martes, 14 de octubre de 2014

Se murió el viejo que vivía en mi quinta

Lo había conocido dos años atrás, justo cuando acababa de volver a Perú después de cinco años. Por ese entonces almorzaba sola en un menú. Odiaba almorzar sola, no por vergüenza, sino porque familia y amigos estaban a miles de kilómetros, y eso no tenía visos de cambiar, además alquilaba un cuarto sin cocina, y eso tampoco tenía visos de cambiar. A esta experiencia le sumé en un par de ocasiones, un par de resacas, lo que hizo algo más triste todo el conjunto. Pero por si eso fuera poco, a diario me tocaba seguir la ruta de este anciano, al menos comenzarla, porque él, desprovisto totalmente de vista, y con una movilidad bien limitada, llegaba mucho después que yo al menú. Vestía, tanto en verano como en invierno, una casaca de plumas, un jersey, un pantalón ancho cuya holgura adivinaba sus piernas blancas y escuálidas, y unas zapatillas deportivas, con una enorme cámara de aire en la suela que debía dar buena amortiguación a todo ese enjambre de huesos. Llegaba al comedor cuando yo iba por el postre. El mozo lo acercaba a una mesa en cuanto lo veía llegar; en una mano le colocaba una cuchara, y en un taper ancho y largo vertía la sopa para el anciano, como queriendo marcar con estas barreras, el camino de su mano ciega y temblorosa. Un año y medio después, cuando mi situación había cambiado mucho (alquilaba un departamento con cocina), vi a este anciano encallado en uno de los escalones que, de improviso, salpican el pavimento de la quinta donde vivo. Lo ayudé a salir de ahí. Debía ir hacia el menú. Otro día lo volví a ver encallado, pero esta vez ni siquiera en dirección a la puerta de salida, sino en un jardín aledaño. Lo ayudé a salir de ahí, y lo acompañé hasta el comedor. Pobre anciano, cada vez tiene más difícil el procurarse su almuerzo, pensé. Hoy un anuncio sobre el metal verde de la puerta de la quinta reza: Ha muerto el Señor X. Sus familiares y amigos lloran su perdida.

jueves, 9 de octubre de 2014

El sacrificio y la muerte



No se puede cambiar el pasado matando a un perro, me dijo, y se fue dejando la interrogación que dibujaba su fino bigote todavía flotando en el ambiente. Creo que tiene razón  de nada sirven ya los sacrificios de sangre contra las plagas, toda vez que el Nuevo Testamento selló de manera definitiva las prácticas del viejo.  Pero igual no pude evitar pasar un buen rato pensando en esa sangre canina que debería redimirnos. Sabes, le dije poco antes de que partiera haciendo caso omiso a mi respuesta, creo que estás equivocado, creo que a partir de ahora el tiempo marcha hacia atrás. Pero el golpe seco de la puerta ya había enmudecido mi última palabra. El titular del periódico “El Mundo” rezaba: “Excalibur ha sido sacrificado”.  Sobre la marmórea mesa ritual la sangre densa del can resbala. Algunos hilos de sangre han tomado ventaja en esa pausa carrera, alcanzando con acierto la pista de arena sobre la que descansan los pies de cientos de adoradores de lo herético, quienes  suman sus manos clamando al cielo, en una única y compasada oleada de ruegos.  Siempre pagan justos por pecadores dice el refrán, y no es descabellado pensar que el perro era justo,  pues no se le conoce delito, después de siglos de existencia, ni al niño ni al animal. Quizá el próximo sacrificio para vencer el virus del ébola que amenaza nuestra bicolor vierta la sangre de un niño en su segunda primavera.

domingo, 5 de octubre de 2014

El amor y la vida



Con mi espalda desnuda sobre la hierba. Sobre la hierba húmeda que crece salvaje ante el impasible sol del mediodía. También mis senos blancos, también mi vientre hundido devolviéndose a la tierra. He visto al hijo que voy a tener. Su espalda diminuta estaba junto a la mía. De fondo el rumor quedo del río, con su pausada tristeza.
Con la vieja agonía del agua lo miré, por el temor de que, como a mí, a su boquita desdentada le doliera el llanto del río. -¿Por qué silbas enano sí ni siquiera sabes hablar? Y ¿qué haces con todo ese sol sobre tu rostro? –Mira los animales que se ocultan en tus brazos rollizos, en los pliegues de tu vientre incipiente y suave.
– ¡El río está triste JA, JA, JA!, parecía decir, mientras una hormiga le surcaba la carne.

  La sangre se confunde detrás de los focos, ya no es roja, ya no es sangre. Las balas se equivocan al salir de las armas, ya no es ca...