martes, 28 de julio de 2015
Ah siempre me imaginè pescando en un lago, en mi barca, con las truchas
saltando a mi alrededor, y yo distraída como quien no quiere la cosa
tirando el anzuelo. Esperando descubrir, en el aleteo de colas, cercana
mi presa. Siempre me imaginé descalza sobre la barca, donde se filtraría
el agua. ¡Ah si! se filtarìa el agua, pero no mucha, no demasiada, la
suficiente para enmohecer la madera nada más, para mojar mis nalgas
tímidamente, pero solo tímidamente ¡Pescar debía ser tan maravilloso!
Sobre todo siempre y cuando no implicara sacar el anzuelo clavado de la
branquia del pobre animal, al tiempo que sus ojos empiezan a opacarse
tras un sutil velo, dando paso a dos blancas y redondas esferas como
cabezas de peòn
domingo, 26 de julio de 2015
vìsperas de fiestas patrias
A veces es necesario
salir a la calle y ver toda esta mole afilando los dientes, rugiendo,
desfigurando el asfalto con sus garras. Barranco en vísperas de fiestas
patrias, decenas de jóvenes se apiñan frente a la puerta de un local
visiblemente drogados, uno de ellos no lleva camiseta y señala con la mano mientras insulta, seguramente, al dueño del
bar. Cuatro policías lo observan sin hacer mayor acopio de su presencia como
plantas de pvc, como noches sin gloria. En la bodega el retrasado de la calle
me cede el turno, “primero la señorita” dice en un susurro quebrado. Por la
puerta asoma el prototipo de un judío, lentes gruesos de montura negra, un
sombrero de ala estrecha, chaqueta, y maletín en la mano. Pido mis cigarrillos
avergonzada de haber vuelto a la rutina de eliminarme poco a poco. Asì es Perù,
cruel. ¿Què vas a llevar a la casa? ¿Un vino para compartir por unas horas? ¿Una
película para que desaparezca al día siguiente de tus manos? No queda nada más
que la sombra de este funesto horizonte que llamamos vida. Anoche palpaba con
las manos algo, una idea, una especie de revelación. Si pudiera salir por unas
horas de la química de mi cerebro, podría ver todo lo demás en perspectiva,
podría exhalar algo de luz. Pero no está permitida la salida en este tipo de locales, una vez que entras quedas
sepultado tras la franja de esas grandes puertas, puertas de oro macizo,
puertas de huraño ennoblecido. Mira esta es tu casa lo quieras o no parece
decirte el inconsciente, lo quieras o no esa es tu mesa de noche, ese es tu
sofá, tu lámpara, tu cama, y esas son las grandes puertas que no puedes
atravesar. Disfruta lo que tienes porque es todo lo que tienes, siéntete cómoda
ya que no hay otra opción. Fuera Barranco se consume en cenizas, fuera todo es
falso, todo es personas hiriendo a otras personas. Pero acá adentro estás a
salvo, de todo menos de ti misma. Si eres tú quién te perjudicas ahí si que no
puedo ayudarte. Hace dos días era un sueño rosa, metías la mano en esa especie
de merengue de fresa, y se sumergía hasta el codo, en esa mezcla densa y
voluble, en esa mezcla dulce y apacible, pensaste por un segundo que ibas a
poder pernoctar ahí, que esa dulzura podía atravesar las paredes de tu casa.
¡Ah que bonito sería! Pero todo eso no era más que el revestimiento en acero de
tu propia puerta, cada vez más pesado, cada vez más lapidario. Todo parece
decirte que no hay otra opción. Si no puedes huir de ti mismo, entonces tienes
que enfrentarte. Cruel es el camino de los que se enfrentan, en la mayoría de
los casos salen de la lucha visiblemente magullados. Pero hubo uno que se
enfrentó, y un filósofo lo llamó el sabio Zaratrusta. Yo lo leí hace casi dos
décadas y, aunque siempre me fascinó la solitaria decisión del sabio, nunca
entendí verdaderamente qué diantres suponía eso para mí. Ahora creo que empiezo
a entenderlo. Aunque hace más de diez años que no imagino a Zaratrusta perdido
en la aquiescencia de la noche en absoluta soledad y entre animales salvajes.
Me gustaría cobijarme a tu lado, beber algo de ti, aprender de ti sabio, pero
la verdad es que siempre termino abrazada a la gente que es más débil todavía
que yo, ¿me creeré Zaratustra? ¿Me creerè el calor de sus costillas?. ¿Què voy
a hacer? ¿Cuàl es el sentido de todo esto? El otro día le di una patada en la
mano y parecía dolerle al día siguiente. Más me iban a doler sus palabras
puestas en boca ajena. El mar debe estar tragándose los delfines y los niños
con piojos, y los gatos del parque Kennedy, como aquel se subió a mi pierna y
me miraba con sus ojos lechosos, con sus grandes legañas. Me dijeron poco
después en una veterinaria que ese animal debía tener una enfermedad vírica. Me
morí de pena desde el mismo momento en que me miró desde el suelo, antes de que
se subiera sobre mí lentamente. Sus ojos amarillentos y las legañas amarillentas que se habían
desprendido de ellos. Estuvimos mirándonos un buen rato, el debió sentir por mí
la misma pena que yo sentía por èl, así que lo acaricié pese a las pulgas, pese
a la enfermedad vírica. Y èl estuvo ahí tanto tiempo, ¡maldito tiempo! ¿Por qué
no es suficiente? ¿Por qué no fue suficiente, por qué no agarré ese gato y lo llevé
a la veterinaria? Ahora emprendes tu viaje totalmente vació, llevas un libro de
samuráis, llevas un libro de vagabundos, tu romanticismo te hará llenar todas
esas páginas de objetos encontrados en el viaje, de restos de plantas. Tu padre
era marinero. Mi padre no era marinero pero siempre se adentraba en el océano,
y escuchaba a los lobos marinos, y luego venía
a la casa borracho a entonar los negros cánticos que le devolvía el océano.
Todos eran tristes, todos hablaban de pasiones imposibles, todos hablaban de
grandes tragedias, y de olas rompiendo contra cadáveres, de uñas y dientes
enterradas por milenios en las llagas de la superficie marina. Yo crecì oyendo
todo eso, y por eso ahora te escucho comparándome con tu amiga suicida, pero yo
no me voy a suicidar. Yo sé vivir con la tristeza. Puedo dejar que se
solidifique la sal sobre mis huesos, y no pestañear apenas, y creo que ese es
mi máximo defecto. Esa urgencia de enterrarme sobre kilos de sal. Me siento tan
fuerte, eso me dijo la psicóloga, que me creo capaz de encararlo. Recuerdo ese
coche de safari que había en el paseo
cercano a mi casa. Era una atracción infantil en medio de una calle
peatonal. Depositabas unas monedas, y esa màquina empezaba a moverse y
reproducir una melodía pegadiza. Desde pequeña soñaba con pasar la noche en esa
maquina, no sé muy bien por qué. Supongo que porque en su interior podía estar
resguardada pero no del todo. Ahora creo que ese tipo de pensamiento se ha
hecho extensible a toda mi vida. La comodidad sin riesgo no es siquiera
concebible para mí. Pero la comodidad es un porcentaje mínimo, frente a la
inseguridad, frente a las dudas, frente al miedo, nada en proporción con lo
otro. O el dolor o la nada. Què bonito abrazas y què bonito te separas del
abrazo. Y què bonito pasan los años con la misma cantinela. Y qué bonito se
muere la gente y me muero yo también. Y qué bonita la soledad, y què bonita la
página en blanco. En barranco hay negocios escondidos bajo la tierra, hay
mercaderes irlandeses vendiendo todo lo que son, vendiendo su cabello cobrizo,
y los dientes de leche que sus madres guardaron con amor. Hay gramolas que la gente enciende con los ojos salientes como platos a
las cinco de la mañana bajo destellos de neón. Rostros que inmóviles eligen una
canción y vuelven a la mesa, y de ahí se van al baño y regresan gesticulando de
manera exagerada. Y parece que no hubiera otra cosa más que esa. ¡Tan pesada es
la realidad que uno ya no se piensa criando hijos sino enfermedades! ¿Què vamos
a hacer? ¿Què vamos a hacer para salir de esto? Vamos a irnos al mar, vamos a
irnos al campo, vamos a ser el sabio que transita en la noche. El sabio que oye
a las lechuzas, y rinocerontes, y observa sus ojos luminosos en la oscuridad,
mientras vigila su jadeo y el mismo se pone a jadear. Si hemos de ser algo
seamos animales, nunca he estado tan cerca de nada como de ese gato de la
calle. Pero no pude rescatarlo.
jueves, 16 de julio de 2015
Angelitos Negros
No pude evitar pensar que toda
esa escenografía no era espontánea, sino que en buena parte había sido calculada
entre una y otra copa de vino, y que todo ello lo había armado solamente con el
objetivo de regalarme algo que escribir. En eso pensaba mientras lo veía irse cruzando
una pierna sobre otra hasta quedar prácticamente opacado por la nevera. Pero
todavía estaban ahí sus ojos embelesando la mirada de mi gatita, ladeándose
para salir sigilosamente caminando con el paroxismo propio de los gatos, hacia
el reencuentro felino. Pensé que me encantaba la teatralidad de la que es
experto. Era la segunda botella de vino, aunque entre una y otra había mediado
algún tiempo. Horas en las que había cogido un bus, llegado a la universidad,
bebido un café para que se borrara todo rastro de vino de mis gestos, dictado
clase y vuelto al bus. Odiaba ir a
trabajar, sobre todo cuando tenía que interrumpir, por culpa de un estúpido
horario, situaciones en las que hay vino, música, amor. Era cien mil veces más
productivo, más humano, más académico, científico, sagrado y vital, contemplar sus gestos, su mano extendida acercándose a mì
mientras alarga hasta el infinito las silabas de las palabras haciendo que todo
tenga un halo artificial y a la vez vivo. Sus palabras son peces de plàstico que
yo guardaría por siempre en el bolsillo. Pequeñas reproducciones moldeadas en petróleo
de la fauna peruana. ¡Què horrible es
esta distancia que me estoy imponiendo!, ¡más inhumana! ¡Cien mil veces más
artificial que sus anchovetas de PVC! Cada vez que oigo una canción desaforada
pienso en enviársela, pienso en cocinar algo para las dos mientras suena de
fondo. Espero que esto finalmente sea
bueno para mì. Escucha, Clark Terry està tocando sus “Angelitos Negros”. Escucha
el punto en que la canción adquiere tan nivel de intensidad que se sale de la
partitura, que se desprende del audífono, y llega hasta el pecho y lo socava
por dentro. Cualquiera podría volverse loco con esas trompetas.
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