domingo, 30 de junio de 2013

Los perros suicidas de Lima


Se perdieron tres perros en el mar esa mañana. Dos de ellos era grises, y el tercero, sin serlo, también se volvió gris, cuando desapareció en ese extremo en el que se mezclan el cielo y el mar de Lima. Ese día fue domingo treinta de junio del dos mil trece. Nadie hizo nada ante la angustiosa mirada de los perros, incluso los pocos surfers que había cerca, observaron nada más, cómo la dirección helicoidal del agua los absorbía.

Ya de por sí, es demasiado extraño que un perro se adentre en el mar, máxime cuando está tan bravo. Los perros suelen tener un instinto bastante agudo para oler el peligro, sin embargo, yo sorprendida, otros indiferentes, vimos morir tres perros en cuestión de minutos. Había ido a contemplar el mar esa mañana movida por un sentimiento denso de melancolía. Quería ver el metal del cielo de Lima contagiándose con el agua, tiñendo las plantas, las rocas, la gente y su ropa deportiva de domingo, por eso no me importó demasiado la desaparición de los perros, de cualquier forma, había ido allí para hacer un recuento de todo lo perdido.

En Lima hay muchos tipos de perros en las calles. La inmensa mayoría de ellos, tienen la cara ladeada hacia la derecha, y el hocico, también ladeado,  dejando escapar, de esta forma, a un costado de los colmillos sarnosos, una lengua larga y erosionada. Esos son los perros que duermen sobre el asfalto de Lima, adoquinando la Plaza Mayor, a lo largo del Palacio de Gobierno y de la Catedral, conformando cientos de kilómetros de perro. No sé quién dijo una vez, que si ponías los discos vendidos por los Beattles en fila, podías recorrer el mundo dos veces; igual puedes rodear esta ciudad saltando de perro en perro callejero, sí es que estos estuvieran alineados, y no apilados en desorden, como están.

No hice nada cuando vi como los engullía la marea, pero un hombre que había estado a mi costado, poco después de sentarme frente al mar, me dijo señalando a lo lejos, con sus uñas negras y sus dedos rechonchos: -Ha empezado. Mucho antes de que hablara, ya odiaba a ese hombre, que había venido a entrometerse en mi soledad cuando recién había empezado a disfrutarla, así que, en el momento en que hizo esa observación, actué como hubiera actuado, cualquier persona que lo único que busca es estar sola, seguí mirando hacia el frente sumida en mi mutismo. Él, como para cerciorarse de mi rechazo, continuó volcando obstinadamente los ojos en mi dirección, por lo menos, durante cinco minutos más. Trató de acercarse después, para darme la mano, y yo pensé en sus uñas sucias, y en que, seguramente, usaba esa mano como papel higiénico, pero razoné “acabemos con esto cuanto antes” y le devolví mi mano sonriendo.- Entiendes, entiendes, me dijo, y se fue con pasitos cortos y torpes, mientras la garúa descendía lenta y suavemente, contrariando la necesidad de usar paraguas en Lima, donde apenas llueve con la violencia de un cachorro.

Seguí mirando el mar, y después  mis uñas con miedo de que se me hubiera contagiado la suciedad desde la mano del extraño. Demasiada turbiedad tenía ya en mi pensamiento, tanta que perfectamente podría haberse extendido a las uñas de las manos y de los pies. Estaba viviendo ese celo natural del hombre, por tener los problemas cercados en habitaciones incomunicadas, a modo de evitar la metástasis, a modo de conseguir una relativa seguridad. Por eso prefería contener la suciedad en mi cabeza, con la esperanza de que la amenaza que nació ahí, muriera ahí. En mis uñas todo estaba bien. Seguí mirando el mar.

Las olas han devuelto el cadáver del perro magullado ahora, cecina salada su carne ahora. Con ese cuello rotativo, más voluble que el destino, y esa lengua enorme extendida sobre la arena de la playa. Pronto vendrán los pajarracos a picar la lengua, al mismo tiempo que se detienen en los ojos del animal, por ser estos los órganos más blandos, donde es posible saciar el hambre con urgencia. Eso, si antes no es devorado por sus primos, tíos, hijos y yernos, de existir, que no existe, un árbol genealógico tan complejo para los canes. Lo que sí es cierto, es que, probablemente lo engulla una mandíbula canina y abandonada, una de las miles que deambulan por aquí, y por toda la ciudad.

Miro el mar y el cielo gris. ¡Es tan increíble que los conquistadores se atrevieran a realizar tamaña aventura! Surcar el mar puede ser materia de muchos atrevidos, intentar descubrir territorios, guiados únicamente por la esperanza y por planos errados, es la causa de todos los aventureros, pero adentrarse en el mar, y viajar a la deriva sobre un cielo tan gris, es elección únicamente de los perros suicidas, y de los primeros conquistadores.

El mar es como un telar, va perdiendo sus hilos de un extremo, va sumando hilos en el otro, es como la vida, si sabes mirarla de frente, si puedes aceptar que donde se pierde se suma, y donde se suma, tarde o temprano se restará. Las olas van y vienen a uno y otro lado de mis orejas, primero a la izquierda, luego a la derecha.

Otra sombra se aparece, esta trae todo el gris en su cara. Se coloca a mi lado, inclinando la cabeza, y extiende un pequeño cajoncito frente a mí, quiere venderme caramelos, mentolados, chicles, habas fritas, plátano frito, patatas fritas y cigarrillos. Mi negativa silenciosa, fue mover la cabeza, la respuesta del vendedor: -hazlo por los perros. No podía creerlo, ¿Él también lo había visto? ¿Dónde? Primera vez que me percato de que está aquí, ¿podía haber visto todo esto desde otro extremo del malecón? Puede ser, no todo lo que existe se reduce al campo de mi visión, pienso, mientras me avergüenzo de mi egocentrismo.

Pero ¿en que podía ayudar la compra de chicles, al descenso de perros ahogados en el mar? Estoy pensando en todas estas cosas, cuando el vendedor me saca de mi aislamiento: - ahí va otro, me dice señalando al mar. Y efectivamente así era, un perro de pelo largo, rubio, casi dorado, revuelve la arena de la playa con cada zancada que lo aproxima más y más al agua, borrándose su rastro para siempre pocos segundos después.

El terror acaricia todo mi cuerpo, miro al extraño sin levantar mucho la frente, inclinando poco a poco la cabeza en diagonal ascendente, poco a poco, porque tengo miedo de avanzar rápido y descubrir, de una y completa, la cara deforme de un monstruo, sobre la cara que antes era humana. Teniendo en cuenta las cosas extrañas que me están sucediendo últimamente, bien podrían acontecer mis augurios de transformación. Dios no lo quiera, Dios no lo quiera, por favor que sea normal, pienso, mientras descubro poco a poco sus rasgos. Barbilla humana, boca humana, pómulos humanos, nariz humana, ojos humanos pero ciegos. No hay duda, ese hombre padece ceguera, tiene esa mirada omnipresente que lucen todos los ciegos, esa mirada que se extiende desde California hasta Masachussets ¿Cómo ha podido saber que el perro se adentraba en el mar?

Ahora sí tengo miedo, quiero irme a mi casa donde no me espera nadie, pero donde, al menos, puedo esconderme debajo de las sabanas, y embalsamar mi cuerpo con ellas, a lo largo de mi silueta, tensándolas con fuerza para evitar que se meta, por alguno de sus lados, un perro suicida. Tomo entonces la decisión de levantarme, pero no puedo, mis piernas están inertes sobre la arena, solidificadas ahí por la huella de los años, fosilizadas.

Sigo mirando al mar, el vendedor ya se ha ido. Lo único que pienso, es que ojalá no se haya dado cuenta de que era incapaz de levantarme, ¡qué vergüenza!, una mujer joven como yo, que no puede ponerse en pie. Sigo mirando el mar, su diarrea cansada, y su flujo silencioso y constante sobre las olas. Ya había dos cadáveres de perro en la orilla, ya ondeaban los pajarracos en el cielo sobre ellos.

Dentro de poco oscurecerá, y será éste un lugar peligroso. Los últimos corredores se han ido también, pues empieza a hacer frio, y las personas que salen a correr normalmente por el malecón, prefieren hacerlo con mayas cortas y camisetas de manga corta también. Yo era igual que ellos cuando salía a correr por aquí, recuerdo un día en que salí a correr a las siete de la mañana, desde el principio Barranco hasta el final de Miraflores, ese día regrese con los músculos ateridos por el frio.

¿Qué sucede con los perros? No lo sé, pero acaba de morir otro que ha pasado obviando mi cuerpo, tropezando con mis piernas hacia su muerte marina. Pronto serán tres cadáveres de perro sobre la arena, quizá cuatro, porque el quinto, que es este último que acaba de pasar a mi lado, tardará más es ser batido por las olas, y en ser devuelto a la tierra. Ya ni siquiera tengo ganas de irme, ya ni me importa la noche que ha empezado a ceñirse a mi piel, ya ni me importa el frio, sólo quiero contemplar el final del espectáculo por terrorífico que, como todo indica, termine resultando.

Empiezo a pensar que hay cierta relación entre los perros y yo. No puedo creer que sean casualidad, la muerte de los perros, y mis ojos observantes. Otra vez me avergüenzo de mi egocentrismo, mientras miro mis rodillas. Bien pensado, puede ser, que la amenaza que tenía cercada en mi cabeza se haya hecho extensible, no a las uñas, sino al mundo. Otra vez me avergüenzo de mi egocentrismo, mientras observo otro perro zambulléndose en la muerte.

Dos días después me llega el olor de los cadáveres mezclándose con los jugos del mar, con los mariscos, la sal y el petróleo. Esa noche no la pasé en mi casa, tampoco la anterior, desprovista totalmente de voluntad, me quedé ahí sentada, con mi cabello salado y mi piel escamosa y agrietada. En este tiempo habían muerto más de veinte perros, y la cosa no tenía visos de parar en las próximas horas. Ojalá estuviera aquí el vendedor de chicles que se me acercó dos días atrás, ojalá pudiera comprarle esos mentolados, y acabar con esto para siempre. Pero creo que no me dijo eso, creo que sólo me dijo “hazlo por los perros”, pudiendo ser ésta, sólo una forma de paliar su dolor, haciéndoles más llevadero el naufragio, pero sin llegar a evitarlo. Quizá, probablemente, seguirían muriendo perros frente a mí, no creo yo que unos simples caramelos…

Los perros hambrientos de Lima ya han empezado a devorar sus cadáveres, son los únicos en verdad, con los pajarracos, que han tomado una mínima medida a favor de la salubridad pública, deshaciéndose de la materia en putrefacción, que se localizaba alrededor de los huesos. Los transeúntes y los barrenderos, han pasado durante tres días sobre los cadáveres caninos, simulando a la perfección no verlos. A veces hacían grandes zigs zags en, lo que yo creía, eran intentos por esquivarlos, pero otras veces, pasaban caminando por encima de la pirámide de perros devueltos por las olas, hundiendo sus piernas hasta el fondo de las costillas de los animales, quedando encallados un rato, con la mirada fija al frente, y nunca hacia la fuente del problema que se encontraba bajo sus pies.

Tres perros más y los contaremos por centenares, me decía, viendo el mural de variopintos colores que conformaban sus cuerpos, dispuestos sobre la arena bajo el cielo plomizo de Lima. Ya no puedo tolerar la muerte de ninguno más, el hedor es insoportable y las moscas han comenzado ya a posárseme sobre los sitios donde resultan más asquerosas, en los ojos y en los labios. Tengo que hacer algo más allá de contemplar este espectáculo deprimente. Tengo que hacer algo, pero en lugar de ello, dirijo miradas de reprobación a la gente. Ustedes están caminando sobre sus huesos, mientras yo soy una simple espectadora, pienso, y dejo otra vez que la noche caiga sobre mí.


 
 
 
 
 

sábado, 29 de junio de 2013

Vas a venir como el agua deslizándote por mi piel
Sorbiendo los poros y  lamiendo las venas
Descendiendo poco a poco
Cargados tus ojos con pistolas, vas a balear

a lo corto y a lo estrecho de mis pechos
 
Vas a venir llorando tras haber roto miles de muros
De haber atravesado cientos de rostros
 pensando siempre en mi sombra (que solo proyecta
Cosas tiernas, y de vez en cuando alguna grosería)
 
Clavarás el alma entre mis hombros
y  soplarás dentro de mi boca
Tu calma y tu angustia
Hasta que broten espectadores en  este circo abandonado


Ante la intemperie del trapecio, ante la gravedad de la carpa
nos abrazaremos
cuando mires a los ojos de niña que todavía tengo
 

Y después nos sentaremos a contemplar
como los animales del zoológico se lamen los genitales
 nos reiremos
 nos besaremos
y  nos felicitaran por ser jóvenes
y, aunque suene cursi,
por estar enamorados


Eso si no vienes convertido en piedra
pequeña y enterrada mayormente bajo la arena.
Si vienes como piedra me mirarás sin cambiar la expresión
y te agarrarás de mi dedo sin fuerza

pero llegarás
como llegan las cosas inevitables
como llega el desierto a confundirse con el mar
 este con el cielo, y este con el final de la carretera
 
Cuando no haya otra cosa por hacer
más que  pasar los días y tratar de ser felices
cruzaré mis piernas sobre tu cintura
y silbaré cada minuto una melodía diferente
mientras, caerá la noche  poco a poco sobre el horizonte
y  los indios saldrán de sus guaridas para cazar conejos
 
 

viernes, 14 de junio de 2013

Los leprosos del Che


Cuando  Ernesto se fue aquella fría mañana de agosto, dejó prendida una esperanza en el  corazón de los enfermos. Esperanza, que con  los años, iría creciendo más y más, hasta formar, alrededor del médico argentino, una especie de mito de su segunda venida.

Mateo 24:3 Dinos, ¿cuándo serán estas cosas, y que señal habrá de tu venida, y del fin del siglo.

¡La lepra es una enfermedad tan cruel! Primero afecta a la zona más superficial de la piel, formando una especie de manchas, que en poco podrían distinguirse, de las propias causadas por la picadura del mosquito. Después, estas manchas empiezan a alojarse en sitios estratégicos; debajo de la nariz, en las mejillas, en la palma de las manos, en los pies,  y en la zona genital. Nadie sabe muy bien en qué momento, esas irritaciones, que ayer parecían inofensivas, terminan encostrándose salvajemente, hasta corroerlo todo, dejando, finalmente ver, aquello que la piel tapaba. Es, en este punto, donde la enfermedad resulta más cruel, no por el dolor que suponen las enormes yagas, si no por el rechazo social que de ellas se deriva.

Magdalena tenía entonces catorce años, cuando el Che introdujo su barba descuidada, en el leprosorio ubicado a las afueras de Lima. Empezaba, en esa época,  a descubrir, lenta y plácidamente, así como de repente el sol, y el aroma de las flores, se filtran una mañana cualquiera por la ventana, anunciando la primavera, así comenzó, con la llegada de esa estación, a descubrir que se estaba transformando en una mujer.  Sus pechos, en otro tiempo inexistentes, despuntaban ya sobre su fina camisa de hilo, como dos botoncitos abrigados, al calor de un corazón inexperto e inocente. Sus caderas, también habían empezado a ensancharse con la presencia de la primera menstruación, así como se había agudizado su curiosidad hacia todo lo que fuera masculino.

Por esa misma razón, no tardó ni cinco minutos en enamorarse del Che, exótico, joven y extranjero. Valga decir, por otra parte, que en cierto sentido, él también se enamoró de ella. No sabemos, ni sabremos nunca, cómo de condenable podía resultar el amor que sintió el argentino, supongo que eso depende de los valores, que cada cual haya incubado en su casa.

Es, ya, en el segundo día su estancia en el leprosorio del Hospital Portada de guía, cuando Ernesto escribe en su cuaderno de viaje acerca de Magdalena, refiriéndose a ella en los siguientes términos:

 2 de mayo de 1952: La oprimida situación de nuestra América, no deja de ser un obstáculo para el desarrollo de la vida humana. Por todos lados veo los estragos que la pobreza y la enfermedad, infieren en los jóvenes corazones de nuestro pueblo. Hoy, cuando empecé a reconocer a los pacientes del leprosorio, bajo la atenta tutela de mi amigo y maestro, Hugo Pesce, di con los ojos más bellos, puros e inocentes, de cuantos haya conocido, el que itinerante, recorriera  la ruta abierta siglos atrás por Magallanes. Tristemente, estos ojos, que tanto podrían decir, están acallados por el hambre, la enfermedad,  y la miseria.

                                                                                                             

En efecto, Magdalena descubrió la lepra junto a la pubertad. El primer conato del síndrome de Hansen, había aparecido en su joven piel, apenas unas semanas antes de la llegada del argentino. Pese a lo precipitado del asunto, la comunidad dónde vivía la adolescente, no tardó casi nada en reconocer los síntomas que sufría la enferma, pues, ya habían padecido varios casos de lepra dentro del clan. La prioridad en estos casos, es aislar a los enfermos, con el objeto, de que no sigan extendiendo la bacteria  infecciosa.

Magdalena acaba de levantarse con una extraña sensación. Al cabo de un tiempo analizando porqué se siente tan rara, decide que ha debido ser un sueño lo que pasó la noche anterior, un sueño no, más bien una pesadilla. Toca su frente, está húmeda, sus manos también húmedas, como lo están su cama y su cabello. Recuerda algunas palabras, recuerda pasos, muchos pasos, cerca de la puerta de la habitación que comparte con sus hermanos pequeños. Recuerda, también, a su madre inclinándose en mitad de la noche triste y abatida, sobre su cuerpito todavía infantil. Recuerda, al párroco local recomendando fe y esperanza a su madre, y rezando a los pies de su cama poco después. Y es,  mientras va hilando cada uno de estos resquicios de sueño, que su mamá abre la puerta con los ojos llenos de lágrimas, que descienden hasta el cuello, mientras mojan su tez oscura. Magdalena llora también al ver como su mamá, no hace nada por secar esos dos riachuelos, ni tan siquiera por cercar su cauce. Llora porque se da cuenta de que lo de la noche anterior no fue un sueño, al tiempo que su mamá le dice: ya mihijita, ya todo está preparado.

Por suerte, el compungido corazón de Magdalena, tras ser separada por primera vez de  su madre y hermanitos, revivió, como si de un milagro se tratara, a partir de la llegada del Che. Este, que tan acostumbrado estaba, a que desde chico le cambiaran el nombre para distinguirlo de su padre, también llamado Ernesto (primero fue Teté, mote que le puso una empleada gallega que residió en su casa, después su mismo padre comenzó a llamarlo Che, y en el colegio incluso lo llamaban el chancho por su aspecto desaliñado) pronto inventó  un nombre para Magdalena, a la que comenzó a llamar “La Mironcita”.

La Mironcita, era la más joven dentro de la comunidad de leprosos, y por lo tanto era la más curiosa, la que más miraba, la que más analizaba esa frente prominente del Che, que se extendía por encima de los ojos, a modo de techito, en el área de las cejas, y que en el lenguaje antropológico  fue denominada Supraorbital Tours, para describir dicha característica en el cráneo del Nearthental.

Diario de viaje 6 de mayo de 1952: la Mironcita, como  llamo cariñosamente a una enferma del Hospital Portada de guía, muestra evidentes signos de mejora, desde que comenzó a realizar el tratamiento semanas atrás. Tengo constancia de ello, por los informes recibidos de otros médicos, que se ocuparon de su caso antes de que yo llegara. La Mironcita, es un adalid de tenacidad y simpatía, que alegra por igual, tanto el ánimo de los enfermos leves, como el de los enfermos terminales.

Los días fueron transcurriendo, y la comunidad de leprosos entera, no sólo Magdalena, se sentía unida al Che. Todos los días se congregaban a su alrededor, para oír las palabras de Julio Verne, salir de la boca del argentino. Esos maravillosos relatos de viajes y aventuras submarinas, habían acrecentado las ansias de vivir de los leprosos, que empezaron a inventar sus propias historias, frente a las costas de Lima. En la recreación de esas fantasías, se liberaban de la lepra, y sus costras, de su pus, y de su fragancia húmeda y pestilente, y se adentraban en el océano, surcando libres y gláciles, las olas.

El Che se fue a los cuatro meses exactos. Partió rumbo a la selva, hacia el siguiente leprosorio. Atravesó caminos de lodo, caminos de vísceras derramadas del vientre de los indígenas, expuestos a diez horas de sol de duro trabajo diario. Fue un trayecto arduo, pero pudo aguantarlo recordando ese último día de estancia en el hospital. Recordó,  el enorme afecto que los leprosos le habían demostrado, pocas horas antes de su partida. Esa magnífica cena que le ofrecieron, donde pudieron saborear los más exquisitos manjares, los farolillos que adornaban el lugar, alrededor de la mesa, los ofrendas que después le otorgaron,  que eran de las más diversas formas y colores, la mayoría de las cuales, estaban realizadas con cabellos de los propios  enfermos. Magdalena, sin ir más lejos, confeccionó una muñequita para él, con tela de trapo, y buscando hacer una réplica exacta de sí misma, se cortó buena parte de su cabello, cosiéndolo después, sobre la cabecita de la muñeca.  Ésta idea gustó a los leprosos, muchos de los cuales,  terminaron por copiar a La Mironcita, y así fue como el Che, se llevó una bolsa entera llena de cabello ajeno. También pensaría el argentino, en ese difícil viaje hacia la selva, en el sufrimiento de los pacientes que lloraron su partida, y prometieron que vivirían mil años si era necesario, sólo para verlo regresar.

 Diario de viaje, 1 de septiembre de 1952: He partido hoy más afectado que  nunca, debido a  la entrega y la confianza que los enfermos han depositado en mí. Por supuesto, les prometí que volvería. Que ellos serían el primer reducto liberalizado, de ésta, nuestra América oprimida. Ellos serán, ciertamente los primeros en resurgir del yugo, que atenaza la voluntad de los pueblos. No me cabe ninguna duda; la revolución empieza en Lima.

Lucas 21: 27“Entonces verán al Hijo del Hombre que vendrá en una nube con poder y gran gloria.”

Todo a partir de la salida del Che, se diseñó pensando en su vuelta.  Hicieron capillas donde colocar más muñequitos de trapo, hicieron altares donde sacrificar animales menores en su nombre, hicieron incluso canciones, y breves oraciones donde se recordaban sus características físicas, y algunos rasgos idealizados de su personalidad. Se marcaron, así mismo, fechas en el calendario, atendiendo a lo que ellos recordaban, que le había sucedido al Che, tal o cual día. Por ejemplo, el jueves trece de junio, Ernesto se atragantó con la raspa de un pescado, cuando almorzaban con Pesce, y un gran grupo de leprosos. Ese día fue llamado “El día del que sobrevino a la muerte”. Ni que decir tiene, que este mito fue creciendo y creciendo con los años.

La segunda generación de leprosos, inventó todo tipo de disparates, tales como que el Che  hablaba sin abrir la boca, únicamente moviendo la barba, y que, en cierta ocasión, tocó con sus pies sucios la yaga en el brazo de un enfermo, y ésta se extendió al pie sanador del Che,  desapareciendo  del brazo del leproso.

No les importaron las noticias que llegaban de fuera, las cuales decían que el médico argentino, se había transformado en la mano derecha de la Revolución Cubana. Resultaba imposible para los leprosos dar crédito a todas esas historias, que contrariaban la palabra verdadera, la única palabra. ¿Si había prometido que la revolución empezaría en su leprosorio, cómo podía romper su promesa?

Tampoco creyeron que había muerto, cuando intentaba extender la revolución a la zona boliviana. ¿Cómo iba a hacer tal cosa, si dijo claramente que la revolución empezaba en Lima?  Y yendo todavía más lejos: ¿Cómo podía morir?

Y así, fueron pasando los años, y mientras el cadáver del Che, se despojaba de la carne corroída por las larvas, que emanaban de su propio cuerpo, los leprosos continuaban alimentando el mito de su segunda venida. Por eso nunca se sintieron solos,  ni flaquearon sus fuerzas a la hora de combatir la enfermedad, porque sabían, porque siempre supieron, en lo más profundo de su ser, que el Che volvería.

domingo, 9 de junio de 2013

La maleta del judío


La última vez que lo vi creo que fue en agosto del año 2008. Vino a recoger su carcomida maleta de cuero, todavía más ajada por el abrasante calor del verano murciano. Se la llevó en volandas del asa, con su cuero crujiente  y su aspecto amarillento, similar al de las hojas de las palmeras que se tuestan lentamente, en esta ciudad maldita del suroeste de España. Ese era mi padre, del que tanto me habían hablado desde pequeña, en ese intento imposible por suplantar lo que nunca tuve, describiéndome azarosamente un hombre, cuya historia, era más o menos desconocida para todos. Se llamaba Benedicto Díaz Sangrado, por suerte, sólo adopté, o me hicieron adoptar, su primer apellido, porque no quiero ni imaginar la de compresas que me hubieran pegado en la espalda, mis compañeros de pupitre, de haberme apellidado Sangrado en el instituto.
  Recuerdo ese día de hace seis años con absoluta nitidez. Me había despertado temprano, como acostumbro, esa vez con más motivo pues estaba a sólo un examen de terminar la carrera. Mi hermana estaba en su cuarto viendo un capítulo de la serie a la que estuviera enganchada en ese momento, y mi madre debía estar trabajando en el puesto de pescado, pues no la recuerdo en la casa, en el momento en que mi padre nos visitó. Mis otros dos hermanos se encontraban  por ahí de vacaciones, cada uno con sus respectivas parejas. En esa época yo acababa de entrar (digo entrar porqué salí de ella muchísimo después) en una ruptura de lo más dolorosa,  pero intentaba no pensar en ella, ocultándola tras Clodoveo, tras Doña Sancha y Ataulfo I, en pos de aprobar el examen de Medieval de España, y en un último intento de alargar la fecha de mi suicidio el mayor tiempo posible.

Siempre pensé que elegía mal a los hombres por la falta de una figura paterna guía, así que, cuando vi sus dos cejas pobladas, encima de esos ojitos claros, mirándome a través de la mirilla de la puerta, lo primero que pensé (obsesionada como vivía por intentar remediar o explicar mi situación amorosa) es que, si ese que era claramente mi padre, volvía,  en el futuro no tendría excusa para volver con mi ex, o encontrar cualquier otro que me triturará las entrañas con la misma predisposición e ímpetu.  Supe que era mi padre, porque cada año enviaba una carta a mis abuelos, los cuales vivían en plena facultad de condiciones, con una foto suya, de una ciudad distinta, donde fuera que el circo en el que trabajaba había montado un show.

Mi abuelo, que era un judío de la diáspora(en realidad el judío de la diáspora era el padre de mi abuelo, pero los hijos de los judíos de la diáspora son automáticamente y nada más nacer, judíos de la diáspora, por beber  leche materna tantas veces nutrida con carne kosher), nunca contestó ni una sola, de las veinticinco cartas que le mandó su hijo, desde el mismo año en que decidió hacerse payaso, y esparcir su alegría por el mundo, mientras dejaba tras de sí a una mujer embarazada y a tres hijos, el mayor de los cuales no alcanzaba los cinco años de edad. A mí abuelo, poco le importaba, sin embargo, el drama familiar que la ausencia de mi padre había causado, lo único que verdaderamente le hacía mentar a Yaveh en vano,  era que mi padre hubiera elegido un oficio tan  poco digno como el de payaso.

Es así como, en el mismo momento en que su nariz afilada se movió de un lado al otro de la mirilla,  santiguándose ante el vidrio circular, en ese mismo instante, supe que mi padre había vuelto. 

Llamó a la puerta dos veces,  una prolongada que podía hacer pensar que su dedo se había quedado pegado al timbre, y otra, totalmente diferente a la anterior, precipitada y breve, como si el esfuerzo realizado en la primera timbrada, le hubiera provocado el calambre que precipitó la segunda. Estuve detrás de la puerta durante las dos llamadas, porque siempre he tenido un oído canino, y en el mismo momento en que siento que alguien se aproxima, pongo mis cuatro patitas al acecho. Mi hermana, conocedora de mi costumbre y de mi superpoder, como ella lo llama, es la primera en preguntar: ¿quién es Michael?

 Me llaman Michael desde el día en que me hice un moldeador en el pelo,  después de indicarle tropecientas veces a la peluquera, que quería el rizo grande, de modo que me quedaran tirabuzones, y ésta, obviando totalmente mi explicación, en lugar de ello, me hizo un rizo diminuto. Y de ahí que me llamen Michael, por Michael Jackson antes de su transformación,  antes, también, de que se le quemara el pelo en 1984, mientras rodaba un comercial para Pepsi.  Respondo a la pregunta de mi hermana con: es el papa,  y no sé porque me sale el papa, si yo siempre le pongo acento. Debe ser  el color oscuro de la piel que observo, luce mi padre, de ese lado de la puerta, lo que me hace hablar en calé.

Mi hermana divertida se burla de mi : ¿Quién Juan Pablo II? ¡No, Chivi!, le contesto, ¡es el padre! Dado que ella, en ese momento tiene sentimientos mucho más racionales que los míos, se sobrecoge nada más oír que su padre, al que nunca conoció,  está detrás de la puerta, ahora que ha alcanzado  la edad de 23 años. Yo entonces contaba con 25, invulnerable e imbuída en mi propia tragedia. Mi hermana viene flotando por el pasillo, alta, delgada, siempre fue pálida, pero la palidez de ahora es ¡a tal punto abrumadora!, que temo que se desmaye en el camino.  Su paso es sigiloso, por lo que entiendo que,  ni ella misma sabe, si quiere abrir o no esa puerta. Por fin está a mi lado, y yo le digo: abrámosla Chivi, qué podemos perder si ya lo hemos perdido todo. Su única respuesta fue una mirada de rabia que venía a decir algo así como: lo habrás perdido todo tú obsesiva de mierda.

¡Mi papá y su larga nariz! ¡Cuántos años de pueblo errante nos han costado estos genes! ¡Para que luego ni siquiera sean bien valorados estéticamente! Y  la gente tienda a llamarnos “Blossom” o “`Pinocho” ¡Como sí nuestras fosas nasales no llevaran detrás siglos de valle de lágrimas!  De repente, siento una ternura desmedida por esos ojos tristes que tanto me han faltado, por esas cejas pobladas, por esa mirada inquisidora, y a la vez derrotada por su propio destino.  Esa misma ternura, me lleva a abrir la puerta sin esperar a que mi hermana me dé su beneplácito.

Cuando te imaginas mucho a alguien, y sabes cómo es  su cara, y el aspecto de su piel, puedes concebir, o formularte una idea aproximada de cómo será su tacto, incluso de cómo olerá, midiendo con mayor o menor precisión, el aspecto de acicalado que tiene, o los paisajes que lo rodean. Pero desde luego, no puedes ni llegar a imaginar, cómo será su voz. Por eso durante todo este tiempo fantaseé con la idea de la  voz de mi padre, y obviamente le adjudiqué una voz grave, porque a mí, como a casi todo el mundo, me gustan las voces graves para los hombres. Ahora ante la puerta a  medio abrir, mi mayor temor, después del de perder mi chivo expiatorio, era que la voz de mi padre fuera tan aguda como el ladrido de un caniche ¡Dios me libre de tener un padre con esa voz! ¡prefiero que sea mudo, o que ande siempre desaparecido!

Mi hermana no sé qué piensa, está como petrificada.  La puerta se abre y el pesado cuerpo de mi padre entra en la habitación, con una familiaridad maldita, que nadie en su sano juicio, hubiera utilizado de enfrentarse a una situación como la que estábamos viviendo. Mi hermana asombrada ante este hecho, dio un salto brusco y ortopédico, sin mover sus rodillas inflexibles, como si ella no hubiera mandando mover su cuerpo, como si fuera  el aire el que moviera a la mismísima momia de Tutancamón. Yo hice todo lo contario otra vez más, y pegué un respingo alucinante, que hizo vislumbrar algo de vida en la  mirada triste y abatida de mi padre. Por suerte, su voz era tal y cómo la había imaginado en sus largos años de ausencia. Resonó grave y estertórea  entre las paredes de mi casa mientras decía: Hijas, he venido a recoger mi maleta.

La maleta estaba encima de un armario de caoba, con pasadores dorados, que ocupaba casi la totalidad de la habitación, que antaño había visto crecer ese amor que nos concibió a los cuatro. Mi madre la había conservado ahí, supongo, con la esperanza de que su marido tantos años desaparecido, al volver pudiera encontrar, al menos, unos cuantos centímetros de sí mismo en la casa. Lo guiamos  hacía la habitación, así como los días son guiados por los meses y estos por los años. Su caminar era tan pesado como su metro noventa de estatura podía hacer pensar. Él, aunque no necesitaba guía, pues recordaba perfectamente cada matiz de esa casa,  que apenas había cambiado en su ausencia, se dejó llevar por nosotras a lo largo del pasillo, y ahí, al final del recorrido se encontró con su maleta. Ni mi hermana ni yo, experimentamos en ese momento ningún tipo de resentimiento, por el hecho de que mi padre, después de tanto años, apareciera preguntando por algo tan absurdo, más bien lo que teníamos era una curiosidad abrumadora por lo que fuera que contuviese esa maleta.

Nadie dijo nada durante todo el trayecto, solo el eterno canto de la chicharra estival murciana acallaba ese silencio, que mi padre no hizo ningún esfuerzo por remediar, o quizá si, en su fuero interno estaba, como nosotras, preguntándose qué decir.  A mi ciertamente no sé me ocurría ninguna frase que no pudiera ser entendida en forma de reclamo. Sí le preguntaba por estos años,  si le preguntaba por su vida, si le preguntaba por su salud, o por su dieta, todo bajo cierta óptica podría mal interpretarse, así que opté por lo más prudente, por ver su paso agrietando el suelo, sin decir una palabra.

Tendió su gran mano a lo largo del cuero, la caricia fue prolongada, me recordó a la del Jockey, que consiente a su caballo templándole el lomo con suaves caricias. Primero desde un costado, después desde el otro, rodeando cada uno de los vértices de esa vieja maleta. Poco después forzó los cierres metálicos, que costaron abrirse su buen empeño,  y que sólo cedieron al cabo de cinco largos minutos. La maleta se abrió ante el pasmo de nuestros ojos, totalmente desorbitados, expectantes, temerosos también, de  lo que fuera que contuviese ese viejo abalorio.

Cuál fue nuestra sorpresa al ver que, nuestro padre, había guardado en una maleta enorme, únicamente un silbato, como el de los árbitros, un silbato nada más, un silbato envuelto en una tela azul. Lo observó  con amor durante unos segundos, después se lo llevó a los labios, con su mano firme, pero temblorosa, y de ahí que dio una larga pitada, después de la cual, volvió a colocar el silbato en la maleta, la cerró, y se fue sin siquiera despedirse.

Así es cómo sucedió, había venido después de tantos años,  únicamente para eso. Nadie va a juzgarlo, nadie va a procesarlo, ni siquiera pretende, ni ha pretendido nunca, pedir perdón. Sólo vino a recuperar su mierda de silbato.

sábado, 8 de junio de 2013


Me acaricia como un simio, como un jodido australopiteco, con el pulgar oponible, que tanto le ha costado ganarse en esa lucha férrea por la evolución. Con esos dos dedos, el pulgar y el que le precede, no recuerdo su nombre, me da pequeños pellizcos en forma ascendente y descendente a lo largo del brazo. Es muy extraño, pero no deja de hacerme gracia lo cavernícola que es. Le he dicho cien veces que no le quiero, envuelta en este olor a mejillón que se filtra en cada baldosa de Barranco, que enluce la fachada de las casas, y tonifica la piel. Y él me ha dicho cien veces que me quiere, mientras me acaricia o devora, ante mi mirada de pánico,  un plato de mamut a la criolla.

¿Mientes cuando me miras con esa cara de Bambi?

¿Con esos ojos enormes, y esas pestañas infinitas

Chorreando amor?

¿Vomitando escupiendo excretando amor?

¿O mientes cuando hablas

Y dices ya fue, o señalas a otra?

¿Mientes cuando suspiras a mi lado

O suspiras cuando mientes a mi lado?

Pensé que con todas esas cosas inconscientes,

con la mirada, con el tono de la voz,  y con la urgencia,

No se podía mentir.

Obviamente, me equivoqué con eso

Como con tantas otras cosas

domingo, 2 de junio de 2013


Me parece que todas las personas son humo,

Incluso las que más te aman,

Pasan por ahí como una neblina,

Y te abrazan y te besan

Y te aconsejan con sus ojos de vapor condensado

Y sus manos trémulas como la gelatina.

Y te mueven de un lado para otro, mientras te lamen

O te piden que les dejes dinero.

Pasan así, sin más, dejando su impronta perecedera y

Húmeda en tus lunas,  para que luego otro se aparezca

Y pinte encima, sobre el vaho, alguna grosería.

¡He perdido tanto mi vinculación con el ser humano

Que te sopla en la boca,  detrás de las orejas,

Y te pone una multa de tráfico!

El mismo que te dice "¿qué vas a comer hoy? Y ¿cuándo te volveré a ver?",

Que honestamente pienso,

Que lo único que puedo hacer a estas alturas

Es ser madre

  La sangre se confunde detrás de los focos, ya no es roja, ya no es sangre. Las balas se equivocan al salir de las armas, ya no es ca...