lunes, 30 de julio de 2012

Ayer lo vi

Ayer lo vi. Estaba sentado en la barra del “Atomic”. Yo había entrado con mi amiga Mari Lin, que en realidad sólo se llama Lin; es alemana.
Como digo, ahí estaba. Con sus ojos verdes y su camisa de cuadros azules, sus pantalones vaqueros y su plátano encima de la barra. Le dije que lo había visto esa misma mañana, caminando por la plaza de Santo Domingo cargando una guitarra a la espalda. Él me dijo: “¿Sí? Yo no te vi”. En realidad, es bastante probable que no me viera, lo que tengo claro es que vio a mi hermana porque le pegó un repaso de arriba a abajo de los de aúpa. Pero bueno, todas esas cosas no me molestan. Después de toda esa introducción, me pareció que ya era el momento oportuno para hablarle del plátano, y le dije: ¿por qué tenéis un plátano encima de la barra? Hombre, mi comentario no era ingenuo, llevo ya bastante vida recorrida, y sabía de sobra que mi pregunta iba a suscitar chistes falocéntricos, pero pensé que, con él, todos esos chistes podrían aportarme algo, quizás me hicieran crecer como persona. Si te encuentras un plátano encima de la barra de un bar entre montones de fotografías, lo normal es preguntar qué hace ahí ese plátano. También podía haber preguntado por las fotografías, y con toda probabilidad hubiera salido del local un poco más culta. Bueno, el caso es que sucedió como sucedió, todo esto no me lo estoy inventando.
Al cabo de unos segundos llegaba su respuesta: “¿esto? Es mi merienda” (eran ya las nueve de la noche, pensé que más bien era su cena, pero ¿quién era yo para cuestionar su interfase horario?). Sosteniendo el plátano con las manos, moviéndolo de arriba a abajo, a modo del movimiento de una báscula, continuó: “pesa, es un plátano
muy grande, mira”. Y me lo pasa, entonces yo repito el ejercicio de su mano- báscula y respondo: “sí, es un buen plátano”.
Escucha mi respuesta, se ríe, se ríen todos los presentes, entonces se gira rápido hacía mi amiga, quiere presentarse pero ella le interpela, “en realidad ya nos conocemos”, le dice. Y empieza a darle una serie de explicaciones, todas erradas, que yo tengo que ir corrigiendo conforme andan sus palabras por su lengua y por el aire. Al final, la explicación de cómo se conocen ellos dos, que es la misma de cómo nos conocemos nosotros dos, queda bastante clara pero él no lo recuerda en absoluto, además parece que no ha escuchado ni una sola de mis correcciones a la alemana, porque justo cuando termino de habar, me dice: “pero ¿cómo nos conocimos?”.
Estábamos en el Musik, de eso hará ya un año y medio. El Musik es un local que se encuentra en pleno centro de Murcia. Un espacio que han habilitado en la plaza de toros, en los pasillos alrededor del recinto circular, que deben tener un nombre dentro del vocabulario taurino, pero que yo desconozco. El garito funciona muy bien porque en Murcia todos los bares del centro cierran entre las tres y las cuatro de la mañana y, cuando eso pasa, tu única posibilidad de continuar la fiesta, al menos hasta que sea una hora decente para ir a un after, es el Musik. El Musik cubre entonces ese interludio entre las cuatro y las siete de la mañana. Tiene tres salas abiertas, todas con esa forma de semicírculo, que existe pero que claro, una no se percata tanto estando allí dentro, habría que verlo en perspectiva, desde arriba, o ser Copérnico para hacerse una idea clara de que no forma una línea recta sino circular.
Nos encontrábamos en la sala central, que es la más grande. Creo que ya no se podía fumar allí, así que debía oler de aquella manera. Lo vi debajo de un arco, junto a la máquina de tabaco que todavía estaba dentro. Hablaba con un amigo suyo, y por momentos también con un amigo mío que socializa muy poco, pero cuando lo hace, siempre borracho, lo hace de una manera muy particular y cómica. Así que ahí estaba yo, mirando el espectáculo y riéndome un poco para adentro, quizá también para afuera, cuando me di cuenta de que mi amigo estaba socializando de forma anormal con alguien muy guapo, demasiado flaco para mi gusto, pero muy guapo. Además, cosa extraña -no, ¡extrañísima!-, el tipo era alto. En Murcia, la media de estatura masculina debe rondar los 1.73 cm, pero éste rebasa el metro ochenta. Cuando eres una mujer y eres una mujer alta (yo mido 1.78) en España, si quieres, y normalmente quieres, tener un novio (hablo de novio porque soy una nenaza romántica), y que éste sea al menos igual de alto que tú, tienes muy pocas opciones. Él era una opción bastante graciosa, hablaba con mi amigo y no parecía asustado, después supe por qué mi amigo no le asustaba en lo más mínimo, pero por el momento estaba ahí hablando con él, riéndose los dos. Debí acercarme y a partir de ahí todo vino rodado. El Musik cerraba, y era el momento de elegir un after.
En Murcia pasa una cosa bastante curiosa también, y es que la mayoría de los afters son de ambiente, y cuando digo de ambiente, por si alguien no lo sabe, me refiero a un sitio pensado para una clientela homosexual. Sospecho que quizá, no sé, existe alguna especie de mafia gay que sólo abre afters gays o para gays. El sitio al que fuimos a continuación debe ser el más retorcido de los antros gays, aunque me quedan algunos por conocer aún, porque, o bien cambian de emplazamiento, o bien nunca me dan la
dirección acertada, como me pasa con otro al que nunca consigo llegar por más que lo haya peregrinado a las siete de la mañana.
-¿A la Vie? (me dice él), ¡yo no he estado con vosotras en la Vie en Rose!. ¿Sí? ¿Nos conocimos en la Vie en Rose?
- Ya te he dicho que no, nos conocimos en el Musik. Si sigues interrumpiendo así fastidias también el eje lineal narrativo del relato.
Lo mejor de la Vie es su barra, siempre que la miro, recuerdo esos joyeros que nos regalaban de pequeñas, sobre todo en nuestras comuniones, llenos de cajoncitos transparentes, llenos éstos a su vez de miniaturas coquetas y rosas, con esa musiquilla clásica y nostálgica, recordándonos lo duro que es el ritual de paso, lo desolador que va a ser dejar de ser niñas, sacar todos esos pendientes, todas esas pulseras de plástico brillantes, y cambiarlas, de la noche a la mañana, por tampones y condones. La mujer que no lo hace, la mujer que no cambia el contenido de su joyero, es la que definitivamente no ha entendido nada.
Esa noche también oí la música de mi antiguo joyero frente a la barra de la Vie. La barra es transparente, tiene forma de L, y ocupa media sala del bar. Debajo del cristal que la cubre pueden verse toda clase de cosas coquetas y rosas, estratégicamente elegidas y estratégicamente colocadas. Entre ellas, condones de diferentes formas y colores, anillos vibradores quizá, y toda una larga serie de juguetitos sexuales. Eso me recuerda mucho a un chiste que me inventé, hablaba de Hitler y de sus Sudetes sexuales, pero ahora no lo recuerdo. Sin embargo, la gran joya de la corona en ese magnífico escaparate es un vibrador con forma de polla, para más inri se trata de una polla negra.
Así que, es todo lo contrario a una polla pequeña y sin venas, que se encuentra ahí tendida, inerte, como una ballena varada, rodeada de guijarros resplandeciendo y salándose ante la luz del sol. Lo más bonito de ella es que, aunque debía representar magnificencia y dureza, no es así, porque la reproducción del miembro está hecha con plástico blando, así que, por más erecta que quiera parecer, al estar tendida sobre un testículo, ésta se mantiene inclinada y en vilo, por lo que, inevitablemente, sin sujeción que lo impida, y ante el peso de ese enorme cipote, el plástico va cediendo y el cipote finalmente mira al suelo arrepentido, aunque se mantenga todavía flotando en el aire.
Yo estaba en la barra, sentada en un taburete, él de pie junto a mí. Siempre hubo fluidez en la conversación, una fluidez de hecho sospechosa, bastante sospechosa, no es algo que me ocurra con frecuencia ni mucho menos. También este sujeto contaba con un humor particular así que todo era fluir, tan fácil como dejarse. Y tanto me gustó la conversación, y tanto me gustó él, que decidí hacerme la estrecha o hacerme de rogar, o como quiera llamársele, existen un montón de expresiones para decir que me fui calentita a mi casa.
Pero además de irme sola a casa, además, me fui confiando en la providencia, porque ni siquiera nos habíamos intercambiado los números, ni el Facebook, ni nada. Al día siguiente me llamó, y juro que esto es absolutamente cierto. Al día siguiente me llamó y me dijo que se había encontrado a mi amigo, el que socializa raro (el cual habíamos perdido de vista hacía horas) vagando por las calles, y que entonces lo había recogido en su coche y lo había llevado hasta su casa después de pedirle mi número, así de sencillo.
Me preguntó si podía llamarme para quedar algún día y le dije que ¡SÍ! Al cabo de dos días me mandó un mensaje al móvil, donde me decía que se había prendido fuego a una fábrica en el pueblo de Espinardo, que si quería ir a verla. Como sabía que él vivía en Espinardo, y que la fábrica y su fuego eran una excusa para llevarme a su casa, le dije que no, que mejor venía él a Murcia, que así podíamos tomar algo por ahí.
Supongo que, consciente o inconscientemente, quería ponerlo delante de una Piraat. La Piraat es una cerveza belga de diez grados y medio de alcohol. Cuenta la leyenda, que era consumida por los piratas y otros navegantes por su alto valor alimenticio, y por su capacidad de elevar la moral ante los muchos peligros que acechan a los corsarios marinos. Al él también lo debió envalentonar la Piraat, porque en el momento en el que hablábamos sobre nuestros viajes, y yo le decía que he estado en varias ocasiones en Latinoamérica, él me confesaba que también había estado allí, y digo confesaba porque lo que vino a continuación fue el detonante y la razón de ser de que todo se torciera. Había estado un tiempo viviendo en México, pero su estancia allí, que empezó de forma feliz, se había truncado en algún punto, tanto así que empezó a sentirse retenido, sin voluntad. Me decía que apenas era capaz de salir de su casa. Para él, por aquella época, suponía un gran esfuerzo el franquear la puerta que daba acceso a la calle. ¡Estaba encerrado dentro de su propia casa!
Mientras me decía todo esto yo pensaba en El Ángel Exterminador de Buñuel, y quería saber más, aunque tenía miedo porque en el fondo sospechaba cómo iban a suceder las cosas. Le increpé, “bueno y ¿por qué te pasaba todo esto?”, y él me contestó que en aquel tiempo, estaba viviendo con una bruja mexicana, que con el fin de que no se librase nunca de ella, de tenerlo siempre supeditado a su amor, le obligaba a beberse
su regla. Así que, por el influjo de una serie de hechizos y de artes amatorias de magia negra, él había quedado completamente anulado, sin fuerzas apenas para actuar por cuenta propia.
Al término de su relato, tenía dos preguntas acuciantes que hacerle, y la contestación a las mismas que me diera había de ser determinante. Empecé por la primera, la más urgente y menos corrosiva: -¿y cómo te bebías su menstruación, en un cuenquito o directamente desde su vagina? La segunda la endulcé un poco, no por él, que a estas alturas me daba un poco igual, sino más bien por mí: hacía tiempo que quería preguntarle si era, bueno si más bien es, bipolar, porque tratándose de una enfermedad crónica no tiene mucho sentido preguntar en pasado. En realidad, lo que sucedía es que no quería descubrirme tan pronto; ¿a cuento de qué, una persona más o menos normal, al albor de una historia disparatada, va a identificar perfectamente que esta historia es la típica historia de un bipolar? No quería parecer una entendida, digamos, así que suavicé la pregunta, le bajé unos cuantos grados a la enfermedad y simplemente pregunté: “¿eres depresivo?”.
A lo que él me contestó, con la Piraat bullendo por sus venas y extasiado ante mi colación al cuenquito: -“Sí, de hecho el médico me dijo que tengo focos de bipolaridad localizados en el cerebro”. Nuestras piernas, que estaban en ese momento rodeándose por completo, se separaron bruscamente, alejé mi silla todo lo que pude, e hice gala de mi sinceridad, ahora que ya de una vez y para siempre todo estaba perdido. Entonces le relaté un poco por encima mi historia, la de la única persona a la que he amado, porque yo me dejé y él me dejó, porque en definitiva con él era muy fácil dejarse, y le hablé también de lo trágico de todo aquello, de su enfermedad. Él me dio
la razón, me dijo, que llevaba un tiempo pensando en eso, que se puso a pensar, que bueno, el único nexo que había en común entre todas sus mujeres y él era él, porque ellas eran bien distintas entre sí, y, sin embargo, todas esas historias acaban de forma trágica, exagerada y traumática.
Le dije que lo sentía mucho y que me tenía que ir, en ningún momento le puse ninguna excusa. Lo entendió, aunque me sugirió que lo utilizara sexualmente, entonces le pregunté si estaba en tratamiento para saber en qué grado iba a afectar su medicación al polvo y, aunque su respuesta fue esperanzadora, decidí que no, y también fui muy sincera cuando le dije: “no, que de los bipolares me enamoro”, de hecho ya estaba medio enamorada antes de saber que era bipolar -que es, perdón, que es, bipolar-.
Ayer me contó que se va a ir a vivir Vancouver, me dijo que para estar siempre llorando por todas las esquinas de España, prefiere irse a reír allí. Yo le dije que pensaba volver a Perú.

martes, 17 de julio de 2012


La clase de América era a las cinco de la tarde. Llegábamos con todo el sopor de la comida dándonos patadas en el estómago, con cara de zombis adiestrados, más preocupados por combatir la necesidad urgente de siesta, que por cualquier otra cosa. Era el primer año  de carrera, estábamos setenta personas formando filas alrededor de la mesa del catedrático, a finales de un día Septiembre en Murcia. Entonces llegó el profesor, no lo habíamos visto nunca. Antes de tomar asiento ya había empezado a relatarnos una historia disparatada, el personaje central de la misma era “el señor Pito-sólo”, una eminencia dentro del universo musical latinoamericano. Íbamos atravesando la selva con nuestras azadas tres indios, y otro todavía más gringo que yo, antes habíamos estado en los Andes venezolanos, y antes de los venezolanos, en los colombianos.
 Todo era una sucesión de Andes, de plantas con hojas del tamaño de un oso, de comidas errabundas, de un clima que conseguía que te sudaran  los ojos, y por fin, después de tantos años de perseguir a Pito-sólo, después de que la Universidad de Murcia aunara esfuerzos con la Universidad de Oxford, después de tanto peregrinaje, el señor Pito, de apellido Sólo, aparece en la selva  del Perú, y mi profesor emocionado, y su colega de cátedra emocionado, con una emoción de las que ahogan frente al músico, sin poder elevar la voz más allá de los bigotes sudados; uno de ellos, el más bravo de los dos debió acercarse a su eminencia, y decirle, mientras se saca la gorra adherida al cogote en actitud reverente:
-Señor Pito-sólo. Llevamos años buscándole, ¿podría explicarnos un poco en qué consiste su música?”.
Al momento, el músico, con esa humildad que tienen únicamente los grandes artistas, se saca un pito del bolsillo y emite un sonido preciso y agudo similar a un: “piiiiiiiiiiiiiiiiii”.
Entonces mi profesor se dirige a él y le dice: - ¿Ya está? ¿Eso es todo?
-Si (contesta Pito-Sólo) yo  pongo el pito, ustedes pongan el resto.
 Fue entonces cuando supe que tenía que viajar a Latinoamérica. Siembra cariño, siembra humildad y da frutos de esperanza a los que vienen detrás. 12 horas de avión, Madrid, la T4 recién abierta, con ese olor a pintura y al interior de un coche nuevo, uno de los olores que más odio en el mundo. Lima, aeropuerto Jorge Chávez.  Y en mi discman (entonces tenía discman) el disco de Rubén Blades y su mensaje de amor hacía los latinoamericanos, ¡hermano latino con fe y siempre adelante! .Tenía entonces veintidós añitos, y muchas, muchísimas ganas de vivir algo que me diera la vuelta al cerebro, algo que me reemplazara las vísceras, que me cambiara los ojos. Y no me equivoqué eligiendo Perú, después de dos días en Lima, estaba en un autobús camino a Cusco la capital del Tahuantinsuyo. Manco Cápac y Mama Ocllo salieron de las espumas del la lago Titicaca.
Fueron veintiocho horas de viaje, en principio iban a ser 24, lo que hace un día, un día es pasable, dices bueno, un día, desde el amanecer hasta el siguiente amanecer, bien, un día bien..¡Pero un día más cuatro horas! ¡Eso sí que se hace duro! Esas cuatro horas agregadas a causa de un derrumbe de monte fueron como mil horas más, sin embargo el paisaje que me escupían los cristales del autobús conseguía que no notara la parálisis en las piernas. Cuando la gente del autobús, por propio amor a la patria y cansada de esperar a la patrulla de turno, se descolgó por ventanas y puertas para echar las uñas a las rocas y a la tierra que bloqueaba la carretera, para destaponar ese tramo que había quedado invadido por el derrumbe de monte.
Allí bajamos todos para rogarle a la Pachamama: - óigame mamita, pórtese bien, no sea maleada,  ahorita con su permiso continuamos viaje mamasanga. Y la tierra debajo de las uñas, y el paisaje brotando ríos, y las montañas verdes, y el cielo azul, y las quebradas, y la gente feliz y tranquila levantando piedra, bromeando. Entonces, ya el cerebro se me había cambiado de a poquito viendo como en lugar de provocar ese incidente, un acceso popular de histerismo (cómo hubiera pasado en España con toda probabilidad), en lugar de eso, la gente unida y sin joderse colaboraban por llegar a una de las ciudades más bonitas de la tierra.
Por el camino se me reventó la nariz, y un grupo de salteadores de carreteras entraron al autobús cargando rifles, a la vez que hablaban sobre su valiosa labor en la protección de este tramo de carretera, mientras pasaban un bote metálico que hacíamos sonar arrojándole soles. Abandonaron el autobús, llegamos a Cusco. Frente a la plaza de armas hay un café que tiene un balconcito en lo alto, en una tercera planta debe ser, desde allí la vista de la ciudad era preciosa, toda esa estructura cuadriculada de calles que se tejen unas a otras, que se inventan a través de la anterior, y la catedral en el medio, majestuosa y colonial.
No sé si con el tiempo, esta herida se sanará, no hubo motivo para terminar. La he tratado de olvidar, más sin embargo la recuerdo más, no se asombren si ven a un hombre llorar. (Héctor Lavoe “Ausencia”)
En el Machu Picchu el viento, a 2500 metros sobre el nivel del mar, juega con mis caderas, me obliga a cumbear, primero un fuerte empujoncito en el lado derecho, después en el izquierdo, con mi cara de gringa, con mi cara de blanquiñosa, con mi cara de cruda, y el viento me culebrea los brazos, me jala las piernas, el top of chicha “Los Mirlos del Perú” y “Los destellos”; dicen que la música Punk nació a precisamente en Perú de la mano de los Saicos a mediados de los sesenta. Nada de Sex Pistols, señores, nada de “qué viva la Reina”.
                No creo que existan palabras apropiadas para definir el Machu Picchu; si existen, yo lo siento mucho pero a mí no se me ocurren. Lo único que puedo decir, y esto es totalmente cierto, es que ahí de pie, parada frente al Machu Picchu y al Huayna Picchu, con las nubes a ras de la residencia de Pachacutec, el rey de los incas,  del templo sagrado; ahí de frente, yo no lo podía creer. Bajaba y subía una mano por delante de mis ojos, porque estaba segura de estar frente  a la postal más hermosa jamás vista, de que ésta estaba en mi mano;  no era verdad, no podía ser  ¡todo esto sin fotoshop!
                En esto que estoy totalmente eclipsada, y descubro tras mí, pero a bastante distancia, unos ojos que me miran fijos,  entonces los sigo también con la mirada, y me rio finalmente cuando descubro todo el conjunto, es una llama que me mira tranquila, mientras come pasto, sólo a mí, me siento especial, esto se merece una foto; preparo la cámara, ella está quietecita, tan buena, esperándome, la foto sale, y cuando bajo la cámara: - ¡ahhhhhhhhhhhhhhhh! Pego un grito que hace que se rían todo los presentes, hasta el cóndor del cielo debe estar riéndose. La llama se había como tele transportado en medio segundo, la tenia bien enfocada en esa roca, y de repente su aliento rozaba mi mejilla al bajar la cámara. ¡Qué susto Dios!
            Decido irme sin hacer mucho ruido, no entiendo a qué tanto alboroto, es verdad que ese aparato era bien raro. ¡Chucha! Y la gente ¿De qué se reía? Cierto que he visto muchos aparatos de esos, pero este ladraba como perro cada vez que tiraba la luz, ladraba como la Jessica, la perrita del de seguridad, ya la vieron: ¡gua, gua!, decía. Y la gente venga a reír, y la cruda con esa cara de pasmo, tan blanca y de repente se pone tan roja. Debe pensar que soy tonta por acercarme tanto a su aparato, debe pensar que soy bruta, qué bruto el camélido debe pensar. ¡Pero no es verdad!
Yo estaba en mi sierra, ahí no había visto muchos aparatos de estos, después me trajeron para acá  y vi unos pocos, y al tiempo fueron viniendo muchos más. La verdad que aquí tampoco se está mal, me cepillan mucho más el pelo, si se me pega bicho me lo quitan rapidito, ahí mismo me lo quitan; y yo estoy feliz porque a veces vienen niños; crudos casi todos, pero ¡tan lindos! Y las montañas son bien lindas también, y si me manosean yo hago como que me mecho, y así de fácil me dejan tranquila, durmiendo a la sombra de esta roca.

  La sangre se confunde detrás de los focos, ya no es roja, ya no es sangre. Las balas se equivocan al salir de las armas, ya no es ca...