Se perdieron tres perros en el
mar esa mañana. Dos de ellos era grises, y el tercero, sin serlo, también se
volvió gris, cuando desapareció en ese extremo en el que se mezclan el cielo y
el mar de Lima. Ese día fue domingo treinta de junio del dos mil trece. Nadie
hizo nada ante la angustiosa mirada de los perros, incluso los pocos surfers que había cerca, observaron nada
más, cómo la dirección helicoidal del agua los absorbía.
Ya de por sí, es demasiado
extraño que un perro se adentre en el mar, máxime cuando está tan bravo. Los
perros suelen tener un instinto bastante agudo para oler el peligro, sin
embargo, yo sorprendida, otros indiferentes, vimos morir tres perros en cuestión
de minutos. Había ido a contemplar el mar esa mañana movida por un sentimiento
denso de melancolía. Quería ver el metal del cielo de Lima contagiándose con el
agua, tiñendo las plantas, las rocas, la gente y su ropa deportiva de domingo,
por eso no me importó demasiado la desaparición de los perros, de cualquier
forma, había ido allí para hacer un recuento de todo lo perdido.
En Lima hay muchos tipos de
perros en las calles. La inmensa mayoría de ellos, tienen la cara ladeada hacia
la derecha, y el hocico, también ladeado, dejando escapar, de esta forma, a un costado
de los colmillos sarnosos, una lengua larga y erosionada. Esos son los perros
que duermen sobre el asfalto de Lima, adoquinando la Plaza Mayor, a lo largo
del Palacio de Gobierno
y de la Catedral, conformando cientos de kilómetros de perro. No sé quién dijo
una vez, que si ponías los discos vendidos por los Beattles en fila, podías recorrer el mundo dos veces; igual puedes
rodear esta ciudad saltando de perro en perro callejero, sí es que estos
estuvieran alineados, y no apilados en desorden, como están.
No hice nada cuando vi como los
engullía la marea, pero un hombre que había estado a mi costado, poco después
de sentarme frente al mar, me dijo señalando a lo lejos, con sus uñas negras y
sus dedos rechonchos: -Ha empezado.
Mucho antes de que hablara, ya odiaba a ese hombre, que había venido a entrometerse
en mi soledad cuando recién había empezado a disfrutarla, así que, en el
momento en que hizo esa observación, actué como hubiera actuado, cualquier
persona que lo único que busca es estar sola, seguí mirando hacia el frente
sumida en mi mutismo. Él, como para cerciorarse de mi rechazo, continuó
volcando obstinadamente los ojos en mi dirección, por lo menos, durante cinco
minutos más. Trató de acercarse después, para darme la mano, y yo pensé en sus
uñas sucias, y en que, seguramente, usaba esa mano como papel higiénico, pero
razoné “acabemos con esto cuanto antes” y le devolví mi mano sonriendo.- Entiendes, entiendes, me dijo, y se fue
con pasitos cortos y torpes, mientras la garúa descendía lenta y suavemente,
contrariando la necesidad de usar paraguas en Lima, donde apenas llueve con la
violencia de un cachorro.
Seguí mirando el mar, y después mis uñas con miedo de que se me hubiera
contagiado la suciedad desde la mano del extraño. Demasiada turbiedad tenía ya
en mi pensamiento, tanta que perfectamente podría haberse extendido a las uñas
de las manos y de los pies. Estaba viviendo ese celo natural del hombre, por
tener los problemas cercados en habitaciones incomunicadas, a modo de evitar la
metástasis, a modo de conseguir una relativa seguridad. Por eso prefería
contener la suciedad en mi cabeza, con la esperanza de que la amenaza que nació
ahí, muriera ahí. En mis uñas todo estaba bien. Seguí mirando el mar.
Las olas han devuelto el cadáver
del perro magullado ahora, cecina salada su carne ahora. Con ese cuello
rotativo, más voluble que el destino, y esa lengua enorme extendida sobre la
arena de la playa. Pronto vendrán los pajarracos a picar la lengua, al mismo
tiempo que se detienen en los ojos del animal, por ser estos los órganos más
blandos, donde es posible saciar el hambre con urgencia. Eso, si antes no es
devorado por sus primos, tíos, hijos y yernos, de existir, que no existe, un
árbol genealógico tan complejo para los canes. Lo que sí es cierto, es que,
probablemente lo engulla una mandíbula canina y abandonada, una de las miles
que deambulan por aquí, y por toda la ciudad.
Miro el mar y el cielo gris. ¡Es
tan increíble que los conquistadores se atrevieran a realizar tamaña aventura!
Surcar el mar puede ser materia de muchos atrevidos, intentar descubrir
territorios, guiados únicamente por la esperanza y por planos errados, es la
causa de todos los aventureros, pero adentrarse en el mar, y viajar a la deriva
sobre un cielo tan gris, es elección únicamente de los perros suicidas, y de
los primeros conquistadores.
El mar es como un telar, va
perdiendo sus hilos de un extremo, va sumando hilos en el otro, es como la
vida, si sabes mirarla de frente, si puedes aceptar que donde se pierde se
suma, y donde se suma, tarde o temprano se restará. Las olas van y vienen a uno
y otro lado de mis orejas, primero a la izquierda, luego a la derecha.
Otra sombra se aparece, esta
trae todo el gris en su cara. Se coloca a mi lado, inclinando la cabeza, y
extiende un pequeño cajoncito frente a mí, quiere venderme caramelos,
mentolados, chicles, habas fritas, plátano frito, patatas fritas y cigarrillos.
Mi negativa silenciosa, fue mover la cabeza, la respuesta del vendedor: -hazlo por los perros. No podía creerlo,
¿Él también lo había visto? ¿Dónde? Primera vez que me percato de que está
aquí, ¿podía haber visto todo esto desde otro extremo del malecón? Puede ser,
no todo lo que existe se reduce al campo de mi visión, pienso, mientras me
avergüenzo de mi egocentrismo.
Pero ¿en que podía ayudar la
compra de chicles, al descenso de perros ahogados en el mar? Estoy pensando en
todas estas cosas, cuando el vendedor me saca de mi aislamiento: - ahí va otro, me dice señalando al mar. Y
efectivamente así era, un perro de pelo largo, rubio, casi dorado, revuelve la
arena de la playa con cada zancada que lo aproxima más y más al agua,
borrándose su rastro para siempre pocos segundos después.
El terror acaricia todo mi
cuerpo, miro al extraño sin levantar mucho la frente, inclinando poco a poco la
cabeza en diagonal ascendente, poco a poco, porque tengo miedo de avanzar
rápido y descubrir, de una y completa, la cara deforme de un monstruo, sobre la
cara que antes era humana. Teniendo en cuenta las cosas extrañas que me están
sucediendo últimamente, bien podrían acontecer mis augurios de transformación.
Dios no lo quiera, Dios no lo quiera, por favor que sea normal, pienso,
mientras descubro poco a poco sus rasgos. Barbilla humana, boca humana, pómulos
humanos, nariz humana, ojos humanos pero ciegos. No hay duda, ese hombre padece
ceguera, tiene esa mirada omnipresente que lucen todos los ciegos, esa mirada
que se extiende desde California hasta Masachussets ¿Cómo ha podido saber que
el perro se adentraba en el mar?
Ahora sí tengo miedo, quiero irme
a mi casa donde no me espera nadie, pero donde, al menos, puedo esconderme
debajo de las sabanas, y embalsamar mi cuerpo con ellas, a lo largo de mi
silueta, tensándolas con fuerza para evitar que se meta, por alguno de sus
lados, un perro suicida. Tomo entonces la decisión de levantarme, pero no
puedo, mis piernas están inertes sobre la arena, solidificadas ahí por la
huella de los años, fosilizadas.
Sigo mirando al mar, el vendedor
ya se ha ido. Lo único que pienso, es que ojalá no se haya dado cuenta de que
era incapaz de levantarme, ¡qué vergüenza!, una mujer joven como yo, que no
puede ponerse en pie. Sigo mirando el mar, su diarrea cansada, y su flujo silencioso
y constante sobre las olas. Ya había dos cadáveres de perro en la orilla, ya
ondeaban los pajarracos en el cielo sobre ellos.
Dentro de poco oscurecerá, y
será éste un lugar peligroso. Los últimos corredores se han ido también, pues
empieza a hacer frio, y las personas que salen a correr normalmente por el
malecón, prefieren hacerlo con mayas cortas y camisetas de manga corta también.
Yo era igual que ellos cuando salía a correr por aquí, recuerdo un día en que
salí a correr a las siete de la mañana, desde el principio Barranco hasta el
final de Miraflores, ese día regrese con los músculos ateridos por el frio.
¿Qué sucede con los perros? No
lo sé, pero acaba de morir otro que ha pasado obviando mi cuerpo, tropezando
con mis piernas hacia su muerte marina. Pronto serán tres cadáveres de perro
sobre la arena, quizá cuatro, porque el quinto, que es este último que acaba de
pasar a mi lado, tardará más es ser batido por las olas, y en ser devuelto a la
tierra. Ya ni siquiera tengo ganas de irme, ya ni me importa la noche que ha
empezado a ceñirse a mi piel, ya ni me importa el frio, sólo quiero contemplar
el final del espectáculo por terrorífico que, como todo indica, termine
resultando.
Empiezo a pensar que hay cierta
relación entre los perros y yo. No puedo creer que sean casualidad, la muerte
de los perros, y mis ojos observantes. Otra vez me avergüenzo de mi
egocentrismo, mientras miro mis rodillas. Bien pensado, puede ser, que la
amenaza que tenía cercada en mi cabeza se haya hecho extensible, no a las uñas,
sino al mundo. Otra vez me avergüenzo de mi egocentrismo, mientras observo otro
perro zambulléndose en la muerte.
Dos días después me llega el
olor de los cadáveres mezclándose con los jugos del mar, con los mariscos, la
sal y el petróleo. Esa noche no la pasé en mi casa, tampoco la anterior,
desprovista totalmente de voluntad, me quedé ahí sentada, con mi cabello salado
y mi piel escamosa y agrietada. En este tiempo habían muerto más de veinte
perros, y la cosa no tenía visos de parar en las próximas horas. Ojalá estuviera
aquí el vendedor de chicles que se me acercó dos días atrás, ojalá pudiera
comprarle esos mentolados, y acabar con esto para siempre. Pero creo que no me
dijo eso, creo que sólo me dijo “hazlo por los perros”, pudiendo ser ésta, sólo
una forma de paliar su dolor, haciéndoles más llevadero el naufragio, pero sin
llegar a evitarlo. Quizá, probablemente, seguirían muriendo perros frente a mí,
no creo yo que unos simples caramelos…
Los perros hambrientos de Lima
ya han empezado a devorar sus cadáveres, son los únicos en verdad, con los
pajarracos, que han tomado una mínima medida a favor de la salubridad pública,
deshaciéndose de la materia en putrefacción, que se localizaba alrededor de los
huesos. Los transeúntes y los barrenderos, han pasado durante tres días sobre
los cadáveres caninos, simulando a la perfección no verlos. A veces hacían
grandes zigs zags en, lo que yo creía, eran intentos por esquivarlos, pero
otras veces, pasaban caminando por encima de la pirámide de perros devueltos
por las olas, hundiendo sus piernas hasta el fondo de las costillas de los
animales, quedando encallados un rato, con la mirada fija al frente, y nunca
hacia la fuente del problema que se encontraba bajo sus pies.
Tres perros más y los contaremos
por centenares, me decía, viendo el mural de variopintos colores que
conformaban sus cuerpos, dispuestos sobre la arena bajo el cielo plomizo de
Lima. Ya no puedo tolerar la muerte de ninguno más, el hedor es insoportable y
las moscas han comenzado ya a posárseme sobre los sitios donde resultan más
asquerosas, en los ojos y en los labios. Tengo que hacer algo más allá de
contemplar este espectáculo deprimente. Tengo que hacer algo, pero en lugar de
ello, dirijo miradas de reprobación a la gente. Ustedes están caminando sobre
sus huesos, mientras yo soy una simple espectadora, pienso, y dejo otra vez que
la noche caiga sobre mí.