Tienes un gato. Parece que has
conseguido que tu gato entienda algunas cosas, crees que es capaz de obedecerte,
al menos, en la mitad de las órdenes que le das al cabo del día, aunque no
sabes si esto se debe al azar o a una verdadera praxis de entendimiento. A
veces hablas con tu gato, y tu gato a veces
te contesta miau miau, y crees que todo eso forma parte de un diálogo vivo ,
hasta mordaz, porque te sorprendes diciéndole cosas ingeniosas, cosas que
cualquier humano podría valorar, incluso elogiar. Son las diez de la noche, has
estado todo el día trabajando. Entraste a las nueve a la universidad, has dictado
seis horas con algunos largos espacios entre ellas. Cuando lo tenías en la
mente todo era más sencillo. Existía una vaga esperanza de que preparara algo
para cenar, de que te invitara a compartirlo. En esa época todavía no tenías a
tu gato, pero tenías esa lejanísima esperanza. Tan lejana como los indígenas de
Papúa Nueva Guinea. A veces esa esperanza era tan intensa que removía todo tu
sistema circulatorio y parecía poder electrificar tus aparatos de cocina. Ahora
tu gato te mira mientras tecleas con sus ojos profundamente ciegos.
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