domingo, 10 de mayo de 2015



Tienes un gato. Parece que has conseguido que tu gato entienda algunas cosas, crees que es capaz de obedecerte, al menos, en la mitad de las órdenes que le das al cabo del día, aunque no sabes si esto se debe al azar o a una verdadera praxis de entendimiento. A veces hablas con tu gato,  y tu gato a veces te contesta miau miau, y crees que todo eso forma parte de un diálogo vivo , hasta mordaz, porque te sorprendes diciéndole cosas ingeniosas, cosas que cualquier humano podría valorar, incluso elogiar. Son las diez de la noche, has estado todo el día trabajando. Entraste a las nueve a la universidad, has dictado seis horas con algunos largos espacios entre ellas. Cuando lo tenías en la mente todo era más sencillo. Existía una vaga esperanza de que preparara algo para cenar, de que te invitara a compartirlo. En esa época todavía no tenías a tu gato, pero tenías esa lejanísima esperanza. Tan lejana como los indígenas de Papúa Nueva Guinea. A veces esa esperanza era tan intensa que removía todo tu sistema circulatorio y parecía poder electrificar tus aparatos de cocina. Ahora tu gato te mira mientras tecleas con sus ojos profundamente ciegos.

  La sangre se confunde detrás de los focos, ya no es roja, ya no es sangre. Las balas se equivocan al salir de las armas, ya no es ca...