Sostengo el vaso con la mano derecha, intento llevarlo a mis
labios pero me doy cuenta que se ha perdido en una confusión de temblores y
aspavientos. En el trayecto se
desprendió de la mitad del whisky que contenía, salpicando la barra, la
manga de mi camisa, chorreándose por mi mano, cayendo finalmente en mis labios
tras ese largo periplo, sólo después de golpearse bruscamente con mis dientes,
como la pelota que rebota en el tablero para caer en el aro.
Miro al camarero para ver si se ha dado cuenta del estado en que
me encuentro. Hay momentos en la vida en que, aunque estás verdaderamente
desamparado, sigue importándote, sepa Dios por qué, lo que piensen los demás
acerca de ti. Debe ser el último intento de orden, lo que se impone en estos
contextos, el último empeño por
aparentar normalidad. Dicen que las mujeres de la Alemania liberada por los
rusos, después de sufrir los abusos más vejatorios en manos soviéticas,
tuvieron la decencia de componerse, de sacudir sus ropas como buenamente
pudieron, de amarrar su cabello, y mantenerse erguidas ante el anuncio de la
proximidad de las tropas norteamericanas, aún pensando que los americanos se
acercaban con la intención de cobrarse la misma venganza que los rusos. Supongo
que la frase que se imponía no era otra sino: “Si ha de suceder otra vez, que sea de la manera más digna”.
El camarero lava los vasos en silencio con la cabeza agachada. No
parece que se haya percatado de la ansiedad que recorre cada célula de mi
cuerpo. Sólo ahora que descarto la posibilidad de que haya podido verme, siento
el valor necesario para hablarle:
-Maestro, otro Whisky
por favor.
No dice nada, sólo deja lo que estaba haciendo, y camina hacia
la botella de Johnnie Walker, que
alcanza en la parte superior de la última estantería. Me sirve la copa también
sin decir nada, y sólo en el momento en que, con la copa servida y el brazo
extendido hacia mí, resuelve mirarme
directamente a los ojos, y sostener esa mirada apaciguadora y humanitaria, sólo
en ese momento, me doy cuenta ¡tonto de mi! de que siempre supo acerca de todas
mi tribulaciones.
Soy un hombre de cincuenta años totalmente desarmado, tanto que
parece que acabe de nacer hace cinco minutos. Soy un recién nacido, cuyo
líquido amniótico envuelve barba, canas, lentes, pies cansados, tobillos
hinchados, patas de gallo y una ligera barriga. Por eso resulta natural que, cuando
el camarero me pregunta: -¿Qué le sucede
compadre? ¿Se encuentra bien? Arranque a llorar sobre la barra, pues no era
ésta frase del camarero, más que la mano del médico pegándome la cachetada que
había de insuflarme vida tras el parto.
Mi llanto ahogado, se deprende de mis lagrimales tan pequeños,
que no alcanzo a entender cómo puede salir de ellos tremendo torrente. Sobrecogido ante la
magnitud del fenómeno, ni siquiera me tomo la
molestia de secar mis mejillas, ni de cercar el cauce de mis lagrimas.
No le digo nada, sólo intento sacar de mi cartera una fotografía,
como hubiera hecho en cualquier circunstancia normal, manejando la cartera de
cuero negro sólo con una mano, así como los policías muestran su placa sólo con
una mano. Obviamente, el estado en que me encuentro me obliga a usar las dos,
al tiempo que por fin doy con la foto y
la deposito sobre la barra, después de mirar hacia ambos lados, temiendo que
haya entrado alguien de improviso en este bar abandonado, de barra, techo y
mesas de madera, suelos llenos de aserrín
y escasa iluminación.
-Es muy linda. ¿Es
su…? Me dice sin llegar a
terminar la frase, dejando al descubierto la prudencia que define su personalidad,
pues no se atreve a aventurar que esa niña de dieciocho años que le muestro sea
mi hija, pudiendo ser mi amante, y de la misma forma, tampoco se atreve a
preguntar si esa niña de dieciocho años que le muestro es mi amante,
pudiendo ser mi hija.
-Es mi pequeña, le contesto. –Mi única
hija. –Era mi pequeña.
-Cuanto lo siento señor,
¿Cuándo falleció?
-No ha fallecido, no
ha fallecido. No hay forma de enjugar
mis lágrimas, que caen sobre la foto de la preciosa cara de mi hija, sus
enormes ojos, sus labios gruesos, sus pómulos discretamente marcados, su frente
grande, sus preciosos años, sus inocentes años ahora perdidos para siempre. “¿Qué
te hicieron mi hija? ¿Por qué lo permitiste?” Tengo este enorme dolor que me
oprime el pecho, y el mesero, con sus años de mesero, de sobra lo sabe, por eso me acerca otro whisky que deja
pegadito a mi mano, para que ésta no tenga que recorrer mucha distancia con la
tembladera.
Lo acabo de un trago y me recompongo un poco, sólo lo suficiente
para sacar otra foto de la cartera. En ésta tiene cinco añitos, las mejillas
llenas de pecas, dos colitas a cada uno de los lados de la cabeza, y a su mamá
abrazándola cuando ella estaba todavía encima del columpio. Tan linda era, que
no pudo ni esperarse a que bajara.
-Está enferma. Tiene
una enfermedad en la cabeza. Nos lo dijeron hace unos años. He intentado
cuidarla, he intentado protegerla ¡vaya si lo he intentado! Esa noche estaba
borracha y loca, mientras cuatro hombres se la turnaban. Mi pequeña ya no puede
ser mi pequeña nunca más. Está muerta, no puedo dejar de imaginarme su piel
blanca y tierna bañada en el semen de esos indeseables. Ya no era mi niña
cuando la recogí en el hospital. Ha
muerto todo lo que pensaba de ella.
-Señor, y si le digo, me contestó el mesero, que si yo fuera uno
de esos chicos que la abusó, y ella hubiera muerto esa noche, y sí le digo que usted
vendría a preguntarme qué dijo su hija en sus últimos momentos, y qué aspecto tenía.
¿Y sí le digo que usted haría
todo eso, para tener un recuerdo más que guardar
en su cartera?