Se aseguró de
que el revolver estuviera bien enterrado
y con un rápido movimiento de cabeza se
quitó, sin utilizar las manos, la arena que había empezado a enquistarse en sus
pómulos. Qué rápido es el sol, más rápido que los humanos con sus rutinas de
carne, y sus rutinas de huesos. El sol desecando los lagos es mucho más eficaz
que los hombres tragando saliva. Contumaz es el sol enterrando marmóreos
tesoros, dentaduras de marsupiales que ahora cuelgan de tu mesita
María. Te dije que no hicieras el agujero para el cuerpo tan cerca de ese
fósil, y tú te empeñaste, terca como siempre, con tu visión poética apocalíptica,
verdaderamente empecinada en la idea de sustituir unos huesos por otros. ¡Ay
María que fácil hubiera sido que se secara el recuerdo de ese día! Pero tú no
querías en realidad enterrar nada, tú querías retenerlo, solo que es imposible,
en la sociedad en que vivimos, llevar siempre a cuestas un cadáver. Cabía
esperar que las autoridades te detuvieran antes de alcanzar el metro de las
siete de la mañana, en tu masoquista intento de larvas y azúcar en el café. María, todavía recuerdo
como hicimos el amor ese día. Crepitabas como el fuego volcánico que hay debajo
de estas dunas, cada vez más abierta a mí y tu mandíbula marcando mi cuello, y tu lengua
subiendo arriba y abajo con su sombra húmeda.
Pero cuando agarré tus muslos y los llevé contra mí ya eran dos lagartos
huyendo a lo largo de la basta planicie desértica. Y ni las uñas los
retuvieron, y mi mano se llenó de tu escamas. Y creo que incluso mudaste
la piel sobre ellas para huirme. Pero no me huías del todo. Solo en parte
María, solo en parte, bien lo sabes. Bien sabes que todavía estoy ahí, en tu
mesita el incisivo de marsupial, eternizando sobre el horizonte ensangrentado.
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