martes, 29 de julio de 2014

el amor y la muerte

El taxi iba a toda velocidad sobrevolando las limeñas, húmedas y lluviosas calles. Acababan de matar a un hombre frente a la puerta de Kentucky Fried Chicken. Creo que era el hijo de un mafioso siciliano, o al menos eso me dijeron después. Se trataba de un ajuste de cuentas, obviamente. La gente se arremolinaba en torno al cadáver cubierto por una sabana, en algunos puntos teñida de rojo. La detención del coche frente a la luz ámbar, me permitió ver como la sangre se mezclaba con la lluvia sobre el asfalto. Pensé que conformaba una bonita acuarela esa degradación del color, y que la lluvia lo limpiaba todo, incluso la muerte. Me hubiera gustado decirle todo esto a él que iba sentado a mi lado, pero no quería que el taxista utilizara mis apreciaciones para especular sobre el asesinato, o para explayarse acerca de la delincuencia en Lima. A veces uno no necesita que le expliquen un cadáver por fuerte que resulte la idea a primera vista. ¿Un cadáver humano, por las mismas calles por las que suelo andar? ¿un muerto en medio del tránsito y de la rutina de todos los días?, eso es algo realmente inquietante, algo difícil de asimilar, y, sin embargo, uno no siempre necesita que se lo expliquen. En algunos casos llega a entenderlo de una manera más directa, así como se entiende una decepción amorosa, desde adentro. Así como puedes ver los árboles deshojarse en las tardes otoñales, y no sentir tristeza, sino una enorme alegría por el hecho de saber que todo acaba y luego vuelve a empezar. ¿Cuál de nuestros hijos sucederá a este presunto siciliano y presunto hijo de mafioso muerto en la calle?

El taxi ya estaba llegando a Barranco en el momento en que apoyó su cabeza sobre mi pierna. O puede que fuera antes, puede que no se percatara siquiera de la multitud apiñada alrededor de la muerte. Puede que mis caricias sobre su pelo no alcanzaran a describirle la escena, en todo caso, podrían contarle algo del amor. Aunque, siendo el amor y la muerte las dos cosas más irracionales que hay, ¡poco podrían explicar mis manos maestras!.

domingo, 20 de julio de 2014

Los peces hacen pequeñas burbujas con sus bocas mientras nadan en círculo. Las burbujas se mueven al azar, y a veces colisionan y se funden. Sólo tu dedo señalando los peces consigue desviarme la mirada de las escamas plateadas y de los bigotes danzantes. Tu dedo, tu inocencia preciosa, ¿dónde está ahora? Vi el viento posarse detrás de tu nuca esa tarde de domingo junto a la laguna. Allí donde los peces no iban a comer, ni a existir, sino a mostrarse ante tí que los señalabas maravillado, y ante mí que atesoro ese recuerdo

sábado, 19 de julio de 2014

El hombre que duerme en la calle



Iba como siempre pensando en mis cosas a esa hora que es tan inútil y tan difícil de traducir en términos vitales. Estaba lloviznando, aunque sí en Lima la lluvia no es lluvia sino garúa, bien podría existir el verbo garuar, y para ser más exactos, diría que estaba garuando. Cómo extraño la lluvia de Europa, las gotas que calan, que hacen del cristal de tus gafas una piscina transparente donde tus ojos manotean y salpican intentando reflotar a la superficie, y entonces buscas con que secarlas pero todo lo que encuentras está, de la misma forma empapado: tu jersey, tu bufanda, y tus cabellos confundidos en un mismo ente, y puedes ver los zapatos de quien camina delante reflejarse en los charcos de la calle, y a veces, incluso con suerte truena, convirtiendo toda la escena en algo realmente especial. En un capítulo de tu infancia rodeada de calles acuosas, donde el olor a lluvia y asfalto ascendía apenas medio metro y te encontraba. Pero acá no llueve así, acá solo garua, como el día en que lo vi por primera vez, a lo lejos, e hice el esfuerzo que la fina lluvia de lima no me evita, pues de todas formas algo empaña los lentes, con la diferencia de que, por supuesto, pude hallar un polo seco con el que limpiarlos. Allí estaba, confundido con la añoranza de las calles de la infancia, tendido sobre el suelo.

Al principio no supe bien qué era aquello, que comprendía solo en parte. Pensé que se trataba de una animal, un perro de pelo castaño, pero  la segunda vuelta del pañuelo anudado al cuello sobre el cristal de las gafas, vino a revelarme la verdad; era una persona, lo que comúnmente se conoce como un vagabundo. Un hombre envuelto en una manta marrón a cuadros, bien parecida, por cierto, a la que rodea mis piernas en el momento en que escribo estas líneas. Lo primero que pensé es “dios mío (aunque no creo en dios, cada vez que un sentimiento de lástima o piedad rezuma en mi interior, me da por pronunciar su nombre a la manera de vieja recalcitrante y presbiteriana) ha dormido ahí toda la noche, en medio de esta calle transitada, debajo y encima de esta lluvia”.  Y entonces mi rostro se fue transformando, imagino, o así lo sentía yo, y en lugar de expresar preocupación por sí había recordado o no traer el horario de mis clases, porque siempre se me olvida, y en ese momento tengo dos opciones, o ir a preguntar después de cada clase en qué aula es mi siguiente clase, o bien, algo todavía más penoso, pedir que me impriman un nuevo horario, y debe ser el quinto que me imprimen ya, qué pensarán de mi, la profesora española ¿dónde tiene la cabeza? Aunque en ese momento mi cabeza estaba sobre mis hombros repitiéndose maquinalmente el mismo estribillo, así como hacen los niños que comienzan con una pregunta sencilla y de ahí la complican hasta la hilaridad, ¿por qué yo no duermo en la calle? ¿Por qué este señor sí duerme en la calle? ¿quién decide quién duerme en la calle?

Pasé delante del de seguridad, al lado del “Parque de las Aguas”, y lo saludé. A veces me resulta un poco engorroso saludarlo porque he de dejar de lado mis preocupaciones, y levantando la cabeza, hacer ese gesto de reconocimiento, y eso de manera repetida mañana tras mañana. Sin embargo, he terminado por convencerme de que, a falta de familia cercana, este señor puede ser mi madre imbuida en la rutina de los días, y yo puedo ser su hija imbuida en la rutina de los días, y a mi madre de ninguna manera se me ocurriría negarle un saludo.

En la universidad todo ocurrió como suele ocurrir, un minuto precedió a otro y este al siguiente, y mis alumnos estaban más infantiles que nunca, porque era el día en que se entregan las prácticas y, por supuesto, un buen número de ellos había olvidado hacer el trabajo, o simplemente no había querido hacerlo, situación que siempre lleva aparejadas cientos de súplicas hacía mi persona, la cual tiene que cerrarse en banda o si no renunciar a poseer algún día un mínimo de autoridad. 

Todas estas cosas, que no son más que la misma cosa repetida que viviré a lo largo de la semana, a lo largo del mes, a lo largo de los años, habían conseguido que olvidara a ese hombre tirado en la calle bajo la lluvia. Pero todo olvido es perecedero, por eso creo que olvidar es uno de los verbos más inexactos del vocabulario. Nada se olvida permanentemente, siempre aquello que se olvidó, el día menos pensado, cae sobre las conexiones nerviosas, así como el mar, de pronto, recoge sus medusas disecadas en la arena. De modo que, cuando estaba a punto de salir por la puerta de la universidad, volvió la imagen de ese hombre y deseé con todas mis fuerzas que no siguiera donde lo había dejado. Supongo que de manera ridícula estaba esperando que hubiera vuelto a casa con su mujer e hijos, y que un pavo humeante coronara su mesa el día de navidad. Y, mientras conformaba toda esa producción Hollywoodiense en mi cabeza, di con mis pasos mojados contra el mismo vagabundo a la intemperie. Otra vez me atacaron un millar de pensamientos tristes fuertemente atraídos por un hondo sentido de culpabilidad que, sin embargo, no logró detener mi marcha.

En el camino encontré también unos gatos pequeños (siempre me ha molestado esta falta, el hecho de que no exista para los gatos bebés una palabra, así como existe cachorros para los perros, lo que nos obliga a decir en dos palabras “gatos pequeños” lo que podrías decir en una, o peor aún, lo que nos obliga a ser sobremanera cursis y decir “gatitos”)  y uno de ellos era igual que ese otro gato, que solía ronronear alrededor de nuestros cuerpos desnudos, por lo que, esa imagen me devolvió a otros recuerdos más cursis todavía que la palabra “gatito”, y ahí tuve que decirme a mí misma “basta”, cuando,  vi, unos pasos más allá a un señor bien entrado en la vejez, alimentando a uno de estos gatos, y no pude más que cuestionarme algo que nunca había concebido de manera cabal: ¿por qué alimentamos a los animales abandonados, y no a las personas que, en un estado de absoluto abandono, se ven obligadas a dormir a expensas de los elementos?

¿Llevaré el horario? ¿Llevaré el rotulador para la pizarra? Ese alumno decía que su nota no era correcta, ¿quién era? No consigo recordarlo. Se llamaba Víctor o Luis. Necesito una agenda. Bueno de todas maneras el nombre volverá a mí en algún momento del día. Pero ya era tarde para todos estos pensamientos, ya estaba viendo la manta de cuadros marrones aletear sobre el asfalto, lo cual en parte me tranquilizaba porque significaba que todavía estaba vivo. Pasé a su lado en esa mañana también fría, sabiéndolo un cadáver prematuro, ¿cuánto tiempo se puede vivir en esas condiciones? Todos los que pasamos a su lado estamos asistiendo a un funeral ¡pero qué absurdo es ese pensamiento! Puede que ese otro tan limpito que camina hablando por móvil última tecnología vaya a morir mañana mismo, o en las próximas horas, ¿estaría por ello asistiendo a su funeral? Y si así es, ¿qué importa? El no me hace sentir culpable.

Fue al abrigo de este último pensamiento que decidí, de una vez por todas, acabar con la impunidad que me resume, y, volviendo sobre mis pasos, coloqué al lado del vagabundo la ensalada de pasta que pensaba comer en el trabajo. “Señor, ¿tiene hambre”- le dije. “Aquí hay comida”. Y le regalé el taper, su contenido y un tenedor, mientras me alejaba lentamente, no sin antes ver la cara. Aparecieron primero unos pómulos oscuros, perfilados, después una nariz recta, rodeada de un ojo bueno y otro totalmente desviado, que habría perdido  la retina en algún lado del parpado. En su confusión no fue capaz de decirme nada, o quizá nunca quiso decirme nada, poco importa eso tampoco, cuando la única prioridad es desaparecer de su flanco de visión para evitar agradecimientos, en lo que, una sabe, no es más que un remedo en un vestido hecho girones. Pero a qué decir que me sentí mejor, sin embargo, cuando lo vi agarrar el tenedor y llevarse a la boca los macarrones con palta, maíz, cebolla, tomate, lechuga y huevo que había preparado en la mañana.

Otra idea, por cierto, descomunalmente absurda, se dibujó entre mis sienes; míralo- me dije- come con tenedor, como si esperase verlo comiendo con las  manos, por el simple hecho de encontrarse viviendo en calle. Como si necesitara animalizarlo para darle sentido a su vivir vagabundo. Me sentí mezquina enarbolando el discurso de la civilización o barbarie, a la vez que me castigaba por haber pensado que comer con las manos es malo, y comer con el tenedor es bueno. ¡Tanta gente hay feliz en el mundo comiendo con las manos!  Yo misma puedo ser muy feliz comiendo con las manos, aunque nunca lo haga, pero sé que puedo serlo, sí, bien sé que puedo serlo. Ahondando en ese tema, me dije, ¿este señor será feliz durmiendo en plena calle? Pero no, no creo que sea feliz durmiendo en la calle, con esta humedad que cala hasta los huesos, y, con el único abrigo que le proporciona esa manta roída.

Al día siguiente tenía clase a eso de las tres y media de la tarde, así que ya no me hacía falta un taper que meter en el maletín, y me acordé vagamente del hombre que dormía sobre la calle justo unos minutos antes de salir por la puerta, por lo que acerté a improvisarle una pequeña merienda, compuesta por un paquete de galletas y un plátano. De todas maneras no sabía si iba a continuar en el mismo sitio, que lo hubiera visto dos días seguidos no significaba que lo fuera a ver un tercero. Quizá lo esperaba un pavo a la mesa, quizá hoy era veinticinco de diciembre.  Pero no era veinticinco de diciembre, sino mediados de julio, y las calles estaban bañadas de tráfico, garúa, polución, humedad y frio, mientras ese señor seguía ahí, tendido sobre su ojo en blanco con los huesos tropezando con el suelo, y el taper que le regalé quién sabe, si a los pies de su improvisada cama, como perro custodio de sus noches expuestas. Coloqué otra vez la comida a un lado de la  manta y poco a poco fui alejándome de su lado.

Su ojo izquierdo en blanco presentaba hoy algunos matices rojos, coágulos de sangre rodeando esa galaxia láctea, donde a veces cae un mechón de pelo que me dificulta examinar el ojo que tanto me preocupa. Hoy olvidé, o no recordé a tiempo  preparar algo de comer para acercarle. Por suerte parece que hay otros como yo, porque es la primera vez que lo encuentro en esa posición, sentado, con medio cuerpo al descubierto, sosteniendo en una mano un paquete de galletas, y en la otra un zumo, que ha debido derramarse a su costado donde se dibuja un pequeño charco. Unas galletas y un zumo, qué buena idea. Ayer le traje todo sólido, nada de beber, el próximo día debo tener esto en cuenta para que no se deshidrate.

Pensaba estas cuestiones, cuando reparé en el origen del zumo y del paquete de galletas. Sorpresivamente, de la noche a la mañana, se había colocado a la cabecera del asfalto que el vagabundo cubría con sus huesos, un puestito, donde se vendían cosas diversas, entre ellas galletas y jugo. Esta era una casualidad bastante halagüeña, pues facilitaría nuestro trabajo benéfico, el mío  y el de, al menos, una persona más, la del zumo y las galletas, que en el desorden de todos los días, podíamos olvidar prepararle algo de comer en condiciones. Fue, ese momento, y dado que nada se olvida, cuando vino a mi cabeza el recuerdo del abrigo rojo y de los leotardos rojos, una mañana de domingo con mi hermano y mi abuelo, mis manos diminutas extendiéndose para coger la bolsa con pan que mi abuelo me extendía desde su metro ochenta. Los dedos exigentes tropezando unos con otros, mientras mi abuelo terminaba de pagar al señor del puestito, que vendía bolsas de pan en el parque de Abelardo Sánchez, esa mañana soleada de domingo, frente a la laguna de los patos.





  La sangre se confunde detrás de los focos, ya no es roja, ya no es sangre. Las balas se equivocan al salir de las armas, ya no es ca...