Me
despertó mi sueño que no venía a ser más que una manifestación psíquica de la
realidad física. Estaba con mi madre colgándome de las ramas de los blancos
almendros que tanto le gustan. Ella por encima de mí, como cuatro ramas por
arriba de mis ramas, en cuclillas, igualita que en esa foto que me llevé a los dieciocho
años a la primera habitación de mi independencia; el almendro blanco con algunos
tintes rojizos, mi madre con treinta y pocos, su melena caoba, agazapada entre
las ramas del árbol vistiendo un chándal blanco de lo más retro, de lo más
ochentero, aunque en el momento en que fue tomada la foto no era retro, sino
actual. Mi madre simulando ser una flor
más del almendro mientras el viento bate su cabello rojizo y el polen escapa a sus estambres, y nacen otras como yo cuatro ramas por debajo.
Otras que miran con orgullo su juventud y la felicidad que irradia al estar
entre los brazos de su árbol favorito.
Así me sentía totalmente feliz, trepada a ese almendro en la sierra de Albacete,
oteando el horizonte con todos esos pinos y olivos coronando las montañas poco
pronunciadas, cuando algo se metió en mi ojo. Me rasqué ligeramente,
pero como suele ocurrir, esto no sirvió para nada, entonces le dije a mi madre: “Mama,
se me ha metido algo en el ojo” y ella me contestó:- A ver no te toques, y
empezó a descender hacia mi con una ligereza incorpórea, y justo cuando estaba a
punto de levantar mi mandíbula para soplar en mi ojo, voy y me despierto.
Debe
ser bien entrada la noche porque no se oye ni un solo ruido en la calle, y mi
calle no es precisamente silenciosa. Despierto
sola rascándome el ojo con fuerza, acordándome de mi sueño que era tan bonito,
y de cómo en mi sueño, tal y como sucede
ahora, no me ayudó en nada restregar el ojo cerrado, pero igual sigo haciéndolo
con esa terquedad de quien sabe, que dar el siguiente paso significaría
levantarse de la cama, encender la luz, ir por un espejo etc; por lo demás, todo ello
demasiado complicado cuando son las cinco de la mañana ( lo compruebo con el
ojo sano, tras extender el brazo que no rasca el ojo, hasta el suelo donde puse
el teléfono) y lo único que una quiere es que el dolor se alivie cuanto antes y
pueda retomar su sueño con la más pacífica de las transiciones. Pero más bien sucede todo lo contrario y la
molestia que era fácilmente asimilable, termina convirtiéndose en un dolor agudo
localizado en varios puntos del globo ocular. Ahora sí, no me queda otra que
levantarme, enciendo la luz de la habitación que tampoco ilumina demasiado pues
la bombilla es de baja potencia y el
techo alto, y busco cerca del móvil un espejo circular que justamente me regaló
mi mamá antes de volverme esta cuarta vez a Lima.
Busco
y busco acercando el espejo a mi ojo todo lo posible, ya que tengo una miopía importante
y a medio metro de distancia no veo “tres en un burro” como se dice vulgarmente.
No veo nada, no parece que haya una pestaña, que es lo que todo el mundo busca
inconscientemente cuando quiere localizar un dolor en el ojo. Nada no veo nada,
el espejo por momentos me hace sombra, si quiero que no proyecte su sombra
sobre mi cara, tengo que alejarlo un poco más, pero entonces no veo, decido
buscar lo que sea que me molesta cada vez con mayor intensidad con las gafas
puestas, al hacerlo me sorprendo de cómo mi ojo disminuye su tamaño cuando se mira por
detrás del cristal de las gafas, ¡qué bestia! Me atrevería a decir que es la
mitad de lo que sería sin gafas. Nada, sigo sin ver nada, ya llevo como diez
minutos en esta tarea. Buscar con las gafas puestas resulta difícil porque mi ojo se ve más pequeño y porque, de encontrar el
objeto que molesta, tendría que levantar las gafas a la hora de atraparlo para
expulsarlo del ojo, y como digo, estaría obligada a levantar la gafa ante la
imposibilidad de atravesarla, con lo que volvería a perder el objeto extraño,
resultando todo ello un despropósito. Me saco las gafas con rabia por lo estúpido de
la idea bajo la luz de mi última reflexión, y me recreo en un dolor que empieza
a ser verdaderamente agudo, miro mi ojo verde, con pequeñas motas marrones,
miro esa isla rodeada del Mar Rojo, donde han de quedar sepultadas, por reclamo
de Moises, todas esas venas y capilares inflamados. ¡Yahveh abre éstas aguas!, ¡entierra
en ella a los egipcios!, ¡concédeme la libertad!
Suplico
y suplico, con el espejo a escasos centímetros del ojo, ahí no hay nada, no sé
que pueda estar causándome tanto dolor. Mi paciencia está empezando a agotarse,
sigo mirando mi acuosa pupila verde, y
de repente me imagino que algún día será una especie de galaxia, con la esfera
exterior azul debido a una catarata, me pregunto entonces qué será de mi cuando
llegue ese día, cómo seré yo cuando llegue ese día, y la idea de la ancianidad,
por el hecho de asimilar la vejez al recuerdo de la catarata de mi abuela, me hace sentir ternura
hacía mi yo del futuro, pero en nada he tenido una vida como la de mi abuela. Mi abuela a mi edad estaba casada y tenía, al
menos, un hijo, una hija en concreto, mi mamá. ¿A quién voy a resultar
tierna con casi noventa años? Si la que siente ternura por ella es su nieta
tuerta, y yo ni siquiera he tenido hijos, ¡cuanto menos nietos tuertos!, y si alguien
tala un árbol en medio de la nada, y el árbol hace un ruido estrepitoso, pero
sólo esa persona lo oye, ¿el árbol y el estruendo han existido o no?
Todo esto pienso mientras escruto el ojo,
perdida en mayor grado la paciencia por mis reflexiones absurdas. Me sobreviene
al momento otra idea todavía más estúpida que las anteriores y, por ende, comienzo a
pensar que esto me pasa por estar sola, que si no hubiera elegido siempre a los
pendejos, ahora tendría alguien diseccionando cada milímetro de mi ojo con
paciencia y con amor. He tenido buenos chicos en mi vida, al menos he tenido la
oportunidad de tenerlos, y todavía la tengo, sin embargo estoy sola, pestañeando
convulsivamente a las cinco y media de la mañana. Me lo merezco, pienso, por
imbécil. Y otra vez, caigo en la cuenta de que ese auto reclamo no tiene objeto
en las circunstancias en que me hallo porque bien sabido es, aunque no sé
si existe estadística al respecto, (tantas estadísticas hay que quizá exista)
bien sabido es, que por cada mil personas que preguntan a otra: “¿Tengo algo en
el ojo?”. Sólo una de cada mil (estadística completamente inventada por la
autora, bajo el auspicio y la colaboración de grupo Oftalmológico de Investigaciones
Científicas No Contrastadas) contesta: “Sí, una pestaña, voy por un trozo de
papel, ahora mismo te la quito”. Dándose, en el 999 por ciento de los casos, la siguiente respuesta: "Yo tampoco veo nada, no tienes nada ahí".
Abatida
y francamente molesta por la dirección de mis pensamientos, que en poco ayudan a
resolver mi problema real, decido hacer algo que nunca me ha funcionado, pero
que todo el mundo recomienda en estos casos; me voy al cuarto de baño a echarme
agua en el ojo. Con la mano arqueada como cuenquito recojo el agua, y hasta por
seis veces la introduzco dentro del ojo, que lejos de sentirse aliviado,
escuece con mayor ímpetu. Miro en el espejo del cuarto de baño, a ver si el
cambio de escenario resulta provechoso, y el cuadro que presenta mi ojo es, a todas luces,
aterrador; después de una hora de manipularlo con papel, dedo y agua, los
párpados están hinchados y entre ellos solo dejan ver una rendija rojiza por la
que antes escapaba un ojo medianamente grande, cuya mirada, en varias ocasiones
había sido alabada por su viveza y frescura. Todo lo contario a la imagen que
me devuelve el espejo ahora, que más bien me muestra el ojo de un cadáver. Para
mí, que he sido desde pequeña usuaria del cine Serie B, y por supuesto de toda
película de zombies que saliera al mercado, no deja de ser sorprendente la
semejanza de mi globo ocular con el de un come-cerebros.
El
dolor no me permite tener el ojo abierto durante más de diez segundos seguidos,
comienzo a pensar, que para salvar el resto del cuerpo tendré que tomar una
medida drástica en cuanto al ojo, (obviamente influenciada por mis gustos
cinematográficos). La solución más certera que se me ocurre es sacarme el ojo,
si hago esto podré descansar, estaré tuerta de por vida, pero podré irme a
dormir aprovechando las pocas horas de sueño que me quedan antes de ir a
trabajar. El instrumento que ha de resultar más preciso a la hora de realizar
la terea es, sin lugar a dudas, una cuchara sopera. Reflexiono, cucharas,
cucharas… ¡sí, hay varias en la cocina! Por fin un poco de luz en mis
pensamientos, por fin una esperanza. Cuando de repente, caigo en la cuenta de
que todo el rumbo que estan cogiendo mis ideas va de la mano de Romero, de
Jackson, de Cronenberg quienes son expertos en desmitificar la muerte, y en las
extracciones violentas de órganos, y, sin embargo, no por ello son médicos profesionales. De
hecho, ahora que lo pienso bien, no creo que pudiera descansar tranquila tras
haberme vaciado la cuenca ocular.
Vuelvo
a mi habitación desesperanzada, adoptando la posición de la flor de loto encima
de la colcha de la cama, extiendo la mano otra vez hacía el espejo, ahora con
profunda abnegación hacía mi ojo. “He de salir de esta, tengo que luchar por él”
me digo, y así, con el espejo circular en mi mano, me siento la más ridícula de
las personas al comprobar (como ya sabía y por lo visto había olvidado) que el
espejo en su otra cara es de aumento. Miro entonces a ambos lados en mitad de
la noche, agradeciendo que no haya nadie que pueda corroborar lo estúpida que
soy, y ahora sí con la pequeña rendija sanguinolenta que queda visible y que
antes era mi ojo, ampliada un cien por cien, puedo ver cómo en problema inicial
terminó transformándose en otro problema por mi mal proceder.
De esto me doy cuenta cuando veo que en el parpado inferior, flotando como rama de árbol en medio del rio, una pestaña se encuentra varada entre dos grandes rocas, ese debió ser el problema inicial, el que me sacó de mi bello sueño hace más de una hora. Por otro lado, en mi pupila verde y roja, pero todavía no azul, puedo observar un hilillo fino y transparente que al momento soy capaz de identificar como uno de los miles de hilos que cubren mi manta de alpaca, y que huyen de esta a cada rato pegándose en mi ropa, y obviamente también en mis manos, que de manera más o menos presumible han debido llevar el hilillo al interior del ojo, después de tanto frotamiento en busca de la pestaña perdida.
De esto me doy cuenta cuando veo que en el parpado inferior, flotando como rama de árbol en medio del rio, una pestaña se encuentra varada entre dos grandes rocas, ese debió ser el problema inicial, el que me sacó de mi bello sueño hace más de una hora. Por otro lado, en mi pupila verde y roja, pero todavía no azul, puedo observar un hilillo fino y transparente que al momento soy capaz de identificar como uno de los miles de hilos que cubren mi manta de alpaca, y que huyen de esta a cada rato pegándose en mi ropa, y obviamente también en mis manos, que de manera más o menos presumible han debido llevar el hilillo al interior del ojo, después de tanto frotamiento en busca de la pestaña perdida.
El
primer obstáculo que acierto a quitarme es el hilo de alpaca, lo cual supone un
gran alivio que me hace recordar esa escena de las películas en las que una
persona cae al agua con su coche, que empieza a llenarse de agua, y forcejea y
forcejea, y se oye un zumbido, o bien una privación de sonido, marcada por el
latir agitado del corazón de la víctima que se encuentra cercana a la asfixia,
cuando acierta a abrir la ventana o la puerta, y sale al exterior, y entonces
hay como una especia de “ahhhhhhhh” grandioso, y desaparece el zumbido y se
acaba el silencio devolviéndolo a la vida.
Poco
a poco voy cayendo otra vez en el sueño, mi mami está ahí en el mismo punto en
que había quedado suspendida, en mi rama, sentada junto a mí, los rayos del sol
atraviesan su espesa melena y extienden el rojo de su cabello a mis mejillas,
que ya no están húmedas porque mi madre ha buscado en mi ojo, y con toda la
suavidad del mundo, ha extraído de él una flor de almendro que ahora me
muestra mientras dice:- “Ves como no era nada feo”.