domingo, 15 de febrero de 2009

siguiéndole el rastro al socialismo

Advertencia: El contenido de este relato no nació con el propósito de realizar una crítica política de ningún tipo, ni a favor ni en contra del sistema neoliberal, la democracia o el socialismo, en ninguna de sus variantes. El único objetivo de las palabras que voy a deshilar es plasmar la relación de hechos prodigiosos pero absolutamente reales de los cuales fui testigo.

Son las diez de la mañana en la Plaza Bolívar, el ambiente es el característico de un día de agosto merideño, una vez pasados los dos meses de lluvias torrenciales que acontecían con una regularidad a la inglesa, como buenos consumidores de fibra, a partir de las seis de la tarde. Pasado todo ese escándalo de junio y julio, a la ciudad le quedaba una breve brisa, estimada por mí y seguramente también por todos esos gringos que ahora se regaban en manadas por todos los rincones de la plaza. Miro a mi alrededor y todos los vendedores en sus puestitos se frotan las manos, y ya no veo a la paisana que vende artesanías, ni al churrero, veo a la mantis religiosa del Discovery Channel frotándose las patas, contentos como nunca por esa gama de colores en la piel de los nuevos visitantes, que va desde el blanco hasta un rosado que intuye un todavía más blanco, esa tonalidad asimilable, a buenas ganancias el icono más irrefutable de la temporada alta. Hasta el momento todo normal, suena una canción llanera que viene, uno no sabe ya de dónde, seguramente siempre estuvo allí, que tararea uno de los bomberos, flanqueado por su carro gigante rojo y con poderosas mangueras, mientras el resto de sus amigos de profesión, situados también al frente del camión, ríe a pleno pulmón. Ésa fue la pista que me hizo llegar a ella, la verdadera protagonista; lo cierto es que seguir el rastro del elemento que divertía tanto a los bomberos no fue muy difícil, porque sólo a unos pasos de ellos estaba ella, con su pelo cano cortado a la altura del mentón y con la frente coronada por un flequillo infantil, que no se corresponde en nada con la edad de la usuaria, que debe ser de unos setenta años.
Su cuerpo gordete y pequeño, tras ese vestido estampado con coloridas flores, ondula al ritmo de la tricolor izada enfrente, el viento regado en su vestido despista mi atención y apenas oigo nada, sólo sigo el oleaje de la tela, hasta que las carcajadas me despiertan, y entonces ya sé por qué, por fin ya sé de qué se reían los bomberos: “¡Viva Chávez! ¡Viva el chanvismo! ¡Vivan los cubanos! ¡Viva el pueblo y la ciudad!”, gritaba, con una voz aguda inaudita y con una melosidad rítmica, nuestra amiga, mientras divertía no sólo al cuerpo de bomberos, sino a toda la plaza, e incluso a aquellos chavistas, que decían ¡viva!, para contestar a sus eslóganes mientras se ahogaban en risas. Al principio, me parecía el delirio de la edad o del licor como directrices de una vida, pero después me di cuenta de que había algo más, algo sobrehumano en su expresión: primero, su voz y toda su cantinela parecía demasiado perfecta y envolvente como para no haber sido diseñada de antemano; después, su caminar mientras recitaba ese discurso repetido una y otra vez, para divertimento de los transeúntes, su caminar decía muy poco del caminar bípedo, muy poco del reptar, simplemente, uno no sabría, si tuviera que escribir un libro de antropología, en qué parámetro colocar la distribución del peso sobre sus piernas, era como si sus rodillas no pudieran dominar el peso del tronco, como si se dejaran llevar simplemente, otras veces, intentando escapar del resto del cuerpo, se adelantaban a todos los movimientos de la mujer. Su columna, perceptiblemente doblada, podía ser la de un Australopithecus Afarensis, pero sus movimientos delataban, en verdad, lo que era, sólo que ahora es muy pronto para decirlo y robarle, de esa forma, toda la intriga a lo que cuento. Pero yo sí me di cuenta en aquel entonces, más bien, adquirí un conocimiento primitivo sobre la naturaleza de esa mujer, pero estaba todavía en el lado del inconsciente, y es por eso que tuve que diseñar un plan para comprobar empíricamente que no estaba equivocada. Me acerqué a mi novio con delicadeza y le dije algo así como: “amor, por favor, ¿puedes ir a la farmacia a comprarme una pastilla? Me duele muchísimo la cabeza”, a lo que él me contestó, una no sabe si con displicencia o ironía: “claro, para eso estoy aquí, para servirte”, y poco después vi perderse su polo amarillo tras el cruce de la calle. Era el momento de actuar, y tenía que ser rápido, ella acaba de irse con su cantico, no siempre idéntico, y su movimiento oscilante, hacia el lado opuesto del de mi novio, mientras gesticulaba grandemente, lo cual hacía que se le cayeran varías flores del estampado del vestido, sólo tenía que seguir el rastro de las mismas para hallar su paradero; eso es justamente lo que hice, y la encontré apenas en el mismo lugar donde la había perdido, ¡porque avanzaba tan despacio!
No quería que me descubriera, así que utilizaba a los transeúntes como escudo siempre que parecía que iba a girar la cabeza y mirar hacia atrás, o simulaba que se me había desatado el cordón de la zapatilla, para esconder siquiera mi evidente metro ochenta. Aunque sabía que todo este ejercicio de camuflaje era inútil si es que ella tenía sensores de calor corporal, así que mientras me agachaba o me escondía tras los gringos, debía también cuidar que mi ritmo cardiaco no fuera detectado por sus sensores, debía relajarme, templar mis nervios era el primer paso para que mi misión se realizara con éxito. Mientras yo pensaba todas estas cosas, ella seguía recitando: “¡Viva Chávez! ¡Viva el chanvismo! ¡Vivan los cubanos! ¡Viva el pueblo y la ciudad!”. Seguramente para despistar, o lo que supe después, para atraer a otros como yo, hacia donde sólo ella quería. Llevábamos recorridas cuatro cuadras cuando, tan concentrada iba en su mágico discurso, que en el cruce de una calle una buseta casi me arranca de este mundo y me lleva al paraíso: para algunos, socialista, para otros, de crocante chocolate, lo cierto es que todos en la buseta conservaban todavía la apertura en los ojos que adquiere el rostro de aquél que va a presenciar un accidente de tráfico. Sin embargo, mi alivio por haber sobrevivido a las llantas de la buseta iba a ensombrecerse pronto, cuando nuestra amiga llegó a un portal enmohecido, con el numero tres en la puerta, plasmado primero con número y debajo con letra, ¿para qué dos veces? Pues no lo sé, mi intriga por el mundo llega hasta el punto de seguir a una desconocida, presuntamente delirante, pero no puede abarcar todos los resortes de la realidad. El caso es que la seguí también a través del portal, pensé en comprar un periódico para esconderme a lo James Bond, pero esos precipitados escalones en medio de la oscuridad del portal, pintaban el periódico sobre mis ojos como algo más que un obstáculo.
La seguí por infinidad de pisos hacía abajo, escalón tras escalón. Si la construcción de ese edificio se hubiese realizado conforme a los designios de un arquitecto sobrio, deberíamos haber llegado a alguna parte hacía ya mucho tiempo; llevaba como media hora bajando escaleras, deberían ser 30 pisos de un edificio normal, pero pese al fastidio y al frio que empezaba a sentir cada vez con mayor impronta, cuanto más lejos llegaba en el descenso, a la vez albergaba un enorme alivio porque todos esos peldaños fueran de bajada y no de subida.

¡Qué increíble! Ella seguía gritando, siempre el mismo monólogo, sólo que ahora su aguda voz se hacía más profunda y cavernosa entre el angosto espacio de la eterna escalera, y tanto envolvía el ambiente, que parecía que si abrías la boca, corrías el peligro de tragarte esa voz, igual que la malvada Úrsula se tragó el cántico de la joven sirenita Ariel, o igual que aquella vez que descendía en bicicleta y, con grande carcajada, me tragué una familia entera de mosquitos.
Por fin encontré el último escalón. No sentía alivio, sólo frio y miedo, ya no se oía nada, la voz de ella había desaparecido, dejándome tan desolada que sólo podía pensar en mi novio, pastilla en mano, mirando sorprendido a su alrededor tratando de encontrarme. ¡Qué soledad, Dios mío! Igualita a la soledad que antecede a una gran explosión, y justo fue eso lo que vino, el silencio y, de pronto, un ruido increíble parecido al de una explosión nuclear, aunque es difícil de saber, porque nunca estuve en una, pero sí me imaginaba esa seta de humo que siempre nos muestran en la tele como imagen de fondo ilustrativa de la Guerra Fría. Gracias a Dios no vi nada de humo, pero sí sentí, segundos después del estruendo, cómo algo me empujaba hacía dentro de una puerta con una fuerza sobrehumana. Tal como yo sabía antes de empezar a seguirla, ella no era humana, por lo tanto su fuerza no era humana, ni la mirada que me esperaba cuando me volteo y veo que, efectivamente, ella estaba detrás de mí, con su pelo cano y su ceja en forma de gancho, aun más arqueada, aunque no tuviera debajo de la misma una mirada dubitativa o interrogativa sobre qué estaba haciendo yo allí, pues ella sabía de sobra que yo había sido atraída por su artefacto perfecto: el perfume de atracción humana. Pronto lo corroboré, ese andar no cabía en un libro de antropología porque no era humano, ni de un prehumano; seguía los parámetros del diseño perfecto en robótica, estaba ante el ciborg, a todas luces, más avanzado que cualquiera de la variada oferta japonesa, y, poco después, estaba suspendida varios centímetros sobre el suelo: ella había agarrado mi cabeza con sólo una mano, y balanceaba todo mi cuerpo con una fuerza prodigiosa. Yo le decía “¡que viva Chávez!”, esperando apelar a una emoción que, por supuesto, ella no tenía, intentando con ese recurso, algo todavía más inútil que lo que hice después, decir: ¡que vivan los cubanos! Cuando todos mis intentos resultaban frustrados, de repente, una luz blanca, nuclear (aunque como dije antes, no lo sé a ciencia cierta), a partir de la cual sólo sé que desperté dentro de una cubeta de laboratorio que sobrepasaba en longitud mi estatura, miré a mi alrededor y habían otros muchos como yo, en distintas fases de desarrollo; la versión terminada vestía una bata de estampado florido. No sabía qué hacer, y me eché a llorar, con la estúpida intención de verter tantas lágrimas que fueran capaces de rebasar el contenido liquido de la cubeta abierta en su parte superior, y que fuera ese exceso de contenido el que me otorgara la libertad, sin embargo, ella, la astuta ella, ya lo tenía todo pensado, y nada que yo hiciera o dijera podía cambiar mi situación.

Transcurrido un mes desde que llegué al laboratorio, ya no me interesaba en nada mis primeros e inútiles deseos de escapar, ya había aceptado a cabalidad mi pronto destino de ser convertida en un androide en pro de la causa bolivariana, y, ahora, lo único que quería saber era por qué, cuáles fueron los motivos que la llevaron a hacerme esto, a hacerle esto a los cientos de personas que, aisladas e incomunicadas en sus compartimentos de vidrio, se encontraban en mi misma situación.
Sólo una vez a la semana tenía acceso a establecer algún tipo de contacto con ella, cuando acercaba una larga escalera a mi cubeta y, sacando ese juguetito infantil de hacer burbujas, soplaba sobre la parte superior de mi transparente habitación y dejaba tendida sobre el agua, la burbuja que acababa de producir, tras la cual, con rutinaria práctica, yo ponía mis labios y sorbía bajo ella con el fin de propinarme el alimento semanal. Mi plan era osado y, sobre todo, peligroso para la salud, porque significaba rechazar la comida de una semana entera, pero tenía que hacerlo, era lo último que me quedaba antes de que la transformación se operara del todo y el puño en alto se incrustara en mis pupilas.
Ese día, ella me estaba invitando a una burbuja mucho más grande de lo normal, lo cual hizo el esfuerzo de renunciar a ella todavía más costoso, pero superé el influjo, y me propulsé hacia arriba, teniendo siempre en mi cabeza el movimiento ascendente del delfín, de modo que, en poco tiempo, mis labios habían atravesado la burbuja y ya estaban junto a buena parte de mi cara por encima del agua, ella, inmutable, me miraba en el último peldaño de la escalera, con visible superioridad; sin embargo, pese a su primacía, no trató de impedir nada, sólo esperaba para ver qué iba a pasar, seguramente no estaba registrada esta acción en su memoria cibernética, ante lo cual no le quedaba más opción que buscar en su registro un hecho similar que le dijera cómo actuar. Mientras todos esos prejuicios operaban en sus circuitos, yo acertaba a decir de forma inteligible: ¿Por qué nos haces esto? ¿Quién te manda? ¿Es él? ¿Con qué fin?
Tras un breve silencio, que a mí se me hizo eterno, ella me contestó destapándose la voz del último reducto de humanidad, dejando que su robótica voz se pronunciara por primera vez en palabras tan contundentes como las que dijo a continuación: “¡Nunca triunfará el socialismo, ya sea un socialismo inteligente y generoso como el que dictan los himnos, o el opuesto que nos ha regalado la historia desde que la palabra adquirió sentido! ¡Nuuuuuuuuuncaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa, por eso es que creo ejércitos de ciudadanos delirantes que se llaman socialistas, para denigrar la causa! ¡Nuuuuuunnnnnnnnnncaaaaaaaaaaaaaa!” Y esa “a” se desplazó por todas las paredes del laboratorio, adquiriendo un eco divino. Sonaba, de hecho, con la gravedad del discurso del mismo Dios; por momentos, incluso llegué a pensar que Dios pudiera estar involucrado en cosas tan banales como la lucha contra el socialismo, pensé que él estaba detrás de esa coraza de acero y fibra sensible que configuraba la cara del ciborg, al menos lo pensé por segundos, antes que ella se levantara lentamente su gelatinosa máscara que le servía de cara y pudiera ver lo que siempre hubo detrás de esa maléfica creación. Al principio, por la confusión, no sabía muy bien qué era lo que estaba viendo, sólo podía registrar una imagen desfigurada, medio borrosa, hasta que me centré en un detalle imposible de obviar para los más avezados, eran las grandes monturas de unas gafas en pasta negra, inigualables, y, gracias al reconocimiento de las mismas, supe qué era lo que había detrás, era la cara del viejo Henry Kissinger, que obviamente había trasnochado en su lucha contra el comunismo. Le dije “Henry, eres tú!, y ya le iba a gritar eslóganes que le agradaran, como: “!Que viva el país más grande de la tierra, la democracia y el capitalismo!” (de la misma manera en que había intentado convencer a su versión canosa hablando de cubanos), pero era tarde, y él me dijo: “!Ya sabes demasiado!”, y al segundo perdí el conocimiento.
Dicen que años después desperté en una remota región española, reflejo de lucha literaria de hidalgos y molinos, con el agridulce sabor del arsénico y un temor inigualable y creciente a mi tostadora.
Siguiendo los pasos del socialismo: an alternative outtake.
De Alberto José
Era el año 3055, un año de fácil rima si no fuera por la prohibición mundial por parte de la Convención de Ginebra de rimar el número cinco haciendo alusión a la sodomía (la segunda guerra termo-nuclear se origino a partir de un incidente originado por esta popular chanza). Una ligera brisa veraniega bañaba la Plaza Bolivar filtrandose suevemente a traves de mi camisa y erizando mis pezones. Con un delicado movimiento de cabeza mire hacia mi compañero, el pequeño mayordomo Prepu. Prepu no era humano, no al menos fisicamente, se parecía bastante a Alf pero sin brazos y con un enorme pene. De algún modo me recordaba a mi madre. Le mire y el me miro, luego me pego una patada en los testículos. Quizá penseis que debería haberme enfadado, pero yo entiendo lo que en su tierno corazón significan estos pequeños gestos. No existe la ofensa, solo el ofendido.
Mientras el dolor recorría mi cuerpo tendido en la Plaza Bolivar, donde unos bomberos disfrazados de Scritch de “Salvados por la Campana” cantaban canciones de Jose Luis Perales, observe algo sobrecogedor que, sabía, recordaría toda mi vida. Una mujer se contoneaba cantando por la plaza, -¡Mueve tu cucu!, decía. ¡Mueve tu cucu!¡Mueve tu cucu! Y después; ¡Viva el chochialinmo! ¡El Chochialinmo va a llegarrrrr!. Pero lo que más me sorprendió fue reconocer el rostro de aquella enigmática mujer, la inigualable Lina Morgan, vestida tan solo con una camiseta de los Picapiedra. Apenas conteniendo las lágrimas me alcé y sugerí a mi inestimable amigo Prepu que fuese a comprarme un polo flah de achicoria, y así me dispuse a seguir a Lina a través de la muchedumbre mientras continuaba cantando ¡Mueve tu cucu! ¡Chochialinmo! No podía parar, estaba turbado por su presencia y su delicada melodía... que tía mas grande. (Y que culito).
Apenas recorridas dos calles Lina Morgan entro en un pequeño portal donde yo había orinado en otras ocasiones, y la seguí mientras bajaba los angostos escalones. Tropece varias veces y rode escaleras abajo lo cual me produjo una seríe de pequeños derrames cerebrales que me produjeron con síntoma más destacable una profusa diarrea y el coma profundo. En ese orden.Me desperté dentro de una especie de pecera. El liquido que me contenía, turbio y amniótico, me permitía ver el exterior. Se trataba de un horrible laboratorio donde otros cuerpos se mantenían retenidos. Abundaban los frascos con cerebros, fetos, confituras variadas y dos sillones feos de eskay. Las cortinas, no obstante, eran bonitas.El intento de zafarme de mi prisión fue inutil y pude sentir el paso de las horas hasta que finalmente acabe entregandome con entusiasmo al onanismo. Pasados unos años, que para mi, en mi entregado esfuerzo, parecieron apenas unas horas, Lina Morgan se acerco a la compuerta que cerraba la enorme pecera. ¡¡¡Papapui, papapui!! dijo ella. ¿Que quieres de mi? ¿Qué es todo esto? ¡Cuéntame alguna anecdota del rodaje de Hostal Royal Manzanares! Oh dios mio. Ella solo decía; Papapui, Chochialinmo va a llegar.- Sin embargo sus ojos querían decir; ENDOSCOPIA. Yo solo podía llorar y tararear la canción de Barbie girl, que era la única que venía en mi MP3. Entonces ella, con fuerza, me levanto y me tendio en el suelo. Después bailó un chotis y me dijo; ayyy mi España quería...dentro mi arma te llevo metía. Fue entonces cuando se arranco la mascará y vi su verdadero rostro. TACHÁN..era Eliansito el niño balsero que había huido de Cuba para ver la última temporada de perdidos. Tratando de superar el desconcierto le dije: yo soy tu y tu eres yo, ¿quién es el más tonto de los dos?. Fue entonces cuando comenzó a salir humo de sus orejas y explotó. Mi inteligencia superior lo había entendido: Eliansito era un ciborg, era obvio, llevaba una chapa de UGT y todo el mundo sabe que los ciborgs están metidos en UGT y que la mejor forma de acabar con un ciborg es una paradoja intelectual irresoluble.
Y así fue como como perdí los pantalones.
Y ya no te veo
El bar se ha inmolado en su eje
Quisera decir que no lo esperaba
Pero mientras caigo tengo tiempo de proteger
Mis gafas

Te vas y todavía siento tu saliva
Danzando con la mia
Y todavía lamo la presión de tu lengua
luchando por imponerse
entre las mil paredes de mi boca.
Después de años
De reconocerte en todos sitios
Y negarte
Me queda tu mano que se ha ido
Acariciando mi cintura
Buscando coloridas canicas en mi ombligo
Pero yo sigo depie
Alta, absurda
Infranqueable columna de ceniza.

Te vas
Porque quería tenerte entre mis piernas
Y en el cine
Y en el parque

Por lo demás, ¡en tantos sitios donde
Es preferible estar vestido!

Que justo por eso te vas

  La sangre se confunde detrás de los focos, ya no es roja, ya no es sangre. Las balas se equivocan al salir de las armas, ya no es ca...