoluto, es más, me encanta el silencio. Pero con él me pasaba todo el tiempo hablando hace treinta años, por eso es raro, y triste, dejar un minuto en silencio. En aquella época, todos queríamos ser como Marcelo Quiñones, el peso medio ganador del título sudamericano en el Coliseo Amauta. Recuerdo ese día, yo tenía trece años, cuando prendí la tele del salón de la vieja casona familiar de Breña. Mi padre, y mi tío, tan forofos del boxeo, como yo, habían comprado cientos de chelas con las que nutrir nuestras laringes durante el combate. Todo el mundo quería que ganara el negrito Mauricio. Los brasileños nos tenían cogidos por las bolas en futbol, imposible zafarse de tantas derrotas en el campo de hierba, pero lo que no se hacía allá, podía hacerse sobre un ring, y Mauricio lo hizo esa noche increíble del 76.
El mesero se me queda mirando un largo rato mientras me extiende la cerveza.
-¿Manuel el Atinado? Me pregunta.
-El mismo (contesto con unas ansias locas de que desaparezca de ahí). De que desaparezca todo el mundo. Sólo quiero estar a solas con mi floro, con mi florero hermoso, todavía más mío después de todo este tiempo, después de reconocerme en él pese a los años. ¿Hay una prueba de amor más absoluta? Como dice Buena Vista Club Social: veinte años no son nada, y veinte más diez tampoco.
Me llamaban "El Atinado" porque siempre tuve esta lenguota de trapo, que se escapa de la boca, y de los cánones, y de las convecciones sociales y, aunque no quiere, siempre termina botando mierda, o
simplemente verdades en todas, y cada una de las declaraciones públicas donde intervenga. Y así fue como (pocas horas antes de enfrentarme a Mauro Mina "El bombardero de Chincha") cuando, el comentarista deportivo me preguntó qué pensaba de mi rival el negro Mina, le contesté que no había necesidad de llamarlo negro. Que con decirme el apellido, y dado, además, que sólo tenía un rival esa noche, podía perfectamente comprender a quién se refería. El comentarista me contestó entre risas – Bueno compadre ya sabe cómo nos llamamos por acá. A lo que yo le contesté- Sí, bueno, ya sabía que Perú es un país racista. Desde entonces empecé a ser "El Atinado", y todavía según parece, no me lo quito.
-Sí, es "El Atinado" el mejor peso medio de la historia del boxeo peruano, le contesta Juan.
-Después de ti, dice el mesero, separándose por fin de nuestro lado. Pucha eso es verdad, siempre estuve por detrás de él. A unos centímetros, pero siempre por detrás. No así en la cama, y con eso, aunque nadie lo supo nunca, con eso me basta.
-¿Qué ha sido de tu vida? Me pregunta – Oí que te habías casado, que tienes hasta chibolos.
- No son tan chibolos, están los dos cursando la preparatoria. Fueron mellizos, pe, mi esperma estaba bien cargado.
-Sí, lo recuerdo. No hay forma de olvidarlo.
Mi corazón se voltea, mis mejillas arden con esa declaración, que, por otra parte, ni falta hacía. ¡Pero qué bonito oírlo! ¡Pero qué mágico y bello oírlo! Mi impulso es tocarlo, mi impulso es abrazarlo en medio de esa cantina atestada de bigotes, y panzas cerveceras. Mi impulso es tomarle de la mano, pero ni modo.
Me río y le digo – Pucha ya sabía que me dirías eso. Desde el mismo momento en que dije la palabra esperma, supe cual iba a ser tu respuesta. Juan el Floro se ríe también. Ya lo hemos dicho todo, ahora sí puede imponerse el silencio. Ahora podemos enmudecernos todos. La misma ciudad atravesada por cientos de carros a esta hora, puede engullirse a sí misma, y volverse papilla entre los jugos gástricos de la urbe. Puede silenciarse también esta salsa remota que suena desde alguna esquina del local.
Fue él el que me dijo, hace treinta años: hasta acá nomás. Y yo le obedecí, porque no me quedaba otra, porque era inútil, de cualquier forma, explicarle que no teníamos por qué vivir así, si en verdad sí teníamos por qué vivir así. Es bonito el amor idílico, pero, a partir de cierta edad, es pesado como el plomo que chorrea del cielo de esta ciudad, y es trágico también como su noche que se parte contra la
costa de Lima, que se desangra contra el malecón de Chorrillos, de Miraflores, de Barranco, de Magdalena.
Yo siempre había estado por detrás de él, así que acepté nomás caballero. Me casé nomás caballero, crié dos hijos preciosos, y bien pilas, bien resabiditos ellos. Y les enseñé recortes de periódico de mis años dorados, y viejas fotos ajadas, donde salía mi marido de verdad, floreando con sus poses de estrella glam del boxeo, cuando todavía no era nadie. Y después, también fotos de él floreando cuando se convirtió en el paradigma del boxeo peruano. Lindo, mi Juan y sus poses, siempre con los brazos en alto, sosteniendo un cinturón imaginario. Ese que no se ganaría hasta diez años después. Decía que eso le servía para enfocarse, para dirigirse hacia su única aspiración. Alucinarse ese cinturón entre sus manos, para después poseerlo.
-¿Y tú? ¿Qué ha sido de ti? En todo este tiempo no me llegó ningún chisme sobre tu vida. Creo que tampoco quería oírlos.
- Nada, después de retirarme fui mozo de almacén. Después de eso, armé un puesto de pescado en Chorrillos, después liquidé el negocio, y me compré una casa en Cieneguilla. Y al cabo de un tiempo, la vendí también. Demasiada tranquilidad, demasiado espacio para mis pensamientos. Nunca me casé, sí tuve muchos amantes, todos hombres. Todavía no sé cómo ninguno de ellos ha contado chismes contra mí. Todavía no me explico eso.
- Yo sí lo entiendo, no hay quien no se enamore de ti.
-Justo por eso debieron haberme cagado.
Pedimos dos rondas más, después tres rondas más. Hablamos de nuestro tema favorito, del combate de Mauricio Quiñones que le dio el título sudamericano cuando derribó al brasileño Luis Fabre. No han pasado treinta años, han pasado apenas unas horas. Estoy saliendo de entrenar en el gimnasio de Artemio, en la primera cuadra de Surco, tengo veintisiete años. Mis piernas musculosas patean el suelo, con el único propósito de encontrarse con mi florín a la hora acordada.
Mi florito me va a recibir hermoso con sus veintinueve años bien cuadrados, bien lustrosos, bien tiernos también en las noches, y en las mañanas en las que nos amanecemos abrazados, trepadas nuestras piernas en el cuerpo del otro. El floro me abraza, y no me dice ya fue, me dice: quédate a dormir. Me dice: podemos comprar algo para la cena.
Currículum Literario
Año 2012, gano el primer premio del XXXI Concurso Literario para jóvenes que convoca el Ayuntamiento de Albacete.
Año 2010, publico un poema en una Antología Popular de Poesía de la Provincia de Albacete.
Año 2009, publico dos poemas en el número 7 de la revista digital "Impracabeza".