Mick Alabastro había salido del reformatorio un oscuro día
del setenta y tres. Poco después de que se firmara la paz de París poniendo fin a la
intervención directa estadounidense en Vietnam del sur. Millones de madres se
tiraron al suelo con las fotos de sus hijos dobladas sobre los estómagos,
quebradas como junco del rio, después de
haber perdido el sueño, y el hambre pero
nunca la esperanza durante esos años, tendidas sobre el suelo de sus cocinas de
clase media estadounidenses lloraban entonces como única forma de exteriorizar el
fin de la pesadilla que no se concretaría hasta dos años después. Pero ¿qué
sabía Mick Alabastro de esto? Sólo tenía
cinco dólares en el bolsillo y dieciocho años, sus padres habían vuelto a Cuba cansados de ese hijo, que desde el
mismo día en que pusieron sus pies en el país de las oportunidades, se dedicó
al pandillaje y a la venta de drogas. Habían vuelto a Cuba porque Kennedy
aprobó una solución a medias en el
sesenta y uno, y por eso fracasó el ataque de Bahía Cochinos, y por eso Fidel
Castro continuó con su socialismo de un solo país, así como hizo Stalin antes de
él, y por eso Cuba era, en la visión idealista de muchos, el jardín del Edén,
la utopía de Tomás Moro, la tierra de la que fluía leche y maná. En realidad
los padres de Mick no pudieron soportar el estar tan lejos de su isla; ser
cubano no es fácil porque esa nacionalidad se te queda pegada en las fosas
nasales y en el paladar, y por tanto a donde quiera que vayas seguirás oliendo
a Cuba, seguirás saboreando Cuba con cada bocanada de aire que aspires, con cada
poso de saliva que tragues, haciéndote imposible separarte de algo tan visceralmente
asimilado por el organismo. Por todo ello, Mick no se llamaba Mick sino Miguel,
así como tampoco se llamaba Alabastro sino Castro, pero ¿quién era el para
contradecir una y otra vez a esos gringos que tanto confundían su nombre?
Lo primero que hizo Mick al salir
del reformatorio fue marcar el número de la Tilsa, una peruana chatita que
había llegado a Estados Unidos en el momento en que el gobierno militar de Velasco
Alvarado decidía imponer un tipo de socialismo totalmente desconocido para el
resto del continente, un socialismo militar o un militar-socialismo, que
prometía la reforma agraria y la superación de las brechas sociales en el país
de los Incas, de los lambayeques, de los nazcas..La suerte de Alvarado y de
Bermúdez, el segundo militar que sustituiría al primero quedó concluida en ocho
años, mucho menos de lo que duró la historia de Mick y Tilsa, que comprendió
apenas ocho meses. Pero nada sabía Mick tampoco de esto, ni cuando entró al
reformatorio, ni cuando salió de él, transcurridos dos años. Todo ese tiempo estuvo pensando en Tilsa, en
su piel canela y tersa, en sus ojos negros y almendrados, en su pecho pequeño,
en sus caderas grandes, en su cabello oscuro que descendía hasta la mitad de la
espalda, en sus labios suaves y redondeados, en su acento ecuánime, en su risa
exagerada, en sus veinte años, en la gota
de sudor que se deslizaba entre los pechos de ella cuando hacían el amor, o
cuando tiraban, porque Tilsa nunca decía: “hacer el amor” sino “tirar”, y
acostumbraba a reírse de miguel cuando le hablaba en esos términos. Recordó y
recordó el sabor de su sudor y olor de su pelo, y se formó en su cabeza todo un
plan de vida con Tilsa desde que pusiera el primer pie dentro del reformatorio,
se imaginó
así mismo como uno más de los millones de brazos que sostienen de
forma solapa la economía estadounidense, empleándose en un trabajo o en varios,
imaginó que de esta forma llevaría la comida al plato de sus hijos, y las noches las
pasaría abrazo a las grandes caderas de
Tilsa, todavía más grandes tras dos partos. Podía hacer todo eso porque estaba
enamorado y porque compartía su litera con la soledad de esa habitación en la que
sin embargo se agrupaban siete jóvenes en distintos
catres. Así que el joven Mick al salir
del reformatorio, cogió uno de esos cinco dólares que guardaba en el bolsillo,
todavía devaluados por la crisis del petróleo y llamó a Tilsa, pero no la
encontró en su casa, tampoco en la casa de sus padres. Así que se dedicó a vagar
por las calles de California como si no pudiera hacer más que dejarse llevar
por la marea de caras, edificios grises y árboles otoñales desojándose. Tuvo que
pasar delante de tres cabinas telefónicas para atreverse a llamar su amigo, un chicano de 28 años que lo había
introducido en el pandillaje y en la venta de narcóticos. No se atrevía a hacer
esa llamada pues tenía el presentimiento de que toda la vida imaginaria que
había creado en su internamiento podía derrumbarse con esa llamada, y pensó
quizá lo mejor era volver al cajón de su mesita, hacerse un sitio entre los
calcetines almidonados y seguir imaginando las caderas su chica mientras la noche caía eternamente sobre su imaginación,
y así fue como pensó seriamente en cometer cualquier delito para volver ahí
dentro y no tener que hacer esa llamada que lo iba destrozar.
Pero no lo hizo, y con ese mismo dólar que le
había escupido la cabina telefónica en su desesperado intento por hablar con
Tilsa, llamó a su amigo, que le dijo algo así como: “Olvídate de esa pelleja,
que está en bombo, más gorda que la vieja de mi vieja y vente con nosotros a celebrar
que te han soltado”. Así qué ahí estaba Mick, tragando saliva, tragándose a
Cuba, a sus padres, y a Tilsa embarazada de otro, frente al puerto San
Francisco donde había llegado casi sin darse cuenta. Los buques zarpaban, el
día era soleado, las gaviotas surcaban el cielo azul subrayando con su vuelo algunas
nubes y Mick tenía en sus manos la decisión que había de marcar su vida;
decirle que si a su amigo, decir “si hermano ahora caigo por ahí” hubiera significado
romper absolutamente el sueño matrimonial que había alimentado por años, sería
volver a lo mismo dejando de lado todas sus ansias de reforma. Por otro lado
una borrachera le parecía la forma más próxima de venganza contra sí mismo,
contra tanta esperanza frustrada en su mente ensoñadora, y qué mejor forma de
beber que con los amigos. Sin embargo también sabía que si iba para allá
recibiría más detalles sobre el embarazo de Tilsa, ¿quién sabe si no había sido
uno de esos huevones, o el mismo chicano el que la preñó? De hecho el chicano
le tenía ganas, se lo había comentado muchas veces, si es que ha sido ese
huevón no tendría más remedio que partirle la cara contra el piso. Si es que
hacía esto nadie se iba a meter, ninguno de ellos iba a defender al mexicano
porque en la pandilla uno tiene derecho a agarrarse a balazos contra cualquiera
que le levante la chica, más si se trata de uno de los tuyos. Ese es un pacto firmado a sangre y que todos
conocen, así que a lo mejor lo que en realidad pasaba es que el chicano le
estaba tendiendo una trampa, quería emborracharlo para de ahí meterle un balazo
y quitarse de este modo de en medio y para siempre, su futura venganza. No
pues, tenía que pensar muchísimo más las cosas. Desde luego no podía ir esa
noche. Le dijo “lo siento compadre, no voy a ir porque tengo que arreglar unos
asuntos”, y por supuesto no mostró ningún tipo de emoción ante la noticia del
embarazo de su chica, un macho latinoamericano no hace eso delante de los amigos,
no hace nada de nada, solo disimula, traga saliva, disimula, ve los buques
zarpar, disimula, mientras se esfuerza porque su voz, debilitada como nunca por
culpa de ese ahogo que iba cercando su esófago y sus pulmones, salga de la garganta
y pronuncie un adiós desinteresado.
De
todas maneras estaba claro que esa noche se iba a emborrachar, y tampoco tenía
por qué esperar a la noche para comprarse un vino o dos en la bodega que hay cerca del puerto. Esa noche Mick Alabastro,
el que luego sería conocido como uno de los mejores pesos medios de toda la
historia del box, durmió en un portal agarrado a una botella de vino con la
casaca como almohada, oyendo el gemir ronco de los barcos, y las conversaciones
de los marinos. Lloró un poco cuando hubo consumido media botella de vino,
aunque nadie hubiera podido asegurar esto porque la humedad del mar tendía a
conferir ese aspecto cristalino típico en la piel.
A
la mañana siguiente se dedicó a pasear por las calles sin rumbo, y sin la más
remota idea de dónde pasaría la noche o qué se llevaría a la boca. Fue en una
de esas vueltas azarosas del destino que
Mick se topó con un local de fachada sucia en cuyo cartel rezaba “Escuela de
Boxeo”.