Lo había conocido dos años atrás, justo cuando acababa de volver a Perú
después de cinco años. Por ese entonces almorzaba sola en un menú.
Odiaba almorzar sola, no por vergüenza, sino porque familia y amigos
estaban a miles de kilómetros, y eso no tenía visos de cambiar, además
alquilaba un cuarto sin cocina, y eso tampoco tenía visos de cambiar. A
esta experiencia le sumé en un par de ocasiones, un par de resacas, lo
que hizo algo más triste todo el conjunto. Pero por si eso fuera poco, a
diario me tocaba seguir la ruta de este anciano, al menos comenzarla,
porque él, desprovisto totalmente de vista, y con una movilidad bien
limitada, llegaba mucho después que yo al menú. Vestía, tanto en verano
como en invierno, una casaca de plumas, un jersey, un pantalón ancho
cuya holgura adivinaba sus piernas blancas y escuálidas, y unas
zapatillas deportivas, con una enorme cámara de aire en la suela que
debía dar buena amortiguación a todo ese enjambre de huesos. Llegaba al
comedor cuando yo iba por el postre. El mozo lo acercaba a una mesa en
cuanto lo veía llegar; en una mano le colocaba una cuchara, y en un
taper ancho y largo vertía la sopa para el anciano, como queriendo
marcar con estas barreras, el camino de su mano ciega y temblorosa. Un
año y medio después, cuando mi situación había cambiado mucho (alquilaba
un departamento con cocina), vi a este anciano encallado en uno de los
escalones que, de improviso, salpican el pavimento de la quinta donde
vivo. Lo ayudé a salir de ahí. Debía ir hacia el menú. Otro día lo
volví a ver encallado, pero esta vez ni siquiera en dirección a la
puerta de salida, sino en un jardín aledaño. Lo ayudé a salir de ahí, y
lo acompañé hasta el comedor. Pobre anciano, cada vez tiene más difícil
el procurarse su almuerzo, pensé. Hoy un anuncio sobre el metal verde
de la puerta de la quinta reza: Ha muerto el Señor X. Sus familiares y
amigos lloran su perdida.
martes, 14 de octubre de 2014
jueves, 9 de octubre de 2014
El sacrificio y la muerte
No se puede cambiar el pasado
matando a un perro, me dijo, y se fue dejando la interrogación que dibujaba su
fino bigote todavía flotando en el ambiente. Creo que tiene razón de nada sirven ya los sacrificios de sangre
contra las plagas, toda vez que el Nuevo Testamento selló de manera definitiva
las prácticas del viejo. Pero igual no
pude evitar pasar un buen rato pensando en esa sangre canina que debería
redimirnos. Sabes, le dije poco antes de que partiera haciendo caso omiso a mi
respuesta, creo que estás equivocado, creo que a partir de ahora el tiempo
marcha hacia atrás. Pero el golpe seco de la puerta ya había enmudecido mi
última palabra. El titular del periódico “El Mundo” rezaba: “Excalibur ha sido
sacrificado”. Sobre la marmórea mesa
ritual la sangre densa del can resbala. Algunos hilos de sangre han tomado
ventaja en esa pausa carrera, alcanzando con acierto la pista de arena sobre la
que descansan los pies de cientos de adoradores de lo herético, quienes suman sus manos clamando al cielo, en una
única y compasada oleada de ruegos.
Siempre pagan justos por pecadores dice el refrán, y no es descabellado
pensar que el perro era justo, pues no
se le conoce delito, después de siglos de existencia, ni al niño ni al animal.
Quizá el próximo sacrificio para vencer el virus del ébola que amenaza nuestra
bicolor vierta la sangre de un niño en su segunda primavera.
domingo, 5 de octubre de 2014
El amor y la vida
Con
mi espalda desnuda sobre la hierba. Sobre la hierba húmeda que crece
salvaje ante el impasible sol del mediodía. También mis senos blancos,
también mi vientre hundido devolviéndose a la tierra. He visto al hijo
que voy a tener. Su espalda diminuta estaba junto a la mía. De fondo el
rumor quedo del río, con su pausada tristeza.
Con la vieja agonía del agua lo miré, por el temor de que, como a mí, a su boquita desdentada le doliera el llanto del río. -¿Por qué silbas enano sí ni siquiera sabes hablar? Y ¿qué haces con todo ese sol sobre tu rostro? –Mira los animales que se ocultan en tus brazos rollizos, en los pliegues de tu vientre incipiente y suave.
– ¡El río está triste JA, JA, JA!, parecía decir, mientras una hormiga le surcaba la carne.
Con la vieja agonía del agua lo miré, por el temor de que, como a mí, a su boquita desdentada le doliera el llanto del río. -¿Por qué silbas enano sí ni siquiera sabes hablar? Y ¿qué haces con todo ese sol sobre tu rostro? –Mira los animales que se ocultan en tus brazos rollizos, en los pliegues de tu vientre incipiente y suave.
– ¡El río está triste JA, JA, JA!, parecía decir, mientras una hormiga le surcaba la carne.
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