Iba como siempre pensando en mis
cosas a esa hora que es tan inútil y tan difícil de traducir en términos vitales.
Estaba lloviznando, aunque sí en Lima la lluvia no es lluvia sino garúa, bien
podría existir el verbo garuar, y para ser más exactos, diría que estaba
garuando. Cómo extraño la lluvia de Europa, las gotas que calan, que hacen del
cristal de tus gafas una piscina transparente donde tus ojos manotean y
salpican intentando reflotar a la superficie, y entonces buscas con que secarlas
pero todo lo que encuentras está, de la misma forma empapado: tu jersey, tu
bufanda, y tus cabellos confundidos en un mismo ente, y puedes ver los zapatos
de quien camina delante reflejarse en los charcos de la calle, y a veces,
incluso con suerte truena, convirtiendo toda la escena en algo realmente
especial. En un capítulo de tu infancia rodeada de calles acuosas, donde el
olor a lluvia y asfalto ascendía apenas medio metro y te encontraba. Pero acá
no llueve así, acá solo garua, como el día en que lo vi por primera vez, a lo
lejos, e hice el esfuerzo que la fina lluvia de lima no me evita, pues de todas
formas algo empaña los lentes, con la diferencia de que, por supuesto, pude
hallar un polo seco con el que limpiarlos. Allí estaba, confundido con la
añoranza de las calles de la infancia, tendido sobre el suelo.
Al principio no supe bien qué era
aquello, que comprendía solo en parte. Pensé que se trataba de una animal, un perro
de pelo castaño, pero la segunda vuelta
del pañuelo anudado al cuello sobre el cristal de las gafas, vino a revelarme
la verdad; era una persona, lo que comúnmente se conoce como un vagabundo. Un
hombre envuelto en una manta marrón a cuadros, bien parecida, por cierto, a la que
rodea mis piernas en el momento en que escribo estas líneas. Lo primero que
pensé es “dios mío (aunque no creo en dios, cada vez que un sentimiento de
lástima o piedad rezuma en mi interior, me da por pronunciar su nombre a la
manera de vieja recalcitrante y presbiteriana) ha dormido ahí toda la noche, en
medio de esta calle transitada, debajo y encima de esta lluvia”. Y entonces mi rostro se fue transformando,
imagino, o así lo sentía yo, y en lugar de expresar preocupación por sí había
recordado o no traer el horario de mis clases, porque siempre se me olvida, y
en ese momento tengo dos opciones, o ir a preguntar después de cada clase en
qué aula es mi siguiente clase, o bien, algo todavía más penoso, pedir que me
impriman un nuevo horario, y debe ser el quinto que me imprimen ya, qué
pensarán de mi, la profesora española ¿dónde tiene la cabeza? Aunque en ese
momento mi cabeza estaba sobre mis hombros repitiéndose maquinalmente el mismo
estribillo, así como hacen los niños que comienzan con una pregunta sencilla y
de ahí la complican hasta la hilaridad, ¿por qué yo no duermo en la calle? ¿Por
qué este señor sí duerme en la calle? ¿quién decide quién duerme en la calle?
Pasé delante del de seguridad, al
lado del “Parque de las Aguas”, y lo saludé. A veces me resulta un poco
engorroso saludarlo porque he de dejar de lado mis preocupaciones, y levantando
la cabeza, hacer ese gesto de reconocimiento, y eso de manera repetida mañana
tras mañana. Sin embargo, he terminado por convencerme de que, a falta de
familia cercana, este señor puede ser mi madre imbuida en la rutina de los
días, y yo puedo ser su hija imbuida en la rutina de los días, y a mi madre de
ninguna manera se me ocurriría negarle un saludo.
En la universidad todo ocurrió como suele ocurrir, un minuto precedió a
otro y este al siguiente, y mis alumnos estaban más infantiles que nunca,
porque era el día en que se entregan las prácticas y, por supuesto, un buen
número de ellos había olvidado hacer el trabajo, o simplemente no había querido
hacerlo, situación que siempre lleva aparejadas cientos de súplicas hacía mi
persona, la cual tiene que cerrarse en banda o si no renunciar a poseer algún
día un mínimo de autoridad.
Todas estas cosas, que no son más
que la misma cosa repetida que viviré a lo largo de la semana, a lo largo del
mes, a lo largo de los años, habían conseguido que olvidara
a ese hombre tirado en la calle bajo la lluvia. Pero todo olvido es perecedero,
por eso creo que olvidar es uno de los verbos más inexactos del vocabulario. Nada
se olvida permanentemente, siempre aquello que se olvidó, el día menos pensado,
cae sobre las conexiones nerviosas, así como el mar, de pronto, recoge sus
medusas disecadas en la arena. De modo que, cuando estaba a punto de salir por
la puerta de la universidad, volvió la imagen de ese hombre y deseé con todas
mis fuerzas que no siguiera donde lo había dejado. Supongo que de manera
ridícula estaba esperando que hubiera vuelto a casa con su mujer e hijos, y que
un pavo humeante coronara su mesa el día de navidad. Y, mientras conformaba
toda esa producción Hollywoodiense en mi cabeza, di con mis pasos mojados
contra el mismo vagabundo a la intemperie. Otra vez me atacaron un millar de
pensamientos tristes fuertemente atraídos por un hondo sentido de culpabilidad
que, sin embargo, no logró detener mi marcha.
En el camino encontré también
unos gatos pequeños (siempre me ha molestado esta falta, el hecho de que no
exista para los gatos bebés una palabra, así como existe cachorros para los
perros, lo que nos obliga a decir en dos palabras “gatos pequeños” lo que
podrías decir en una, o peor aún, lo que nos obliga a ser sobremanera cursis y
decir “gatitos”) y uno de ellos era
igual que ese otro gato, que solía ronronear alrededor de nuestros cuerpos
desnudos, por lo que, esa imagen me devolvió a otros recuerdos más cursis
todavía que la palabra “gatito”, y ahí tuve que decirme a mí misma “basta”, cuando,
vi, unos pasos más allá a un señor bien
entrado en la vejez, alimentando a uno de estos gatos, y no pude más que
cuestionarme algo que nunca había concebido de manera cabal: ¿por qué
alimentamos a los animales abandonados, y no a las personas que, en un estado
de absoluto abandono, se ven obligadas a dormir a expensas de los elementos?
¿Llevaré el horario? ¿Llevaré el
rotulador para la pizarra? Ese alumno decía que su nota no era correcta, ¿quién
era? No consigo recordarlo. Se llamaba Víctor o Luis. Necesito una agenda.
Bueno de todas maneras el nombre volverá a mí en algún momento del día. Pero ya
era tarde para todos estos pensamientos, ya estaba viendo la manta de cuadros
marrones aletear sobre el asfalto, lo cual en parte me tranquilizaba porque
significaba que todavía estaba vivo. Pasé a su lado en esa mañana también fría,
sabiéndolo un cadáver prematuro, ¿cuánto tiempo se puede vivir en esas
condiciones? Todos los que pasamos a su lado estamos asistiendo a un funeral
¡pero qué absurdo es ese pensamiento! Puede que ese otro tan limpito que camina
hablando por móvil última tecnología vaya a morir mañana mismo, o en las
próximas horas, ¿estaría por ello asistiendo a su funeral? Y si así es, ¿qué
importa? El no me hace sentir culpable.
Fue al abrigo de este último
pensamiento que decidí, de una vez por todas, acabar con la impunidad que me
resume, y, volviendo sobre mis pasos, coloqué al lado del vagabundo la ensalada
de pasta que pensaba comer en el trabajo. “Señor, ¿tiene hambre”- le dije.
“Aquí hay comida”. Y le regalé el taper, su contenido y un tenedor, mientras me
alejaba lentamente, no sin antes ver la cara. Aparecieron primero unos pómulos oscuros, perfilados, después
una nariz recta, rodeada de un ojo bueno y otro totalmente desviado, que habría
perdido la retina en algún lado del
parpado. En su confusión no fue capaz de decirme nada, o quizá nunca quiso
decirme nada, poco importa eso tampoco, cuando la única prioridad es
desaparecer de su flanco de visión para evitar agradecimientos,
en lo que, una sabe, no es más que un remedo en un vestido hecho girones. Pero
a qué decir que me sentí mejor, sin embargo, cuando lo vi agarrar el tenedor y
llevarse a la boca los macarrones con palta, maíz, cebolla, tomate, lechuga y
huevo que había preparado en la mañana.
Otra idea, por cierto,
descomunalmente absurda, se dibujó entre mis sienes; míralo- me dije- come con
tenedor, como si esperase verlo comiendo con las manos, por el simple hecho de encontrarse
viviendo en calle. Como si necesitara animalizarlo para darle sentido a su
vivir vagabundo. Me sentí mezquina enarbolando el discurso de la civilización o barbarie, a
la vez que me castigaba por haber pensado que comer con las manos es malo, y
comer con el tenedor es bueno. ¡Tanta gente hay feliz en el mundo comiendo con
las manos! Yo misma puedo ser muy feliz
comiendo con las manos, aunque nunca lo haga, pero sé que puedo serlo, sí, bien
sé que puedo serlo. Ahondando en ese tema, me dije, ¿este señor será feliz
durmiendo en plena calle? Pero no, no creo que sea feliz durmiendo en la calle,
con esta humedad que cala hasta los huesos, y, con el único abrigo que le proporciona
esa manta roída.
Al día siguiente tenía clase a
eso de las tres y media de la tarde, así que ya no me hacía falta un taper que
meter en el maletín, y me acordé vagamente del hombre que dormía sobre la calle
justo unos minutos antes de salir por la puerta, por lo que acerté a
improvisarle una pequeña merienda, compuesta por un paquete de galletas y un
plátano. De todas maneras no sabía si iba a continuar en el mismo sitio, que lo
hubiera visto dos días seguidos no significaba que lo fuera a ver un tercero. Quizá
lo esperaba un pavo a la mesa, quizá hoy era veinticinco de diciembre. Pero no era veinticinco de diciembre, sino
mediados de julio, y las calles estaban bañadas de tráfico, garúa, polución,
humedad y frio, mientras ese señor seguía ahí, tendido sobre su ojo en blanco
con los huesos tropezando con el suelo, y el taper que le regalé quién sabe, si
a los pies de su improvisada cama, como perro custodio de sus noches expuestas.
Coloqué otra vez la comida a un lado de la manta y poco a poco fui alejándome
de su lado.
Su ojo izquierdo en blanco
presentaba hoy algunos matices rojos, coágulos de sangre rodeando esa galaxia
láctea, donde a veces cae un mechón de pelo que me dificulta examinar el ojo que
tanto me preocupa. Hoy olvidé, o no recordé a tiempo preparar algo de comer para acercarle. Por
suerte parece que hay otros como yo, porque es la primera vez que lo encuentro
en esa posición, sentado, con medio cuerpo al descubierto, sosteniendo
en una mano un paquete de galletas, y en la otra un zumo, que ha debido derramarse
a su costado donde se dibuja un pequeño charco. Unas galletas y un zumo, qué
buena idea. Ayer le traje todo sólido, nada de beber, el próximo
día debo tener esto en cuenta para que no se deshidrate.
Pensaba estas cuestiones, cuando
reparé en el origen del zumo y del paquete de galletas. Sorpresivamente, de la
noche a la mañana, se había colocado a la cabecera del asfalto que el
vagabundo cubría con sus huesos, un puestito, donde se vendían cosas diversas,
entre ellas galletas y jugo. Esta era una casualidad bastante halagüeña, pues facilitaría
nuestro trabajo benéfico, el mío y el de,
al menos, una persona más, la del zumo y las galletas, que en el desorden de
todos los días, podíamos olvidar prepararle algo de comer en condiciones. Fue, ese momento, y dado que nada se olvida, cuando vino a mi cabeza el recuerdo del abrigo
rojo y de los leotardos rojos, una mañana de domingo con mi hermano y mi abuelo,
mis manos diminutas extendiéndose para coger la bolsa con pan que mi abuelo me
extendía desde su metro ochenta. Los dedos exigentes tropezando unos con otros,
mientras mi abuelo terminaba de pagar al señor del puestito, que vendía bolsas
de pan en el parque de Abelardo Sánchez, esa mañana soleada de domingo, frente
a la laguna de los patos.