domingo, 14 de julio de 2013

Primera muerte


Sostengo el vaso con la mano derecha, intento llevarlo a mis labios pero me doy cuenta que se ha perdido en una confusión de temblores y aspavientos. En el trayecto se  desprendió de la mitad del whisky que contenía, salpicando la barra, la manga de mi camisa, chorreándose por mi mano, cayendo finalmente en mis labios tras ese largo periplo, sólo después de golpearse bruscamente con mis dientes, como la pelota que rebota en el tablero para caer en el aro.

Miro al camarero para ver si se ha dado cuenta del estado en que me encuentro. Hay momentos en la vida en que, aunque estás verdaderamente desamparado, sigue importándote, sepa Dios por qué, lo que piensen los demás acerca de ti. Debe ser el último intento de orden, lo que se impone en estos contextos,  el último empeño por aparentar normalidad. Dicen que las mujeres de la Alemania liberada por los rusos, después de sufrir los abusos más vejatorios en manos soviéticas, tuvieron la decencia de componerse, de sacudir sus ropas como buenamente pudieron, de amarrar su cabello, y mantenerse erguidas ante el anuncio de la proximidad de las tropas norteamericanas, aún pensando que los americanos se acercaban con la intención de cobrarse la misma venganza que los rusos. Supongo que la frase que se imponía no era otra sino: “Si  ha de suceder otra vez,  que sea de la manera más digna”.

El camarero lava los vasos en silencio con la cabeza agachada. No parece que se haya percatado de la ansiedad que recorre cada célula de mi cuerpo. Sólo ahora que descarto la posibilidad de que haya podido verme, siento el valor necesario para hablarle:

-Maestro, otro Whisky por favor.

No dice nada, sólo deja lo que estaba haciendo, y camina hacia la botella de Johnnie Walker, que alcanza en la parte superior de la última estantería. Me sirve la copa también sin decir nada, y sólo en el momento en que, con la copa servida y el brazo extendido hacia mí,  resuelve mirarme directamente a los ojos, y sostener esa mirada apaciguadora y humanitaria, sólo en ese momento, me doy cuenta ¡tonto de mi! de que siempre supo acerca de todas mi tribulaciones.

Soy un hombre de cincuenta años totalmente desarmado, tanto que parece que acabe de nacer hace cinco minutos. Soy un recién nacido, cuyo líquido amniótico envuelve barba, canas, lentes, pies cansados, tobillos hinchados, patas de gallo y una ligera barriga. Por eso resulta natural que, cuando el camarero me pregunta: -¿Qué le sucede compadre? ¿Se encuentra bien? Arranque a llorar sobre la barra, pues no era ésta frase del camarero, más que la mano del médico pegándome la cachetada que había de insuflarme  vida tras el parto.  

Mi llanto ahogado, se deprende de mis lagrimales tan pequeños, que no alcanzo a entender cómo puede salir de ellos tremendo torrente. Sobrecogido ante la magnitud del fenómeno, ni siquiera me tomo la molestia de secar mis mejillas, ni de cercar el cauce de  mis lagrimas.

No le digo nada, sólo intento sacar de mi cartera una fotografía, como hubiera hecho en cualquier circunstancia normal, manejando la cartera de cuero negro sólo con una mano, así como los policías muestran su placa sólo con una mano. Obviamente, el estado en que me encuentro me obliga a usar las dos, al tiempo que por fin doy con la foto  y la deposito sobre la barra, después de mirar hacia ambos lados, temiendo que haya entrado alguien de improviso en este bar abandonado, de barra, techo y mesas de madera,  suelos llenos de aserrín y escasa iluminación.

-Es muy linda. ¿Es su…?  Me dice sin llegar a terminar la frase, dejando al descubierto la prudencia que define su personalidad, pues no se atreve a aventurar que esa niña de dieciocho años que le muestro sea mi hija, pudiendo ser mi amante, y de la misma forma, tampoco se atreve a preguntar si esa niña de dieciocho años que le muestro es mi amante, pudiendo ser mi hija.   

-Es mi pequeña, le contesto. –Mi única hija. –Era mi pequeña.

-Cuanto lo siento señor, ¿Cuándo falleció?

-No ha fallecido, no ha fallecido. No hay forma de enjugar mis lágrimas, que caen sobre la foto de la preciosa cara de mi hija, sus enormes ojos, sus labios gruesos, sus pómulos discretamente marcados, su frente grande, sus preciosos años, sus inocentes años ahora perdidos para siempre. “¿Qué te hicieron mi hija? ¿Por qué lo permitiste?” Tengo este enorme dolor que me oprime el pecho, y el mesero, con sus años de mesero, de sobra lo  sabe, por eso me acerca otro whisky que deja pegadito a mi mano, para que ésta no tenga que recorrer mucha distancia con la tembladera.

Lo acabo de un trago y me recompongo un poco, sólo lo suficiente para sacar otra foto de la cartera. En ésta tiene cinco añitos, las mejillas llenas de pecas, dos colitas a cada uno de los lados de la cabeza, y a su mamá abrazándola cuando ella estaba todavía encima del columpio. Tan linda era, que no pudo ni esperarse a que bajara.

-Está enferma. Tiene una enfermedad en la cabeza. Nos lo dijeron hace unos años. He intentado cuidarla, he intentado protegerla ¡vaya si lo he intentado! Esa noche estaba borracha y loca, mientras cuatro hombres se la turnaban. Mi pequeña ya no puede ser mi pequeña nunca más. Está muerta, no puedo dejar de imaginarme su piel blanca y tierna bañada en el semen de esos indeseables. Ya no era mi niña cuando la recogí en el hospital.  Ha muerto todo lo que pensaba de ella.

-Señor, y si le digo, me contestó el mesero, que si yo fuera uno de esos chicos que la abusó, y ella hubiera muerto esa noche, y sí le digo que usted vendría a preguntarme qué dijo su hija en sus últimos momentos, y qué aspecto tenía. ¿Y sí le digo que usted haría todo eso, para tener un recuerdo más que guardar en su cartera?

 

  La sangre se confunde detrás de los focos, ya no es roja, ya no es sangre. Las balas se equivocan al salir de las armas, ya no es ca...